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Cuarto Poder - Mónica G. Prieto

 El negocio de la guerra (sobre contratistas y mercenarios)

El negocio de la guerra (sobre contratistas y mercenarios)

Durante años les llamé despectivamente mercenarios. Pensaba que todo aquel contratista que aparecía en las noticias –capturado, decapitado, quemado vivo- era uno de aquellos paramilitares que había visto en las calles de Irak, armados hasta los dientes, expeliendo arrogancia y convencido de que todos los iraquíes –hombres, mujeres y niños– eran terroristas potenciales cuyo único objetivo vital era hacerse explotar para acabar con la vida de un extranjero.

Les consideraba asesinos a sueldo que, en el contexto de la ocupación ilegal de Irak, entre 2003 y hasta ahora, habían tomado la libre decisión de arriesgarse a morir a cambio de un sueldo astronómico. Y ahora es el momento de rectificar: no todos son mercenarios. Muchos son burócratas, y algunos son simples trabajadores que tratan de proporcionar a sus familias una vida mejor.

El primer contratista que conocí en este último viaje a Irak –el décimo desde 2002, el primero empotrada con las fuerzas norteamericanas– se llamaba Antonio y era natural de Puerto Rico. Está asignado a la base de Ali al Salem, en el desierto kuwaití, en el mostrador encargado de la gestión de visados. En su vida ha tocado un arma ni tiene intención de hacerlo: lo suyo es el papeleo y la burocracia, como lo es para el resto de sus compañeros de mostrador, una larga docena de norteamericanos de diferentes orígenes que confiesan cobrar cifras impensables en EEUU por trabajar tan lejos de su país. “Con lo que me pagan, estoy dispuesto a pasar aquí un par de años más. Eso me va a resolver la vida”.

Unos metros más allá, en otra enorme instalación una docena de contratistas se ocupan del tráfico aéreo de la base. Ellos redactan las listas de pasajeros, se encargan de comunicar las cancelaciones, de cambiar los horarios, de adoctrinar a los pasajeros sobre las medidas de seguridad y de garantizar que cada pasajero vaya en el vuelo correspondiente. En otro habitáculo, cuatro contratistas distribuyen catres en las tiendas de campaña a los soldados recién llegados a Kuwait. En la cantina, decenas de contratistas asiáticos (Filipinas, Sri Lanka) preparan y sirven comida, para después limpiar bandejas, platos y cubiertos, adecentar las mesas y fregar el suelo.

La imagen del soldado pelando patatas se ha acabado en el Ejército norteamericano. Ahora, todas las labores que no son exclusivamente militares dependen de un paraejército de trabajadores atraídos por sueldos desorbitados, cuando son occidentales, y por un sueldo simplemente digno en el caso de los trabajadores asiáticos. Muchos de los aeródromos militares de Irak están gestionados por estos contratistas, en su mayoría norteamericanos, sudafricanos o canadienses. He encontrado a contratistas ingenieros, dirigiendo reparaciones y construcciones en el interior de las bases militares –fuera, en el Irak real poblado por los invadidos reales, ni rastro de ellos–, a arabistas encargados del asesoramiento –imagino que su presencia data de muy poco tiempo atrás– y a expertos en todo tipo de disciplinas contratados por los llamados PRT, los Equipos de Reconstrucción Provincial, la misión política de cada base, en manos de personal del Departamento de Estado norteamericano.

Pero si ellos no tienen nada que ver con los combates –de hecho, la mayoría jamás salen de la base– ni tienen las manos manchadas de sangre, mucho menos se merecen el calificativo de mercenarios los encargados de las labores sucias –limpieza, vaciado de letrinas, levantamiento de muros antibombas o reparaciones en las carreteras interiores de los campamentos militares–, en manos de contratistas del tercer mundo. Hace unos años, ellos eran también los encargados de llevar a cabo uno de los trabajos más peligrosos del nuevo Irak: conducir los camiones de suministros destinados a las bases aliadas, atravesar todo un país levantado en armas contra la ocupación a bordo de un símbolo occidental sin más protección que su propia suerte. De ahí que tantos civiles de países del Tercer Mundo perecieran en ataques.

Los verdaderos mercenarios

Detrás de esos contratistas civiles, oficinistas o desesperados padres de familia dispuestos a arriesgarse por sacar a sus hijos de la miseria, están los militares, aquellos que sí merecen el calificativo de mercenarios ya que acuden a guerras con el único aliciente de ganar dinero. La acuciante falta de personal para nutrir las dos operaciones militares en marcha, Irak y Afganistán, ha llevado al Pentágono a subcontratar a decenas de miles de hombres para participar en labores de seguridad que han derivado en numerosas ocasiones en matanzas de civiles, en lo que supone una sangría para las arcas de Washington. Las cifras son secretas, si bien en 2004-2005 se estimaba que una fuerza de 150.000 hombres contratados ex profeso –la misma de la que disponía el Ejército de EEUU– pululaba por Irak.

En La guerra de los tres billones de dólares, el premio Nobel de Economía estadounidense Joseph E. Stiglitz atribuye a los contratos con empresas privadas de Seguridad buena parte de los gastos que ya han convertido a la guerra de Irak en la más cara para Estados Unidos desde la II Guerra Mundial.

“En 2007, los guardias de Seguridad privados empleados por compañías como Blackwater o Dyncorp estaban ganando 1.222 dólares al día; lo que supone 445.000 dólares al año. En contraste, un sargento del Ejército ganaba entre 140 y 190 dólares al día, lo cual hace un total de entre 51.100 y 69.350 al año”.

Esa política tiene consecuencias. “Lo que aún es peor: el sector militar compite así consigo mismo: las desorbitadas pagas a los contratistas es uno de los factores que fuerza al Ejército a ofrecer altas bonificaciones para animar al realistamiento. Cuando el turno obligatorio de los soldados llega a su fin, pueden emplearse como contratistas por salarios muchísimo más altos. Pese al aumento de las pagas de los militares que se enrolen de nuevo, el sector militar está perdiendo a su personal más experimentado [que se marcha] hacia las firmas privadas de Seguridad”, prosigue Stiglitz en su libro.


Decenas de miles de millones

No hay datos actuales de cuántas empresas son contratadas por el Pentágono ni de cuánto dinero mueve el negocio de la guerra. Un informe de la CNN en 2006 estimaba que los contratos con dichas empresas de Seguridad privadas están costando decenas de miles de millones de dólares. “Un único contrato otorgado por el Pentágono a la empresa británica especializada en gestión de riesgos AEGIS asciende a 293 millones de dólares, y aunque el Gobierno afirma no poder comunicar el número total de contratos firmados –muchos de ellos, son secretos- los expertos en la industria estiman que los costes del negocio de la seguridad en Irak cuesta decenas de miles de millones de dólares”.

Lo que está claro es que la disparidad de salarios no deja indiferente a los soldados. Varios me han confesado que su plan es, precisamente, alistarse a las empresas privadas cuando terminen sus turnos. No se quejan de los sueldos –“aquí gano 3.000 dólares al mes, en EEUU gano 600. ¿Cómo vamos a decir no a un reemplazo en Irak?”, explicaba una joven soldado de origen asiático cuyo marido también está destinado en Irak mientras la hija de ambos, de 10 meses, se cría con los abuelos– sino de la desproporcionada diferencia en los sueldos. Y aún así, los soldados norteamericanos pueden sentirse afortunados.

En las bases militares, el perímetro –la zona más susceptible a ataques– no suele estar custodiado por estadounidenses. En Bagdad los encargados son ugandeses o peruanos –la mayoría, veteranos del Ejército que encuentran una forma más lucrativa de sacar partido a su experiencia militar– mientras que en el norte del país ahora son ugandeses. Sus condiciones de vida son duras: viven en las pequeñas garitas donde trabajan y mantienen sus posiciones sean cuales sean las circunstancias.

Es improbable que ellos cobren lo mismo que los norteamericanos, pero como les ocurre a los trabajadores asiáticos que limpian las instalaciones, para ellos no hay opción. O Irak, o un sueldo miserable en sus países de origen.

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