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Nostalgia de otro futuro

El militarismo en la Constitución de 1978 (José Luis Gordillo)

El militarismo en la Constitución de 1978 (José Luis Gordillo)

Si por militarismo entendemos, como mínimo, la influencia del ejército en la Orientación política del Estado (1), todo el mundo estará de acuerdo en que España, desde el siglo XIX, se encuentra entre los Estados europeos más militaristas. El protagonismo político de la milicia alcanzó su cenit con la dictadura franquista. En ella los mandos militares, además de tener mucha influencia en las instituciones, consiguieron que sus concepciones sobre el orden y la jerarquía impregnasen a la sociedad entera. El franquismo fue como un inmenso cuartel dirigido por un general que ejercía su poder despótico gracias una larga cadena de medianos y pequeños dictadores: el gobernador civil, el alcalde, el obispo, el capataz de la fábrica, el jefe de la oficina, el director del hospital, el rector de la universidad, el decano de la facultad, el director del instituto, el maestro, el padre de familia... De todos ellos se esperaba que tratasen a sus inferiores como los oficiales a sus soldados.

La oposición a la dictadura fue socavando esa estructura social a través de una larga «guerra de posiciones» que dio sus frutos en la etapa final del franquismo. Pero, con todo, el ejército todavía era al inicio de la transición un peligroso polo de poder que nadie podía ignorar. La táctica de la oposición antifranquista consistió, primero, en intentar dividir al ejército apoyando la creación de la UMD (Unión Militar Democrática) y después, a la vista de que este grupo de militares demócratas fue detenido, encarcelado y expulsado de las fuerzas armadas, en alcanzar alguna clase de pacto con la cúpula militar encabezada por el rey. Los pequeños partidos de izquierda radical, que no quisieron entrar en el juego del consenso por arriba y la desmovilización por abajo, intentaron poner en pie organizaciones clandestinas de soldados con la esperanza de que llegasen a ser frenos internos a la vocación intervencionista del ejército, pero también fueron objeto de una concienzuda y eficaz represión (2). A la hora de la verdad, nada pudo evitar que la transición se llevara a cabo bajo la sombra de un conservador «partido militar”, como lo ha denominado Juan Ramón Capella (3), y que éste actuase como una de las partes contratantes en el proceso de reforma del franquismo.

Las declaraciones del teniente general Mena, realizadas en la pascua militar de 2006, en las que criticaba el proyecto de nuevo Estatuto catalán y amenazaba con una intervención del ejército en virtud de lo establecido en el artículo 8 de la Constitución, volvieron a dejar constancia de que, por desgracia, el militarismo no era un problema de un pasado lejano. España desde la transición tiene pendiente un debate sereno y racional sobre la distribución territorial del poder político. Y es evidente que la discusión pública generada por el nuevo Estatuto catalán estuvo lejos de reunir tales características. Las condiciones ambientales no permitieron discutir en serio sobre naciones, competencias, reparto del dinero público o sobre si Unió Democrática de Catalunya y el «sector negocios» de Convergència reclamaban más soberanía fiscal para que las empresas con sede en Cataluña pagasen más o menos impuestos.

El momento sociopolítico no fue propicio para ello y, además, para muchas personas de buena fe no se discutió sobre la estructura deseable del poder político, sino sobre algo más huidizo, inaprensible y emotivo: la identidad, las raíces culturales, los sentimientos de pertenencia, la propia autoestima, etcétera.

Ahora bien, harina de otro costal fue la irrupción en la escena de los militares diciendo, directa o indirectamente, que de todo eso no se podía ni hablar porque a ellos les parecía inconstitucional, que es lo que vino a decir el teniente general Mena cuando invocó el artículo 8. Y vale la pena recordar que, tres meses antes que el prejubilado Mena, también el rey vestido de capitán general clamó por la «indivisible unidad de la nación española» (4). Fueron dos síntomas claros de la persistencia de un tipo de militarismo que la Constitución de 1978 no contribuyó, precisamente, a desterrar.

La monarquía según la Constitución

De acuerdo con el artículo 56.1 de la Constitución: «El Rey es el jefe del Estado, símbolo de Su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». Entre estas funciones se encuentran la de «hacer guardar» la propia Constitución (art. 61) y la de ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62 h). Estas tienen la insólita misión de defender el ordenamiento constitucional, además de garantizar la soberanía e independencia de España y defender su integridad territorial, de acuerdo con lo establecido en el artículo 8. La Constitución, por otra parte, convierte al rey (art. 56.3) en irresponsable, jurídicamente hablando se entiende. Por ello sus actos deben estar siempre refrendados por otras autoridades (presidente del gobierno, ministros, presidente de las Cortes), que son las que asumen la responsabilidad jurídica y política de los mismos. Eso, entre otras cosas, comporta que ningún tribunal español pueda aceptar una demanda contra el rey, ni siquiera en el supuesto de que existiesen indicios racionales de su participación en cualquier clase de delito, lo que incluye un delito tan grave como el de rebelión del artículo 472 del Código Penal.

Muchos profesores, políticos y periodistas se han empeñado en interpretar que el rey, Según la Constitución, no detenta poder alguno o, al menos, ninguno verdaderamente importante para el funcionamiento del sistema político. Que el rey constitucional es, por decirlo de otra manera, un rey decorativo que no se mete en política. En su opinión, todas las funciones que le asigna la Constitución se deben entender como honoríficas o protocolarias, no como efectivas. Sin embargo, los mismos profesores, políticos y periodistas no se cansan de alabar la actuación del rey durante el golpe del 23-F y ninguno de ellos se ha atrevido a calificarla de anticonstitucional, lo cual contradice sus propias tesis, puesto que si el rey jugó algún papel relevante entonces fue precisamente porque ejerció un mando efectivo y no honorífico sobre el ejército. Esto no debe sorprender, pues la doctrina oficial de legitimación de la monarquía ignora el principio de no contradicción. Es capaz de afirmar Simultáneamente que el rey carece de poder y, al mismo tiempo, que ha ejercido y ejerce una función decisiva para la continuidad del sistema político a partir de un respeto escrupuloso de la Constitución (5).

Esta violación manifiesta de uno de los principios elementales de la lógica tiene sus ventajas: de una contradicción, como se sabe, se puede derivar cualquier conclusión, lo cual facilita mucho la tarea propagandística de los pregoneros de la monarquía. Por ejemplo: ante el argumento de que, si es verdad que el rey ejerce una función tan trascendental, entonces sería preferible, en buena lógica democrática, que lo ejerciese una persona elegida por el demos, se puede contestar que el cargo es importante pero no conlleva el ejercicio de verdadero poder porque es honorífico. Y ante el argumento de que un cargo honorífico es superfluo y en cuanto tal se puede suprimir sin provocar ninguna alteración grave del estado de cosas existente, se contesta que el cargo que ocupa el monarca es honorífico pero importante y, por ello, que su supresión podría resultar traumática para el sistema político. Conviene recordar, en consecuencia, que la violación del principio de no contradicción casi siempre abre la puerta a la irracionalidad y a la tomadura de pelo, y que estamos hablando de un problema serio que debe ser tratado seriamente, sin hacer concesiones al oportunismo o al arribismo.

Tres décadas después de la coronación de Juan Carlos, la interpretación del rey decorativo hace agua por todas partes porque choca con numerosos datos de la realidad. Para empezar por el más evidente: el rey, en tanto que personaje público especialmente mimado por los medios de comunicación, acumula, gestiona detenta un inmenso poder simbólico (6). Nadie que ocupe tanto espacio mediático como él puede dejar de hacerlo. Juan Carlos ha ejercido y ejerce ese poder simbólico, con más o menos sutileza, a favor o en contra de determinados objetivos políticos. En estos treinta años lo ha utilizado, por ejemplo, para meter y mantener a España en la OTAN, para obstaculizar el desmantelamiento de alguna de las bases yanquis, para influir en la designación de los ministros de Defensa, para hacer negocios, para poner vaselina a la participación de España en la ocupación de Iraq o para intentar hacer las paces con Bush II —el Nerón del siglo XXI- tras la retirada de las tropas españolas de ese desgraciado país. Y éstos sólo son unos pocos ejemplos significativos. Otro dato a tener en cuenta es la sobreprotección constitucional, penal y mediática del rey y su familia, a pesar de que —según se empeñan en repetir sus hagiógrafos― carecen de poder y ocupan cargos políticamente irrelevantes. Nunca nadie tan supuestamente irrelevante ha recibido tanta protección. De hecho es más fácil reformar el Tribunal Constitucional que la parte de la Constitución que consagra la escandalosa discriminación que padecen las mujeres de la familia Borbón. Y es mucho más «barato», penalmente hablando, mofarse del presidente de gobierno, de los diputados o de los presidentes autonómicos, que de la familia real. Lo que significa que resulta más gravoso burlarse de los cargos no electos que de los que se ejercen por haber ganado unas elecciones, un dato que debería inquietar a todos los demócratas de verdad.

A los defensores de la tesis del rey decorativo les gusta repetir aquella frase tan manida, según la cual el rey de una monarquía parlamentaria «reina pero no gobierna». Conviene reflexionar en serio sobre que eso también significa que el rey «no gobierna, pero reina». La legión de profesores, políticos y periodistas que insisten en presentar a la familia real como parte de la ornamentación del Estado tienden a despreciar, silenciar u ocultar otra interpretación posible sobre la posición constitucional del monarca: la del rey como un schmittiano guardián de la Constitución que es, al fin y al cabo, lo que dice el artículo 61 que debe ser el rey. Ésa es la opinión de Miguel Herrero de Miñón, uno de los redactores de la Ley de leyes y, si hemos de hacerle caso, el responsable principal de la redacción del Título II dedicado a la Corona. Según Herrero, la Constitución atribuye al rey la función de ser el «magistrado para el estado de excepción» que, en supuestos de crisis institucional grave, puede recurrir al ejército para hacer frente a «toda amenaza a la existencia misma de la Nación» y a todo intento de «subversión» (7). Ser titular de una prerrogativa de esta naturaleza es detentar mucho poder. Herrero fundamenta esta prerrogativa en el juego combinado del artículo 62h, el artículo 61 y el artículo 8, el ignominioso artículo 8.

El ejército en la transición

El artículo 8 de la Constitución es consecuencia y reflejo de la función política que los militares desempeñaron durante la transición. De la misma forma que, según ese artículo, son ellos los custodios armados del ordenamiento constitucional —una función que necesariamente exige decidir cuál es la frontera entre lo constitucional y lo inconstitucional— también fueron ellos, como se ha apuntado más arriba, los que establecieron entonces los límites de la reforma del franquismo.

Hay una relación directa entre dicho artículo y el comunicado hecho público por el Consejo Superior del Ejército, el 12 de abril de 1977, para protestar por la legalización del PCE, en el que se mencionaban los asuntos que para los mandos militares no podían ser objeto de negociación en el proceso constituyente que se avecinaba. En la primera versión que se hizo circular de ese comunicado se decía abiertamente, además, que el ejército haría respetar esas exigencias recurriendo «a todos los medios a su alcance» (8) (lo que incluía, pues, los carros de combate). Esos asuntos innegociables eran: unidad de España, monarquía, bandera de los vencedores de la guerra civil y «buen nombre» de las fuerzas armadas.

Lo del «buen nombre» implicaba exigir amnesia colectiva –algo diferente a la amnistía ya pactada y decidida por entonces- sobre la responsabilidad de los militares conservadores en el acoso y derribo de la Segunda República, en el estallido de la guerra civil, en la participación española en la segunda guerra mundial al lado de Hitler, en el sostenimiento de la dictadura franquista y en la represión ejercida por ella. Esta última responsabilidad era directa, ya que durante el franquismo muchos delitos políticos se juzgaron por la jurisdicción militar (recuérdese los tristemente famosos «sumarísimos»), la Guardia Civil era y es un cuerpo militar y la policía armada y los servicios secretos siempre estuvieron dirigidos por oficiales del ejército. Los últimos fusilamientos del franquismo, por ejemplo, fueron penas impuestas en sendos juicios militares, al igual que la ejecución por garrote vil de Salvador Puig Antich y Hein Chez, que estaba en el trasfondo de la “La Torna“ de Els Joglars. La durísima reacción militar contra el estreno de esa obra teatral, que llevó a la cárcel a buena parte de la compañía en el otoño de 1977, se explica tanto por ser un acto de desobediencia a la Orden militar de amnesia colectiva, como, más en concreto, por el hecho de que quien inicia el proceso fue Francisco Muro Jiménez (9), ponente de la causa seguida en 1973 por el juzgado militar de Tarragona contra Hein Chez. El proceso, además, contó con el apoyo decidido del capitán general de Cataluña, Coloma Gallegos, que había sido ministro del Ejército en el gobierno franquista que dictó las penas de muerte contra Puig Antich y contra el que en el sumario aparecía como Hein Chez.

El juicio militar contra Els joglars fue una prueba fehaciente de la determinación de los mandos militares en tutelar todo el proceso de reforma del franquismo. Por entonces era habitual hablar de una democracia «vigilada» para describir la nueva situación política. No era ningún eufemismo. Hubo supervisión militar directa -y no es un ejemplo menor- de las primeras elecciones de junio de 1977. Un grupo de generales estuvo reunido durante toda la noche electoral en la sede del cuartel general del ejército en Madrid, para examinar con lupa los resultados de las votaciones a medida que éstos se iban conociendo. Mientras tanto, diversas unidades militares (incluida la División Acorazada Brunete) estaban acuarteladas y dispuestas para salir a la calle en cuanto recibieran la orden correspondiente (10). Los mandos militares, asimismo, participaron en la redacción de alguno de los artículos más sensibles de la Constitución como, sin ir más lejos, el artículo 2, que consagra «la indisoluble unidad de la Nación española” (11).

Más tarde, cuando ya se había aprobado la Constitución, cuando comenzaba el rodaje del Estado de las Autonomías y cuando todavía no se había decidido cuál debía ser la ubicación exacta de España en el bloque militar occidental, el Estado Mayor del ejército dio un golpe de timón al sistema político en la dirección señalada por los poderes nacionales e internacionales (12). Lo hicieron mediante el pronunciamiento del 23-F. En éste unos hicieron de policías «malos» y otros de policías «buenos». Entre ellos discutieron, Se engañaron, negociaron y, salvo en unos pocos casos, se acabaron perdonando los unos a los otros tras haber alcanzado los grandes objetivos en los que todos estaban de acuerdo, como, por ejemplo, la entrada de España en la OTAN O la necesidad de reconducir el sistema autonómico. Por otro lado, el 23-F tuvo el efecto de acoquinar a la sociedad española. Casi todo el mundo se hizo más sensato, moderado y conformista de lo que era antes de la asonada militar. Sólo hace falta pensar que millones de personas, sentimentalmente republicanas y de izquierdas, Se convirtieron en monárquicas o, al menos, en juancarlistas (13). No hay dato mejor para ilustrar el giro social conservador que propició el 23-F.

Con todo ello el ejército no hizo más que cumplir lo que Franco había prometido al presidente norteamericano Richard Nixon en 1971, a saber: que después de su muerte “el Ejército nunca permitiría que las cosas se escaparan de las manos» (14). Algo con lo que ya debía contar el presidente estadounidense, pues desde la firma del Convenio bilateral de Defensa, en 1953, muchos oficiales españoles ampliaban su formación militar en Estados Unidos y allí, de paso, se convertían en colaboradores de la CIA. A todos los efectos, la dirección política del ejército y el gobierno de Washington fueron de la mano durante todo el período de transición (15).

El rey y el artículo 8

El más ardoroso defensor de la inclusión del artículo 8 en la Constitución fue precisamente Miguel Herrero de Miñón. Este miembro de la Comisión Trilateral y brillante jurista es ahora Letrado Mayor del Consejo de Estado y forma parte de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1976 y 1977 fue Secretario general técnico del Ministerio de justicia y, como tal, colaboró muy activamente en la elaboración de la primera Ley de Amnistía, de la Ley para la Reforma Política y de la Ley electoral que, con algunos retoques, continúa vigente. También fue diputado por UCD, por Alianza Popular y por el Partido Popular, así como uno de los «siete padres» redactores de la Constitución. Su nombre apareció como posible ministro de Educación en la lista del “non nato” gobierno del general Armada, esto es, del gobierno que debía alumbrar el golpe del 23-F y que nunca vio la luz por culpa de la obcecación y cortedad de miras del teniente coronel Tejero.

En los debates constituyentes, Herrero defendió la introducción del artículo 8 en el Título preliminar de la Constitución, con la consecuencia de que su reforma o supresión sólo se puede hacer por el complicadísimo procedimiento del artículo 168. Lo justificó afirmando que en España el ejército, no sólo era un cuerpo de la administración, sino «algo más» (y esto lo dijo, seguramente, lanzando una mirada de complicidad a su auditorio).

Herrero ha escrito varias veces sobre ese artículo. Una de las últimas fue con motivo del escándalo provocado por las declaraciones del teniente general Mena. Lo hizo en una tribuna de El País el 23 de enero de 2006. Ahí repitió sus argumentos de siempre, algunos de los cuales eran de perogrullo desde una perspectiva democrática. Dijo, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional es quien debe dirimir en última instancia la constitucionalidad o inconstitucionalidad de cualquier cambio legislativo realizado por los cauces legales. O bien, que el ejército siempre debe estar sometido al poder civil porque es el gobierno, a tenor de lo prescrito en el artículo 97, quien dirige la política militar incluso en el supuesto que se declare el estado de sitio. Ahora bien, junto a estas perogrulladas, Herrero introdujo de refilón otra cuestión que pasó desapercibida a la mayoría de comentaristas y tertulianos. Recordó que cuando el gobierno estuvo secuestrado durante el 23-F, el ejército «bajo el mando supremo del Rey (art. 62h) estuvo a la altura de las circunstancias para restablecer, de inmediato, el orden constitucional amenazado».

Con ello Herrero hacía alusión, como quien no quiere la cosa, a que el artículo 8 tiene una relación directa con la Corona. En efecto: el rey, en tanto que jefe militar Supremo, también forma parte de ese ejército que es «algo más» y cuya misión interna es custodiar las esencias de la Constitución. Lo cual plantea un problema político de mucha enjundia: ¿qué tipo de relación jerárquica existe entre el gobierno elegido por el Parlamento y ese mando militar supremo, no elegido democráticamente por nadie, que también es guardián de la Constitución? Si fuera de subordinación, como se debería deducir del artículo 97, el rey sería un soldado más al servicio del poder civil y cuando va vestido de militar se debería cuadrar ante el presidente del gobierno y decirle algo parecido a aquello de «a las órdenes de usía». ¿Alguien ha visto alguna vez una escena semejante? Nunca hemos visto nada parecido ni lo vamos a ver. Herrero siempre ha dicho que, según la Constitución, el rey comparte el mando efectivo del ejército con el gobierno, pero no está subordinado a él. Los detractores de la tesis de Herrero en la doctrina constitucional, que son legión, sin atreverse a afirmar que el rey­soldado le debe obediencia al gobierno (a quien por otro lado, rizando el rizo, él debe moderar y arbitrar), han intentado remendar el desgarrón antidemocrático que es el artículo 8 con lo que se decía más arriba: con el argumento de que el mando militar del rey no es efectivo sino honorífico. Pero se trata de un parche muy mal cosido que, a lo largo de un cuarto de siglo, ni siquiera ha conseguido alcanzar el estatus de doctrina legal. En la última Ley de Defensa Nacional, aprobada a finales de 2005, se repite que el rey es el mando supremo de las Fuerzas Armadas, pero no se aclara si es honorífico o efectivo, algo que perfectamente se podía haber hecho.

Mientras no se derogue el antidemocrático artículo 8 y no se transfiera al presidente de gobierno o al ministro de Defensa en exclusiva la comandancia suprema del ejército (lo que incluye el mando efectivo, el honorífico, el eminente, el protocolario y cualquier otro que nos queramos inventar), no se podrá afirmar con verdad que el poder militar está totalmente sometido al poder civil; en otras palabras: mientras continúen vigentes los artículos 8, 62h y 61 de la Constitución, el militarismo continuará planeando sobre las cabezas de los ciudadanos del Ruedo Ibérico, ni que Sea como una amenaza latente.

Notas

1. Para una introducción al debate sobre el concepto de militarismo véase]. Lleixà, Cien años de militarismo en España, Anagrama, Barcelona, 1986, pp. 17-55.

2. Véase A. Pereda, La tropa atropellada, Revolución, Madrid, 1984, pp. 83-134.

3. Véase J. R. Capella, «La Constitución tácita», en Id. (ed.), Las sombras del sistema constitucional español, Trotta, Madrid, p. 22.

4. El País, 2 de octubre de 2005.

5. Véase, por ejemplo, G. Peces-Barba, «Boda real y Constitución», en El País, 16 de junio de 2004.

6. Véase P. Bourdieu en «Sobre el poder simbólico», en Intelectuales, política y poder, Eudeba, Buenos Aires, 2000, pp. 65-73.

7. Véase M. Herrero de Miñón, «Artículo 56. El Rey», en O. Alzaga (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978 V, Edersa, Madrid, 1996, p. 68.

8. Véase V. Prego, Así Se hizo la transición, Plaza & Janés, Barcelona, p. 663.

9. Véase AA.VV, El torn de La Torna, Edicions 62, Barcelona, 2006, p. 73.

10. Véase A. Martínez Inglés, 23-F el golpe que nunca existió, Foca, Madrid, 2001, pp. 37-59.

11. Véase]. M. Colomer, El arte de la manipulación política, Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 133-134.

12. Véase A. Grimaldos, La CIA en España, Debate, Barcelona, 2006, pp. 177-194.

13. Con el argumento de que el rey había «salvado la democracia». Sin embargo, su estrecha relación con el golpista Armada dejaba bastante margen para la duda a la hora de valorar su actuación. En el transcurso del juicio posterior quedó claro que el rey había dado su permiso a Armada para que acudiera a las Cortes, durante la tarde-noche del 23-F, a proponerse como presidente de un gobierno de concentración nacional. Véase A. Martínez Inglés, Op. cit., pp. 99-202; J. Palacios, 23-F: el golpe del CESID, Planeta, Barcelona, 2001, y F. Medina, 23-F: la verdad, Plaza & Janés, Barcelona, 2006.

14. Véase P. Preston, Franco, Grijalbo, Barcelona, 1994, p. 935.

15. Véase A. Grimaldos, Op. cit., pp. 65-83.


Extraído de Nostalgia de otro futuro: la lucha por la paz en la posguerra fría, José Luis Gordillo, Ed. Trotta (2009)

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