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Discurso pacifista del célebre científico

Gettysburg y ahora (Carl Sagan)

Gettysburg y ahora (Carl Sagan)

Este discurso fue pronunciado el 3 de julio de 1988, ante unas 30.000 personas, con motivo del 125.° aniversario de la batalla de Gettysburg y la nueva consagración del cementerio de la Paz de la Luz Eterna, en el Parque Militar Nacional de Gettysburg, Pennsylvania. Cada cuarto de siglo, el cementerio de la Paz es objeto de una nueva dedicatoria; los presidentes Wilson, Franklin Roosevelt y Eisenhower fueron los oradores anteriores.

De Lend Me Your Ears: Great Speeches in History, seleccionados y presentados por William Safire, Nueva York, W. W. Norton, 1992

Aquí murieron o fueron heridos 51.000 seres humanos, antepasados de algunos de nosotros, hermanos de todos. Éste fue el primer ejemplo de una guerra plenamente industrializada, con armas producidas por máquinas y transporte ferroviario de hombres y equipos. Representó el primer atisbo de una época que había de llegar, la nuestra; un indicio de lo que podía ser capaz la tecnología con fines bélicos. Aquí se empleó el nuevo fusil Spencer de repetición. En mayo de 1863, un globo de reconocimiento del ejército del Potomac detectó movimientos de tropas confederadas al otro lado del río Rappahannock, el comienzo de la campaña que condujo a la batalla de Gettysburg. Ese globo era un precursor de las fuerzas aéreas, los bombarderos estratégicos y los satélites de reconocimiento.

En los tres días que duró la batalla de Gettysburg se emplearon unos cuantos centenares de piezas de artillería. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo era entonces la guerra? He aquí las palabras de un testigo ocular, Frank Haskel, de Wisconsin, que combatió en las fuerzas de la Unión, acerca de la pesadilla de las granadas que caían del cielo. Están tomadas de una carta dirigida a su hermano:

“Con frecuencia no podíamos ver la granada hasta que estallaba, pero en ocasiones, cuando mirábamos hacia el enemigo por encima de nuestras cabezas, su aproximación era anunciada por un silbido prolongado que siempre se me antojaba como una línea de algo tangible terminada en una esfera negra, tan peculiar al ojo como había sido su sonido al oído. La granada parecía detenerse y quedar suspendida en el aire durante un instante para luego desaparecer entre el fuego, el humo y el ruido [...]. A menos de diez metros de nosotros estalló una entre unos matorrales donde aguardaban sentados tres o cuatro asistentes que cuidaban de los caballos. Mató a dos de los hombres y una cabalgadura.”

Éste fue un hecho típico de la batalla de Gettysburg. Algo semejante se repetiría miles de veces. Aquellos proyectiles balísticos, lanzados por cañones que ahora se ven por doquier en este cementerio tenían, en el mejor de los casos, un alcance de pocos kilómetros. La cantidad de explosivo en la más temible de aquellas granadas era de 10 kilos aproximadamente, una centésima de tonelada de TNT. Bastaba para matar unas cuantas personas.

Los explosivos químicos más potentes, empleados 80 años más tarde durante la Segunda Guerra Mundial, fueron las bombas rompemanzanas, así llamadas porque podían destruir todo un bloque de edificios. Lanzadas desde aviones, tras un viaje de centenares de kilómetros, contenían 10 toneladas de TNT, mil veces más que el arma más poderosa de la batalla de Gettysburg. Una rompemanzanas era capaz de matar unas cuantas docenas de personas.

Justo al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos empleó las primeras bombas atómicas para aniquilar dos ciudades japonesas. Cada una de esas armas, lanzadas tras un vuelo de más de 1.500 kilómetros, tenía una potencia equivalente a la de unas 10.000 toneladas de TNT, suficiente para matar a unos cuantos centenares de miles de personas. Una sola bomba.

Pocos años más tarde Estados Unidos y la Unión Soviética desarrollaron las primeras armas termonucleares, las bombas de hidrógeno. Algunas poseían una potencia explosiva equivalente a la de 10 millones de toneladas de TNT, suficientes para matar unos cuantos millones de personas. Una sola bomba. Ahora es posible lanzar armas nucleares estratégicas hacia cualquier lugar del planeta. Toda la Tierra es ya un potencial campo de batalla.

Cada uno de esos triunfos tecnológicos hizo progresar el arte de la muerte en masa en un factor de mil. De Gettysburg a la rompemanzanas, una energía explosiva mil veces mayor, de la rompemanzanas a la bomba atómica, mil veces más, y de la atómica a la bomba de hidrógeno, otras mil veces más. Mil veces mil veces mil son mil millones; en menos de un siglo el arma más temible se ha hecho mil millones de veces más mortal. Sin embargo, nuestra prudencia no ha progresado mil millones de veces en las generaciones desde Gettysburg hasta ahora.

Las almas de los que aquí perecieron juzgarían indecible la carnicería de la que ahora somos capaces. Estados Unidos y la Unión Soviética han minado ya nuestro planeta con casi 60.000 armas nucleares. ¡Sesenta mil! Incluso una pequeña fracción de los arsenales estratégicos podría indiscutiblemente aniquilar a las dos superpotencias contendientes, probablemente destruir la civilización global y quizás hasta extinguir la especie humana. Ninguna nación ni hombre alguno debe tener tal poder. Distribuimos por todo nuestro frágil mundo esos instrumentos del Apocalipsis y lo justificamos diciendo que nos dan seguridad. Es un negocio de locos.

Las 51.000 bajas de Gettysburg representaron un tercio del ejército de la Confederación y una cuarta parte del de la Unión. Todos los que murieron, con una o dos excepciones, eran soldados. La excepción más conocida es la de una mujer que, dentro de su propia casa, se disponía a cocer pan y fue muerta por una bala que atravesó dos puertas; se llamaba Jennie Wade. En una guerra termonuclear global, en cambio, casi todas las bajas serían civiles, hombres, mujeres y niños, incluyendo un vasto número de ciudadanos de naciones que no habrían participado en el enfrentamiento previo a la contienda, muy alejadas de la «zona diana» en la latitud media septentrional. Habría miles de millones de Jennie Wade. Todo el mundo corre ahora ese riesgo.

En Washington hay un monumento dedicado a los norteamericanos que murieron en la más reciente de las grandes guerras estadounidenses, la del Sureste asiático. Allí perecieron 58.000 norteamericanos, cifra no muy diferente de la de las bajas de Gettysburg (ignoro, como con harta frecuencia hacemos, a uno o dos millones de vietnamitas, laosianos y camboyanos que también perecieron en esa contienda). Pensemos en ese monumento oscuro, sombrío, bello, emotivo, impresionante. Piensen en su longitud; en realidad, no mucho mayor que la de una calle suburbana. 58.000 nombres. Imaginemos ahora que seamos tan estúpidos o negligentes como para permitir que haya una conflagración nuclear y que después se construye un monumento similar. ¿Qué longitud debería tener para acoger los nombres de todos los que morirían en una gran guerra nuclear? Cerca de 1.500 kilómetros. Llegaría desde aquí, en Pennsylvania, hasta Missouri. De todas formas, es seguro que no habría nadie para construirlo y pocos quedarían para leer la lista de los caídos.

En 1945, al concluir la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética eran virtualmente invulnerables. Estados Unidos, limitado al este y al oeste por océanos vastos e infranqueables, al norte y al sur por vecinos débiles y amigos, tenía las fuerzas armadas más eficaces y la economía más sólida del planeta. No había nada que temer. Después, construimos armas nucleares junto con sus sistemas de lanzamiento. Iniciamos y alentamos vigorosamente una carrera de armamento con la Unión Soviética. Una vez desencadenada, todos los ciudadanos estadounidenses pusieron sus vidas en manos de los dirigentes de la Unión Soviética. Incluso ahora, tras el final de la guerra fría, tras el final de la Unión Soviética, si Moscú decide que debemos morir, estaremos muertos en 20 minutos. En una simetría casi perfecta, la Unión Soviética poseía en 1945 el mayor ejército en pie de guerra del mundo y carecía de amenazas militares que la inquietaran. Se sumó a Estados Unidos en la carrera nuclear, de manera que en la Rusia de hoy la vida de todos se encuentra en manos de los dirigentes de Estados Unidos. Si Washington decide que deben morir, estarán muertos al cabo de 20 minutos. La existencia de cada norteamericano y de cada ruso depende ahora de una potencia extranjera. Ya dije que éste es un negocio de locos. Nosotros -estadounidenses, rusos- hemos invertido 43 años y un vasto tesoro nacional en hacernos perfectamente vulnerables a un aniquilamiento instantáneo. Lo hemos hecho en nombre del patriotismo y de la «seguridad nacional», así que nadie está al parecer autorizado a discutirlo.

Dos meses antes de Gettysburg, el 3 de mayo de 1863, la Confederación logró una victoria en la batalla de Chancellorsville. En la noche de luna que siguió al choque, cuando el general Stonewall Jackson y su estado mayor regresaban a las líneas de los confederados fueron confundidos con la caballería de la Unión. Jackson resultó hedido de muerte por dos balas debido a un error de sus propios soldados.

Cometemos errores. Matamos a los nuestros.

Hay quienes afirman que, puesto que no se ha producido todavía una guerra nuclear accidental, tienen que ser adecuadas las precauciones adoptadas para evitarla. Sin embargo, aún no hace tres años fuimos testigos de los desastres del transbordador espacial Challenger y de la central nuclear de Chernobil, dos sistemas de alta tecnología, uno norteamericano, otro soviético, en los que se habían invertido enormes cantidades de prestigio nacional. Había razones apremiantes para prevenir esos desastres. En los años anteriores, funcionarios de ambas naciones afirmaron con seguridad que no podían suceder accidentes de ese tipo. No teníamos por qué preocuparnos. Los expertos no permitirían que se produjera un accidente. Desde entonces hemos aprendido que esas seguridades no valen gran cosa.

Cometemos errores. Matamos a los nuestros.

Éste es el siglo de Hitler y de Stalin, prueba -si es que se requiere alguna- de que unos locos pueden apoderarse de las riendas del poder en los modernos estados industriales. Si admitimos un mundo con casi 60.000 armas nucleares, estamos apostando nuestra vida a la afirmación de que ningún dirigente presente o futuro, militar o civil de Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, China, Israel, India, Pakistán, Sudáfrica y cualesquiera otras potencias nucleares que pueda haber, se apartará de las normas más estrictas de prudencia. Nos fiamos de su cordura y sobriedad, incluso en momentos de gran crisis personal y nacional; de las de todos y cada uno, para siempre. Creo que es pedidnos demasiado. Porque cometemos errores. Matamos a los nuestros.

La carrera de las armas nucleares y la concomitante guerra fría cuestan algo. No nos salen gratis. ¿Cuál ha sido el precio de la guerra fría, aparte de privar a la economía civil de inmensos recursos fiscales e intelectuales, y del coste psíquico de vivir bajo la espada de Damocles?

Entre el comienzo de la guerra fría en 1946 y su final en 1989, Estados Unidos invirtió más de 10 billones de dólares (de 1989) en su enfrentamiento global con la Unión Soviética. De esta suma, una tercera parte, como mínimo, fue gastada por la administración Reagan, que incrementó la deuda nacional más que todos los anteriores gobiernos desde la época de George Washington. Al comienzo de la guerra fría, y en cualquier aspecto significativo, la nación resultaba intocable para cualquier fuerza militar extranjera. Ahora, tras el gasto de este inmenso tesoro nacional (y a pesar de que haya concluido la guerra fría), Estados Unidos es vulnerable a un aniquilamiento virtualmente instantáneo.

Una empresa que consumiera su capital de modo tan temerario y con tan escasos resultados, habría entrado en bancarrota hace mucho tiempo. Unos ejecutivos que no consiguieran advertir un fiasco tan claro de su política empresarial habrían sido destituidos por los accionistas hace mucho tiempo.

¿Qué otra cosa podría haber hecho Estados Unidos con ese dinero? (No todo, puesto que, desde luego, resulta necesaria una prudente defensa, pero digamos la mitad.) Con un poco más de cinco billones de dólares, diestramente invertidos, habríamos realizado quizá grandes progresos en pro de la eliminación del hambre, la escasez de viviendas, las enfermedades infecciosas, el analfabetismo, la ignorancia, la pobreza y la salvaguardia del medio ambiente, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo entero. Podríamos haber contribuido a que el planeta fuese autosuficiente en el plano agrícola y a erradicar muchas de las causas de la violencia y la guerra. Todo eso podría haber sido realidad con un beneficio enorme para la economía norteamericana. Habríamos sido capaces de reducir considerablemente la deuda nacional. Por menos de una centésima parte de ese dinero podríamos haber organizado un programa internacional a largo plazo para la exploración tripulada de Marte. Con una pequeña fracción de ese dinero podrían subvencionarse durante décadas prodigios de la inventiva humana en el arte, la arquitectura, la medicina y las ciencias. Habría habido espléndidas oportunidades tecnológicas y de progreso.

¿Hemos sido prudentes al gastar tanto de nuestras vastas riquezas en los preparativos y la parafernalia de la guerra? En el momento presente nuestros gastos militares siguen estando dentro de la escala de la guerra fría. Hemos hecho un negocio de locos. Nos hemos trabado en un abrazo mortal con la Unión Soviética, alentado siempre cada bando por los numerosos entuertos del otro; pensando casi siempre a corto plazo -en la próxima elección legislativa o presidencial, en el siguiente congreso del partido- sin contemplar casi nunca la perspectiva.

Dwight Eisenhower, que estuvo estrechamente ligado a esta comunidad de Gettysburg, declaró: «El problema de los gastos de la defensa consiste en determinar hasta dónde se puede llegar sin destruir desde dentro lo que se trata de defender frente al exterior.» Afirmo que hemos ido demasiado lejos.

¿Cómo salir de este trance? Un tratado general de prohibición acabaría con todas las futuras pruebas de armas nucleares, que son el principal impulsor tecnológico de la carrera de armamento nuclear en ambos bandos. Tenemos que abandonar la idea, ruinosamente cara, de la Guerra de las Galaxias, que no puede proteger la población civil frente a una conflagración atómica y que mengua, en vez de acrecentar, la seguridad nacional de Estados Unidos. Si deseamos promover la disuasión, existen medios mucho mejores de conseguirla. Tenemos que llevar a cabo reducciones bilaterales, a gran escala, verdaderas y minuciosamente inspeccionadas en los arsenales nucleares estratégicos y tácticos de Estados Unidos, Rusia y otras naciones. (Los tratados INF y START -Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio y Tratado sobre Reducción de Armas Estratégicas. N. del T.- representan pequeños pasos, pero en la dirección oportuna.) Eso es lo que deberíamos hacer.

En realidad, las armas nucleares son relativamente baratas. El capítulo más costoso ha sido, y sigue siendo, el de las fuerzas militares convencionales. Ante nosotros se presenta una oportunidad extraordinaria. Rusos y norteamericanos han emprendido grandes reducciones de fuerzas convencionales en Europa. Habría que extenderlas a Japón, Corea y otras naciones perfectamente capaces de defenderse por sí mismas. Tal reducción de fuerzas convencionales no sólo beneficia la paz, sino también la salud de la economía estadounidense. Debemos encontrarnos con los rusos a mitad de camino.

El mundo actual gasta un billón de dólares al año en preparativos militares, la mayor parte en armas convencionales. Estados Unidos y Rusia son los principales mercaderes de armas. Gran parte de ese dinero se gasta sólo porque las naciones del mundo son incapaces de dar el insoportable paso de la reconciliación con sus adversarios (y en algunos casos porque los gobiernos necesitan fuerzas con las que reprimir e intimidar a sus propios pueblos). Ese billón anual de dólares quita alimentos de las bocas de los pobres y mutila economías potencialmente eficaces. Es un despilfarro escandaloso y no deberíamos fomentarlo.

Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron, y de actuar en consecuencia.

En parte, la guerra civil estadounidense tenía que ver con la libertad, con la extensión de los beneficios de la Revolución Americana a todos los ciudadanos, con hacer valer esa promesa trágicamente incumplida de «libertad y justicia para todos». Me preocupa la falta de reconocimiento de las pautas históricas. Los que hoy luchan por la libertad no llevan tricornios ni tocan el pífano y el tambor. Visten otras indumentarias, puede que hablen otras lenguas, que tengan otras religiones y que sea diferente el color de su piel, pero el credo de la libertad nada significa si es sólo nuestra propia libertad la que nos interesa. Hay por doquier gentes que claman: «Ningún impuesto sin representación», y en el África occidental y oriental, tanto en la orilla occidental del río Jordán como en el este de Europa y en América Central, son cada vez más los que gritan: «Libertad o muerte.» ¿Por qué somos incapaces de escuchar a la mayoría? Nosotros, los norteamericanos, disponemos de medios de persuasión poderosos y no violentos. ¿Por qué no los utilizamos?

La guerra civil concernía principalmente a la unión (unión frente a las diferencias). Hace un millón de años no había naciones en el planeta. No existían tribus. Los seres humanos se dividían en pequeños grupos familiares nómadas de unas cuantas docenas de personas cada uno. Ése era el horizonte de nuestra identificación, un grupo familiar itinerante. Desde entonces se han ampliado nuestros horizontes. De un puñado de cazadores-recolectores a una tribu, una horda, una pequeña ciudad-estado, una nación y ahora inmensas naciones-estado. El individuo medio en la Tierra de hoy debe su lealtad primaria a un grupo de unos 100 millones de personas. Está bastante claro que, si no nos destruimos antes, la unidad de identificación primaria de la mayoría de los seres humanos será, antes de que pase mucho tiempo, el planeta Tierra y la especie humana. Esto suscita una cuestión clave: ¿se ensanchará la unidad fundamental de identificación hasta abarcar el planeta y la especie entera o nos destruiremos antes? Temo que ambas posibilidades estén muy igualadas.

Los horizontes de identificación se ensancharon en este lugar hace 125 años, con un gran coste para el Norte y para el Sur, para negros y para blancos. Aun así, reconocemos como justa la expansión de estos horizontes. Hay ya una necesidad práctica y urgente de trabajar unidos en el control de armamentos, la economía mundial, el medio ambiente global. Está claro que en la actualidad las naciones del mundo sólo pueden alzarse y caer juntas. No se trata de que una nación gane algo a expensas de otra. Todos debemos ayudarnos mutuamente, o pereceremos juntos.

En ocasiones como ésta es costumbre incluir alguna cita, frases de grandes hombres y mujeres conocidos por todos. Las escuchamos, pero no solemos reflexionar sobre su significación. Quiero mencionar una frase, pronunciada por Abraham Lincoln no muy lejos de este lugar: «Con malicia para ninguno, con caridad para todos...» Pensemos en lo que significa. Esto es lo que se espera de nosotros, no ya porque nos obligue nuestra ética o porque lo predique nuestra religión, sino porque resulta necesario para la supervivencia humana.

He aquí otra: «Una casa dividida contra sí misma no puede perdurar.» La variaré un tanto: una especie dividida contra sí misma no puede perdurar. Un planeta dividido contra sí mismo no puede perdurar. Hay, por último, un lema conmovedor para inscribir en este cementerio de la Paz de la Luz Eterna, a punto de ser consagrado de nuevo: «Un mundo unido en la búsqueda de la Paz.»

A mi juicio, el auténtico triunfo de Gettysburg no se produjo en 1863, sino en 1913, cuando los veteranos supervivientes, los restos de las fuerzas adversarias, los azules y los grises, se reunieron en la celebración y el recuerdo solemne. Había sido una guerra fratricida, y cuando sobrevino el tiempo de recordar, en el quincuagésimo aniversario de la batalla, los supervivientes se abrazaron los unos a los otros sollozando. No pudieron evitarlo.
Es hora de que los emulemos: OTAN y Pacto de Varsovia, tamiles y singaleses, israelíes y palestinos, blancos y negros, tutsis y hutus, estadounidenses y chinos, bosnios y serbios, unionistas y republicanos irlandeses, el mundo desarrollado y el subdesarrollado.

Necesitamos algo más que el sentimentalismo del aniversario y la piedad y el patriotismo de la celebración. Cuando sea necesario, hay que enfrentarse con los criterios convencionales y ponerlos en tela de juicio. Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron. Nuestro reto es la reconciliación, no después de la carnicería y las muertes masivas, sino en vez de ellas. Ha llegado la hora de que cada uno abrace al otro.

Ha llegado la hora de actuar.

Actualización: Hasta cierto punto, lo hemos logrado. En el tiempo transcurrido desde que este discurso fue pronunciado, nosotros los estadounidenses, nosotros los rusos, nosotros los seres humanos hemos realizado grandes progresos en la reducción de los arsenales atómicos y los sistemas de lanzamiento... si bien no bastan para nuestra seguridad. Parece que nos hallamos a punto de conseguir un tratado general de prohibición de pruebas nucleares, pero los medios para montar y lanzar ojivas se han hecho extensivos o están a punto de hacerse extensivos a muchas otras naciones.

Aunque a menudo se describe esta circunstancia como el cambio de una catástrofe potencial por otra, sin una mejora sustancial, un puñado de armas nucleares, por catastróficas que fueren, y por grandes que sean las tragedias humanas capaces de provocar, no son más que juguetes comparadas con las 60.000 ó 70.000 armas nucleares que Estados Unidos y la Unión Soviética acumularon en el cenit de la guerra fría. Esas armas bastarían para destruir la civilización global y, quizás hasta la especie humana, lo que no sería posible con los arsenales que en un futuro previsible puedan acumular Corea del Norte, Irak, Libia, India o Pakistán.

En el otro extremo está la fanfarronada de algunos dirigentes políticos norteamericanos que afirman que no hay una sola arma nuclear rusa que apunte a un niño o una ciudad estadounidenses. Puede que sea cierto, pero modificar su orientación sólo llevará 15 o 20 minutos, como máximo. Además, tanto Estados Unidos como Rusia retienen miles de armas nucleares y sistemas de lanzamiento. Por esa razón, he insistido a lo largo de este libro en que las armas nucleares siguen siendo nuestro mayor peligro. Aunque se hayan realizado progresos sustanciales, y hasta inusitados, en la seguridad humana, todo es susceptible de cambio de la mañana a la noche.

En enero de 1933, 130 naciones firmaron en París la Convención de Armas Químicas. Después de más de 20 años de negociaciones, el mundo declaró su disposición a proscribir esos medios de destrucción masiva.

Sin embargo, a la hora de redactar este texto, Estados Unidos y Rusia todavía no han ratificado el tratado. ¿A qué estamos esperando? Mientras tanto, Rusia no ha ratificado aún los acuerdos START II, que reducirían los arsenales nucleares estadounidenses y ruso en un 50 %, dejándolos en 3.500 ojivas por bando.
Desde el final de la guerra fría ha disminuido el presupuesto militar de Estados Unidos, pero sólo en un 15 % aproximadamente, y sólo una mínima parte de este ahorro ha redundado en beneficio de la economía civil. La Unión Soviética se ha desplomado, pero la miseria y la inestabilidad que reinan en la región constituyen un motivo de inquietud. Hasta cierto punto, la democracia se ha reafirmado en la Europa del Este, así como en Centroamérica y Sudamérica, pero en Asia oriental ha habido escasos progresos, excepto en Taiwan y Corea del Sur, y en Europa del Este está distorsionada por los peores excesos del capitalismo. Los horizontes de identificación se han ensanchado en Europa occidental, pero de hecho se han estrechado en Estados Unidos y la ex Unión Soviética. Se han realizado progresos tendentes a la reconciliación en Irlanda del Norte y entre Israel y Palestina, pero los terroristas siguen siendo capaces de poner en peligro el proceso de paz.

Se nos dice que ante la urgente necesidad de equilibrar el presupuesto federal de Estados Unidos es preciso llevar a cabo reducciones drásticas en él, pero, curiosamente, una institución cuya participación en el producto interior bruto es superior a todo el presupuesto federal discrecional sigue siendo esencialmente intocable. Me refiero a los 264.000 millones de dólares del ejército (en comparación con los 17.000 millones de dólares destinados al conjunto de programas científicos y espaciales de carácter civil). En realidad, si se incluyesen los fondos militares reservados y el presupuesto de los servicios de inteligencia, la partida militar sería mucho mayor.

¿Para qué esta inmensa suma de dinero, si la Unión Soviética ya ha sido derrotada? El presupuesto militar anual de Rusia es de unos 30.000 millones de dólares. Otro tanto representa el de China. Los presupuestos militares de Irán, Irak, Corea del Norte, Siria, Libia y Cuba suman unos 27.000 millones de dólares. El gasto de Estados Unidos supera en un factor de tres al de todos esos países juntos, y supone el 40 % de los gastos militares mundiales.

El presupuesto de defensa de Clinton para el año fiscal de 1995 fue unos 30.000 millones de dólares mayor que el de Richard Nixon 20 años atrás, en la cúspide de la guerra fría. Para el año 2000, con los incrementos propuestos por los republicanos, el presupuesto de defensa estadounidense habrá aumentado (en dólares reales) en un 50 %. Ni en uno ni en otro partido existe una voz influyente que se oponga a semejante aumento, ni siquiera cuando se proyectan desgarros angustiosos en la red de la seguridad social.

Nuestro avaro Congreso se muestra sorprendentemente manirroto en lo que se refiere a los militares, exigiendo de un Departamento de Defensa que trata de practicar cierto autocontrol, el gasto de miles de millones no solicitados. Los me
dios más probables para introducir armas nucleares enemigas en suelo norteamericano son los mercantes en puertos de gran tráfico y las valijas diplomáticas inmunes a las inspecciones aduaneras. Sin embargo, en aras de la protección del país el Congreso ejerce una fuerte presión en favor de interceptores espaciales de inexistentes cohetes balísticos intercontinentales. Se proponen absurdas rebajas de hasta 2.300 millones de dólares para que naciones extranjeras puedan adquirir armas estadounidenses. Se entrega dinero del contribuyente a empresas aerospaciales norteamericanas para que consigan comprar otras empresas aerospaciales norteamericanas. Se gastan unos 100.000 millones de dólares cada año para defender Europa occidental, Japón, Corea del Sur y otros países, cuando virtualmente todos disfrutan de balanzas comerciales más sanas que la estadounidense. Proyectamos mantener en Europa occidental, y de modo indefinido, casi 100.000 soldados. ¿Para defenderla contra quién?

Mientras tanto, los centenares de miles de millones de dólares que costará eliminar los desechos militares nucleares y químicos son una carga que pasaremos a nuestros hijos. ¿Por qué nos cuesta tanto comprender que la seguridad nacional es una cuestión más profunda y sutil que el número de pedruscos en nuestro montón? Pese a todo lo que se dice acerca de reducir al máximo el presupuesto militar, rebosa de grasa en el mundo en que vivimos. ¿Por qué tiene que ser sacrosanto este presupuesto cuando tantas otras cosas, de las cuales depende nuestro bienestar nacional, corren peligro de ser irreflexivamente destruidas?

Queda mucho por hacer. Todavía es hora de actuar.

Escrito en colaboración con Ann Druyan. El discurso ha sido revisado y actualizado para este libro.


Extraído de Miles de Millones, Carl Sagan, SineQuaNon (1998)

  • 14 de enero de 2008 12:11

    Excelente repaso a la absurda política militarista autodestructiva de los yanquis, por parte de un VGM (Verdadero Gran Maestro).

    internete
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    PD: «La Paciencia es la madre de la Paz y de la Ciencia»

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