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Vannevar Bush

Cómo podríamos pensar

Cómo podríamos pensar

Biblioweb

Esta versión en español fue publicada en marzo de 2001, en el número 239 de la Revista de Occidente, dedicado a “El saber en el universo digital” y preparado por José Antonio Millán. Se publica ahora, cinco años después, por primera vez en Internet (en inglés está disponible desde 1994). Viene a cubrir la sorprendente ausencia en la Red de la traducción de un texto clásico, considerado por muchos como un precursor de la idea que, casi medio siglo después, dio lugar a la Web. Escrito en un momento muy significativo, a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando la alianza de la ciencia y el horror había alcanzado cotas antes nunca vistas (de la experimentación médica nazi a la bomba atómica), un científico, Vannevar Bush, plantea su misión en un mundo posbélico y, entre tantos sueños posibles, escoge uno: una máquina que ponga cualquier publicación del mundo encima del escritorio. ¿Cuál era la finalidad del sueño de Bush? Sencillamente: la creación intelectual. Su utopía contempla, sí, el acceso universal, pero al servicio de algo: el título de su manifiesto no fue: “Cómo conseguiríamos llegar a todo” sino “Cómo podríamos pensar” (As We May Think). Pues bien, la World Wide Web ha realizado el sueño de Bush hasta un extremo que ni siquiera él se había atrevido a imaginar.

La presente no ha sido una guerra única y exclusiva de científicos. Ha
sido una guerra en la que todos hemos desempeñado nuestro papel. Los
científicos, dejando a un lado su sempiterna competencia en aras de una
causa común, han compartido entre ellos muchas cosas y han aprendido
muchas otras, de modo que el trabajo compartido ha resultado
especialmente estimulante para todos. Sin embargo, en estos momentos en
que parece que el final de la guerra se aproxima, podemos preguntarnos:
¿a qué se dedicarán los científicos a partir de ahora?

Los biólogos y, en concreto, los investigadores médicos, se enfrentarán
ahora a un grado de indecisión más bien pequeño, pues la guerra apenas
les ha obligado a abandonar sus caminos habituales. De hecho, muchos de
ellos han podido continuar sus investigaciones en los mismos
laboratorios en los que trabajaban en tiempos de paz, y sus objetivos
continúan siendo los mismos que antes de la guerra.

Han sido, por el contrario, los físicos los que se han visto apartados
con más violencia de su camino habitual, los que han debido abandonar
sus investigaciones académicas para dedicarse a la construcción de
artilugios de destrucción, los que han debido concebir nuevos métodos
para llevar a cabo las inesperadas tareas que les han sido
encomendadas. Ellos han desempeñado el papel que les correspondía en la
fabricación de dispositivos destinados a derrotar al enemigo, han
trabajado en estrecha colaboración con físicos procedentes de países
aliados nuestros en el conflicto y han sentido la satisfacción de
alcanzar sus metas. En definitiva, todos los científicos han conformado
un gran equipo pero, ahora que la paz se aproxima, me pregunto si serán
capaces de hallar nuevos objetivos que se encuentren a la altura de su
valía.

1 


¿Cuáles han sido los beneficios que el ser humano ha extraído del uso
de la ciencia y de los instrumentos que su investigación ha dado como
fruto? En primer lugar, han aumentado su control sobre el entorno
material. Han mejorado su comida, su vestido y su vivienda, además de
aumentar su seguridad y liberarlo, al menos en parte, de las ataduras
de la existencia primitiva. Asimismo, le han proporcionado un creciente
conocimiento de sus propios procesos biológicos, de modo que lo han ido
liberando progresivamente de la enfermedad y han aumentado su esperanza
de vida. Al mismo tiempo, han arrojado luz sobre las interacciones de
sus funciones psíquicas y fisiológicas, otorgándole la promesa de una
mayor salud mental.

La ciencia ha proporcionado al ser humano formas veloces de
comunicación entre personas individuales, le ha permitido el
almacenamiento de las ideas y le ha otorgado la posibilidad de
manipular este archivo y extraer de él ideas, de modo que el
conocimiento evolucione y perdure a lo largo de toda la existencia del
género humano, y no sólo de la vida de sus componentes individuales.

Hay una enorme montaña de investigaciones científicas que no para de
crecer pero, paradójicamente, cada vez está más claro que hoy en día
nos estamos quedando atrás debido a nuestra creciente especialización.
El investigador se encuentra abrumado por los descubrimientos y
conclusiones de miles de compañeros, hasta el punto de no disponer de
tiempo para aprehender, y mucho menos de recordar, sus diferentes
conclusiones a medida que van viendo la luz. Sin embargo, podemos
afirmar también que la especialización resulta cada vez más necesaria
para el progreso y, como consecuencia, el esfuerzo de construir puentes
entre las distintas disciplinas resulta cada vez más superficial.

Profesionalmente, nuestros métodos para transmitir y revisar los
resultados de las investigaciones tienen varias generaciones de
antigüedad y, en la actualidad, han dejado de resultar adecuados a la
finalidad que persiguen. Si el tiempo adicional dedicado a escribir
obras científicas y el dedicado a leer las que han escrito los demás
pudiese ser cuantificado, la proporción entre ambos resultaría
sorprendente. Todos aquellos que intenten mantenerse al día del
pensamiento actual por medio de la lectura continua y detallada,
incluso restringiendo su elección a campos muy concretos del
conocimiento podrían llegar a sentirse profundamente desanimados si se
les demostrase, mediante cálculos, qué parte del esfuerzo realizado
durante los meses anteriores ya habrían tenido a su disposición. Sin ir
más lejos, las leyes de la genética que Mendel formulara se perdieron
durante toda una generación debido a que no llegaron a oídas de
aquellos científicos capaces de llegar a comprenderlas y difundirlas. Y
este tipo de catástrofe continúa repitiéndose en nuestros días y entre
nosotros: logros verdaderamente significativos se pierden entre el
maremágnum de lo carente de interés.

La dificultad parece residir no tanto en que cuanto publicamos resulte
irrelevante con respecto a la amplitud y variedad de las inquietudes de
hoy en día, sino en que las publicaciones han sobrepasado los límites
de nuestra capacidad actual de hacer uso de la información que
contienen. La suma de las experiencias del género humano está creciendo
de una manera prodigiosa, y los medios que utilizamos para
desenvolvernos a través de la maraña de informaciones hasta llegar a lo
que nos interesa en cada momento son exactamente los mismos que se
utilizaban en la época de aquellos barcos cuya vela de proa era
cuadrada.

Sin embargo, existen signos de un cambio en esta situación, un cambio
posibilitado por los potentes instrumentos que estamos comenzando a
utilizar. Células fotoeléctricas capaces de ver los objetos en un
sentido físico, fotografía avanzada que puede registrar lo que se ve e
incluso lo que no se ve, válvulas capaces de controlar potentes fuerzas
por medio del uso de una fuerza menor que la que un mosquito necesita
para mover sus alas, tubos de rayos catódicos que vuelven visibles
sucesos tan breves que, en comparación con los cuales un microsegundo
es un largo lapso de tiempo, combinaciones de relés que pueden llevar a
cabo secuencias de movimientos con mayor fiabilidad y miles de veces
más rápido que cualquier ser humano... Disponemos de infinidad de
ayudas de tipo mecánico por medio de las cuales podemos llevar a cabo
una transformación en los medios de científicos de archivo.

Hace dos siglos, Leibnitz concibió una máquina calculadora que contenía
gran parte de las características de los recientes dispositivos basados
en teclados. Sin embargo, Leibnitz no pudo materializar su idea, pues
la coyuntura económica de su época se lo impedía: en efecto, el trabajo
necesario para construir, en aquella época anterior a la de la
producción en masa, un aparato como el que Leibnitz concibió excedía
con mucho el trabajo que tal dispositivo podría ahorrar, puesto que un
uso lo suficientemente amplio del papel y el lápiz podría cumplir la
misma misión que su invención. Es más, la máquina que Leibnitz habría
construido en aquella época habría estado expuesta a frecuentes
averías, por lo que no se podría depender en absoluto de ella; en
aquella época, y durante muchas décadas, la complejidad y la falta de
fiabilidad eran sinónimas.

Charles Babbage, contando incluso con una generosa ayuda económica para
su época, tampoco pudo llegar a construir su gran máquina aritmética.
Su concepción era lo suficientemente sólida, pero los costes de
construcción y mantenimiento de un aparato como aquel resultaban
enormes por entonces. Y es que, aun en el caso de que un faraón del
antiguo Egipto dispusiese de diseños explícitos y altamente detallados
de un automóvil, y llegase a comprenderlos en su totalidad, habría
debido comprometer en la construcción de las miles de piezas que lo
componen todos los recursos de su reino, y el vehículo se habría
estropeado en su primer viaje a Giza.

En la actualidad, se pueden construir máquinas con piezas
intercambiables con gran economía de esfuerzo. Por compleja que sea su
concepción, las máquinas actuales funcionan con enorme grado de
fiabilidad. No hay más que pensar en la humilde máquina de escribir, en
la cámara de cine o en el automóvil. Los contactos eléctricos han
dejado de cortocircuitarse cuando hemos llegado a comprenderlos por
completo. Pensemos, si no, en el sistema telefónico de conmutación
automática que, a pesar de sus cientos de miles de contactos, resulta
altamente fiable. Una espira de metal que, encerrada al vacío en un
delgado contenedor de cristal, produce una luz brillante -el tubo o
válvula de cátodo caliente que se utiliza en los aparatos de radio- se
fabrica en la actualidad por cientos de millones de unidades, se
distribuye por todo el mundo en paquetes y, si se conecta al soporte
adecuado ¡funciona!. Su enorme cantidad de piezas, así como la precisa
situación y alineación necesarias durante el proceso de su construcción
habrían mantenido ocupado a un maestro artesano de los antiguos gremios
durante meses; sin embargo, hoy en día se fabrica por unos treinta
centavos la unidad. El mundo ha entrado en una era de dispositivos
complejos pero altamente fiables y económicos al mismo tiempo. Y de
ello se ha de derivar, necesariamente, alguna consecuencia.

2 


Para que un archivo resulte útil a la ciencia, ha de estar en continua
ampliación, almacenado en algún lugar y, lo que es aún más importante,
ha de poder ser consultado. En la actualidad, confeccionamos todo tipo
de archivos por medio de la escritura y la fotografía y, en menor
grado, por medio de la impresión. Pero también nos ayudamos de las
películas cinematográficas, de los discos fonográficos y de los cables
magnéticos. Incluso, en el caso de no aparecer nuevos medios para
confeccionar archivos, los existentes se encuentran sumidos en un
proceso de modificación y expansión.

Ciertamente, el progreso en el campo de la fotografía no va a
detenerse. Es ya inminente la aparición de nuevas lentes y de
materiales más rápidos, de cámaras más automáticas y de películas de
grano más fino, que contribuirán a la expansión de la idea de la
minicámara. Proyectemos a continuación esta tendencia en el futuro,
hacia un resultado si no inevitable al menos lógico. La cámara
fotográfica del futuro contendrá, en su parte frontal, un saliente de
un tamaño ligeramente mayor al de una nuez. Tomará fotografías de tres
milímetros cuadrados de superficie, que posteriormente deberán ser
proyectadas o ampliadas, algo que conlleva, en definitiva, una
reducción de tamaño a una décima parte con respecto a lo que existe en
la actualidad. Las lentes serán de foco universal y funcionarán a
cualquier distancia a la que se pueda acomodar el ojo humano sin ayuda
alguna debido, sencillamente, a su corta distancia focal. La cámara
fotográfica dispondrá, asimismo, de una célula fotoeléctrica en el
saliente de tamaño ligeramente mayor que un una nuez al que nos hemos
referido más arriba, similar a la que posee al menos una de las cámaras
existentes en la actualidad. Esta célula fotoeléctrica tendría como
misión ajustar automáticamente la exposición a una amplia variedad de
niveles de iluminación. La película fotográfica tendrá capacidad para
unas cien exposiciones, y el dispositivo para operar el disparador y
desplazar la película en el interior de la cámara quedaría
correctamente situado de una vez por todas en el momento mismo de
introducir la película. Ésta producirá sus resultados, sin duda alguna,
en color, y es posible que la cámara incluso sea estereoscópica, de
modo que registre las imágenes por medio de dos lentes separadas entre
sí a una cierta distancia, como si fuesen ojos de cristal, pues no
debemos olvidar que las mejoras en las técnicas estereoscópicas están a
la vuelta de la esquina.

El cable que opera el disparador de la cámara podría descender a través
de la manga de la persona que la maneja y llegar hasta sus dedos, de
modo que una ligera presión bastaría para tomar la fotografía. Uno de
los cristales de un par de gafas normales y corrientes podría tener
dibujado, en su parte superior para que no estorbase a la visión, un
pequeño cuadrado. Cuando un objeto apareciese dentro de sus límites, se
encontraría perfectamente encuadrado para ser fotografiado. Así, el
científico del futuro se movería libremente por su laboratorio o por el
campo objeto de su estudio y, cada vez que se tropezase con algo
interesante de registrar, podría pulsar el disparador de su minicámara
para fotografiarlo con un apenas audible “click”. ¿Suena a fantasía?
Pues lo único de fantástico que en todo ello hay es la idea de poder
tomar tantas fotografías como pudiera resultar útil.

¿Seguirá existiendo la fotografía en seco? En la actualidad, este tipo
de fotografía se da en dos formas. Cuando Brady llevó a cabo sus
fotografías de la Guerra Civil estadounidense, la placa fotográfica
debía estar húmeda en el momento de la exposición. Hoy en día ha de
estar húmeda durante su revelado. Sin embargo es posible que, en el
futuro, no tenga por qué estar húmeda en absoluto. Existen desde hace
ya algún tiempo películas fotográficas que, impregnadas con una
emulsión diazoica, no necesitan ser sometidas al proceso del revelado,
por lo que la imagen es ya visible instantes después de haber sido
operado el disparador de la cámara. Una exposición a un gas amónico
destruye la emulsión que no ha sido expuesta y permite que la película
recién impresionada pueda observarse a la luz del día. En la
actualidad, este proceso es algo lento, pero habrá alguien que
conseguirá acelerarlo en el futuro porque con el grano de la película
no se dan problemas que puedan entretener demasiado a los científicos
encargados de la investigación de materiales fotográficos. En muchas
ocasiones resultará de gran utilidad ser capaces de disparar el
obturador de la cámara y ver la fotografía inmediatamente después.

Otro proceso de fotografía en seco en uso hoy en día es también lento y
más o menos torpe. Desde hace ya cincuenta años, algunos papeles
impregnados con ciertas sustancias químicas se vuelven oscuros en los
puntos en los que un contacto eléctrico los toca. Este cambio en la
apariencia del papel se consigue por la transformación química que el
campo eléctrico produce sobre una sustancia a base de iodo contenida en
la emulsión. Por ello, se ha utilizado para elaborar archivos o
registros: un puntero que se mueva por toda la superficie del papel
puede producir trazos en ella y, si el potencial eléctrico no se
mantiene estable en el tiempo, la línea va aumentando o disminuyendo de
grosor en concordancia con sus variaciones.

Este esquema de confección de registros se utiliza en la actualidad
para la transmisión de facsímiles. El puntero dibuja sobre la
superficie del papel una serie de líneas con pequeños espacios entre
una y otra. A medida que se mueve, el potencial eléctrico del puntero
va variando en concordancia con las variaciones de la corriente que, a
través de los cables telefónicos, va recibiendo del emisor que, a su
vez, ha ido convirtiendo en impulsos eléctricos las lecturas de una
célula fotoeléctrica dedicada a explorar el documento original. En cada
instante del proceso, la oscuridad de la línea dibujada en el papel del
aparato receptor es idéntica a la del punto de la imagen que la célula
fotoeléctrica está leyendo en el documento del emisor. Por tanto,
cuando el documento original se haya explorado en toda su extensión, se
habrá creado en un lugar remoto una copia idéntica a él.

Siguiendo este esquema, una célula fotoeléctrica podría observar, línea
a línea, una escena real análogamente a como lo hace una cámara
fotográfica. Este aparato se podría considerar, en realidad, como una
cámara fotográfica con la característica añadida, si se desea, de poder
tomar fotografías a una gran distancia. El proceso es lento y la imagen
pobre en detalles, pero constituye otra forma de fotografía en seco en
la que la fotografía está lista en el instante mismo de ser tomada.

Sólo alguien muy osado podría predecir que este proceso continuará
siendo torpe, lento y pobre en detalles en el futuro. No hay más que
pensar que, en la actualidad, los equipos de televisión transmiten
dieciséis imágenes por segundo de una calidad razonable. Y este proceso
sólo se diferencia del que acabo de describir en dos puntos
fundamentales: en primer lugar, el registro de la imagen se lleva a
cabo por medio de un rayo de electrones en movimiento en lugar de por
medio de un puntero, por la sencilla razón de que un rayo de electrones
se puede desplazar por la imagen a una velocidad mucho mayor que un
puntero. La otra diferencia se reduce al uso de una pantalla que brilla
momentáneamente cuando los electrones la alcanzan, en lugar de al de un
papel tratado o de una película fotográfica cuya superficie queda
alterada de manera permanente. La velocidad es necesaria en el caso de
la televisión, puesto que su finalidad es transmitir imágenes en
movimiento y no estáticas.

Si se utilizase una película fotográfica tratada en lugar de una
pantalla brillante y se permitiese al aparato que he descrito más
arriba transmitir una imagen aislada en lugar de una sucesión de
imágenes, obtendríamos como resultado una cámara rápida para fotografía
en seco. Sería necesario que la película tratada fuese más rápida en su
acción que los ejemplos presentes, pero es posible que llegue a serlo.
La objeción más seria, sin embargo, es que este esquema conllevaría el
tener que colocar la película en una cámara de vacío, puesto que el haz
de electrones se comporta con normalidad únicamente en un entorno
enrarecido. Esta dificultad podría superarse permitiendo al haz de
electrones actuar en uno solo de los compartimentos de una partición y
situando a presión la película en el otro, siempre y cuando esta
partición permitiese que los electrones se moviesen perpendicularmente
a su superficie y les impidiese esparcirse hacia los lados. Aunque es
cierto que de una manera algo tosca, tales particiones se podrían
construir en la actualidad y es muy poco probable que limiten el
desarrollo general de la técnica.

Al igual que la fotografía seca, la microfotografía aún tiene un largo
camino que recorrer. El esquema básico de reducir el tamaño de un
archivo, para examinarlo posteriormente mediante proyección en lugar de
a simple vista, contiene posibilidades demasiado amplias como para ser
ignoradas. La combinación de proyección óptica y reducción fotográfica
está produciendo ya algunos resultados en el terreno de los microfilms
para fines educativos, y sus potencialidades son altamente sugerentes.
Hoy en día, con el microfilm se pueden emplear reducciones de factor
lineal de uno a veinte sin que ello afecte a la claridad de la visión
cuando en material se amplia de nuevo para examinarlo. Los límites
vienen impuestos por el grano de la película, la excelencia en la
calidad del sistema óptico y la eficiencia de las fuentes de luz
utilizadas. Y todos estos factores están mejorando con gran rapidez.

Pensemos en la posibilidad de alcanzar un factor lineal de uno a cien
en el futuro e imaginemos también una película fotográfica del espesor
del papel, aunque también se podría usar otra más fina. Incluso bajo
tales condiciones, se daría un factor de reducción de diez mil a uno
entre el volumen del archivo ordinario en forma de libro y su réplica
en microfilm. Toda la Enciclopedia Británica cabría, pues, en el
interior de una caja de cerillas, y una biblioteca de un millón de
volúmenes podría caber en una esquina de nuestra mesa de escritorio.
Si, desde la invención de los tipos de imprenta móviles, la raza humana
ha producido un archivo total, en forma de revistas, periódicos,
libros, octavillas, folletos publicitarios y correspondencia
equivalente a mil millones de libros, todo esa ingente cantidad de
material, microfilmado, podría acarrearse en una furgoneta. Por
supuesto, la mera compresión no resultaría suficiente; no necesitamos
únicamente confeccionar y almacenar un archivo, sino también ser
capaces de consultarlo, y este aspecto de la cuestión lo trataré más
adelante. Incluso la más moderna gran biblioteca no se consulta de
manera general: sólo unos pocos se aventuran en pequeñas porciones de
ella.

La compresión, sin embargo, resulta de gran importancia cuando
abordamos la cuestión de los costes. El material para el microfilmado
de la Enciclopedia Británica costaría unos cinco centavos de dólar y
podría ser enviado por correo por otro centavo. ¿Cuánto costaría
imprimir un millón de copias? Si tenemos en cuenta que imprimir una
sola página de un diario, en una prensa rotativa y a gran escala cuesta
una pequeña fracción de un centavo de dólar, y que todo el material
contenido en la Enciclopedia Británica podría entrar en una hoja de
unos veintiuno por veintisiete centímetros, con las técnicas de
reproducción fotográfica del futuro los duplicados en grandes
cantidades podrían tener un coste aproximado de un centavo de dólar por
unidad, dejando los costes de material aparte. ¿Y la preparación de la
copia original? Esta pregunta nos conduce hasta el siguiente aspecto de
nuestra cuestión.

3 

En la actualidad, para introducir un registro en el archivo utilizamos
el método de ejercer presión con un lápiz o el de pulsar las teclas de
una máquina de escribir. Posteriormente, se da un proceso de
compilación y corrección, seguido de un intrincado proceso de
composición tipográfica, impresión y distribución. Respecto al primer
estadio del procedimiento, podemos preguntarnos “¿dejará el autor del
futuro de escribir a mano o a máquina para hablar directamente con el
archivo?”. En la actualidad lo puede hacer de manera indirecta,
hablando a una estenógrafa o a un cilindro de cera o cerámica, pero se
encuentran presentes todos los elementos para, si así lo desea,
conseguir que sus palabras habladas den como resultado directo un
archivo mecanografiado. Todo lo que necesita es utilizar los mecanismos
ya existentes y alterar su lenguaje.

En una reciente Exposición Universal, se mostraba una máquina
denominada Voder. Una señorita pulsaba las teclas del aparato, y éste
emitía palabras audibles y reconocibles. En ningún punto del proceso
entraban en función las cuerdas vocales humanas, pues las teclas se
limitaban a combinar vibraciones de origen eléctrico, que pasaban
posteriormente por un altavoz. En los Laboratorios Bell existe una
máquina opuesta o simétrica al Voder, que se denomina Vocoder, en la
que el altavoz se sustituye por un micrófono que captura el sonido. Si
se habla a través del micrófono, se puede observar cómo se mueven las
correspondientes teclas. Este podría constituir, pues, uno de los
elementos del sistema que estamos describiendo a lo largo de este
escrito.

El otro elemento sería el taquígrafo, ese en cierto modo desconcertante
aparato que podemos encontrar, por lo general, en ciertos
acontecimientos públicos durante los cuales una señorita pulsa
lánguidamente unas teclas mirando hacia la sala o hacia alguno de los
oradores con un aire inquietante. Mientras, del taquígrafo surge una
larga tira de material que refleja, en un lenguaje fonético
simplificado, todo lo que se supone que el orador ha dicho durante su
intervención. Esta larga tira de información ha de ser, posteriormente,
reescrita en un lenguaje ordinario, puesto que en su forma original no
resulta inteligible a los no iniciados. Si combinamos los dos
anteriores elementos, haciendo que sea el Vocoder el que opere el
taquígrafo, obtendremos como resultado una máquina capaz de escribir a
medida que se habla.

Nuestros lenguajes actuales no están especialmente adaptados a este
tipo de mecanización, es cierto. Resulta extraño que los inventores de
lenguajes universales no hayan concebido la idea de crear un lenguaje
que se adapte mejor a la transmisión y la grabación de nuestras
intervenciones habladas. La mecanización podría, sin embargo, forzar su
creación, en especial en el terreno de los estudios científicos, con lo
cual la jerga científica se convertiría en algo aún menos inteligible
para el profano en la materia.

Podemos crearnos ya una imagen mental del investigador del futuro
trabajando en su laboratorio. Nada le ata a un punto concreto del
espacio y sus manos están libres de modo que, a medida que se mueve por
su terreno de trabajo y lleva a cabo sus observaciones, va tomando
fotografías y realizando comentarios. La hora queda automáticamente
grabada en ambos tipos de registro, para que exista un vínculo entre
ellos. Si el científico lleva a cabo un trabajo de campo, puede
mantenerse conectado a su grabadora por medio de ondas de radio. Con
todo ello, al llegar la tarde y revisar sus notas, la grabadora podría
registrar también sus comentarios para añadirlos al archivo del
proyecto. Este archivo, junto con todas las fotografías tomadas a lo
largo del estudio, podría ser miniaturizado para poder ser examinado
posteriormente mediante proyeccción.

Sin embargo, durante las investigaciones científicas, han de ocurrir
muchas cosas aparte de los procesos de recolección de datos y
observaciones, el de extracción de material del archivo existente y el
de inserción final del nuevo material en el cuerpo general del archivo
común. Ciertamente, no existe ningún substituto mecánico para el
pensamiento maduro; el pensamiento creativo y el pensamiento repetitivo
son muy diferentes, y para éste último sí existen, y podrán existir en
el futuro, potentes ayudas mecánicas.

Sumar una columna de cifras constituye un proceso ligado al pensamiento
repetitivo, y ya hace mucho tiempo que ha sido encomendado a las
máquinas. Es cierto que la máquina está controlada, en ocasiones, por
un teclado, y resulta necesario un cierto tipo de pensamiento para leer
las cifras y pulsar las correspondientes teclas, pero incluso éste es
prescindible, pues se han construido ya máquinas capaces de leer,
mediante células fotoeléctricas, series de cifras impresas. En estas
máquinas se combina la acción de las células fotoeléctricas que
exploran el texto impreso, la acción de circuitos eléctricos que
clasifican las variaciones eléctricas resultantes, y la acción de
circuitos de relés que interpretan el resultado para que la acción de
los solenoides presione la tecla correspondiente a la cantidad leída.

Todas estas complicaciones resultan necesarias debido a la torpe forma
en que hemos aprendido a escribir las cifras. Si las registrásemos de
manera posicional, simplemente mediante la disposición de un conjunto
de puntos en una tarjeta, los mecanismos automáticos de lectura
resultarían comparativamente más sencillos. De hecho, si los puntos
fuesen agujeros, podríamos utilizar las máquinas a base de tarjetas
perforadas que Hollerith creó para que le ayudasen en el recuento del
censo de los Estados Unidos y cuyo uso se encuentra, en la actualidad,
muy extendido en el ámbito del comercio, hasta el punto de que algunos
tipos de negocio a duras penas podrían funcionar en ausencia de tales
máquinas.

La suma es tan sólo un tipo de operación. Sin embargo, la computación
aritmética conlleva otras operaciones, como la substracción, la
multiplicación y la división, además de ciertos métodos para almacenar
temporalmente los resultados, para recuperarlos con el fin de
manipularlos y para presentar los resultados finales en forma impresa.
Las máquinas que cumplen tal finalidad son, hoy en día, de dos tipos:
máquinas de teclado para contabilidad y similares, en las que se
controla manualmente la introducción de datos y automáticamente su
funcionamiento, por lo general, teniendo en cuenta el tipo de operación
a realizar; y máquinas basadas en tarjetas perforadas en las que las
distintas operaciones son encomendadas a una serie de máquinas
diferentes entre las cuales se intercambian físicamente las tarjetas.
Ambos tipos resultan de gran utilidad pero, si tenemos en cuenta la
necesidad de llevar a cabo procesos de computación muy complejos, hemos
de afirmar que ambos se encuentran, aún, en forma puramente
embrionaria.

El recuento eléctrico rápido apareció muy poco después de que los
científicos comenzasen a considerar deseable el recuento de rayos
cósmicos. Para este propósito, los propios físicos construyeron
aparatos de válvulas termoiónicas capaces de contar los impulsos
eléctricos a una velocidad de 100.000 impulsos por segundo. Las
máquinas aritméticas avanzadas del futuro serán de naturaleza eléctrica
y funcionarán a una velocidad unas 100 veces superior a las actuales, o
quizá aún mayor.

Además, serán mucho más versátiles que las máquinas comerciales de hoy
en día, de modo que podrán adaptarse para abordar una amplia variedad
de operaciones. Estarán controladas por tarjetas o películas con
emulsión fotosensible, seleccionarán los datos y los manipularán según
las instrucciones que se les inserten, llevarán a cabo complejos
cálculos aritméticos a una velocidades mucho mayores y registrarán los
resultados de manera que resulten fácilmente accesibles para la
distribución o para una ulterior manipulación. Tales máquinas tendrán
un enorme apetito: una sola de ellas se alimentará de las instrucciones
que le haga llegar una sala entera llena de señoritas armadas de
teclados individuales, y producirá cada pocos minutos varias hojas de
resultados impresos. Siempre habrá abundancia de cosas que calcular en
los asuntos detallados de millones de personas dedicadas a tareas
complicadas.

4 


Sin embargo, los procesos repetitivos de pensamiento no se encuentran
confinados a cuestiones meramente aritméticas o estadísticas. De hecho,
cada vez que combinamos y registramos hechos según ciertos procesos
lógicos establecidos, el aspecto creativo del pensamiento entra en
juego únicamente en la selección de los datos y del proceso a emplear,
y la manipulación posterior es de naturaleza repetitiva y susceptible,
pues, de ser encomendada a una máquina. Sin embargo, más allá de los
límites de la aritmética, no se ha trabajado tanto en este terreno como
podría haberse hecho debido, fundamentalmente, a consideraciones
económicas. Las necesidades de las empresas y el amplio mercado que las
esperaba aseguró el advenimiento de máquinas aritméticas fabricadas en
masa en cuanto los métodos de producción resultaron lo suficientemente
avanzados para ello.

Con las máquinas para el análisis avanzado no ha ocurrido algo similar.
Para ellas nunca ha existido un amplio mercado puesto que los usuarios
de métodos de manipulación de datos constituyen tan sólo una pequeña
fracción de la población. Sin embargo, existen máquinas capaces de
resolver ecuaciones diferenciales, así como ecuaciones funcionales e
integrales. También hay numerosas máquinas especiales, como el
sintetizador armónico que predice las mareas. En el futuro habrá muchas
otras más que, al comienzo, serán poco numerosas y estarán en manos de
los científicos.

Si el razonamiento científico se redujese a los procesos lógicos de la
aritmética, no llegaríamos muy lejos en nuestro conocimiento del mundo
físico. Es como si se intentara explicar el juego del póker utilizando
solamente las matemáticas de la probabilidad. Es necesario tener en
cuenta, sin ir más lejos, que el ábaco, con sus cuentas incrustadas en
hilos paralelos, permitió a los árabes formular la numeración
posicional y el concepto de cero muchos siglos antes que al resto del
mundo, y fue una herramienta muy útil, hasta el punto de que se sigue
utilizando en la actualidad.

Hay un largo camino entre el ábaco y la moderna máquina calculadora con
teclado, y existirá el mismo trecho entre éstas y las máquinas
aritméticas del futuro. Pero ni siquiera estas nuevas máquinas
conducirán al científico al punto al que necesita llegar. Ciertamente,
se deberá asegurar la descarga sobre las máquinas del laborioso trabajo
que la compleja manipulación matemática detallada de los datos
requiere, si deseamos que el cerebro sea libre para abordar tareas
mucho más importantes que la mera transformación repetitiva y detallada
de los datos según reglas preestablecidas. Un matemático no es tan sólo
una persona capaz de manipular cifras -de hecho, muy a menudo no se le
da muy bien-. Tampoco se limita a llevar a cabo transformaciones de
ecuaciones utilizando el cálculo infinitesimal. El matemático es,
fundamentalmente, una persona entrenada en el uso de la de la lógica
simbólica a un nivel muy elevado y, en especial, una persona que posee
un juicio intuitivo con respecto a la elección de los procesos de
manipulación a emplear.

Todo lo demás, el matemático debería poder delegar en sus máquinas
aritméticas con la misma confianza con que utiliza el motor de
encendido de su automóvil. Sólo entonces serán efectivas las
matemáticas en la aplicación del creciente conocimiento de la física
atómica a la solución de problemas procedentes de los terrenos de la
química, la metalurgia o la biología. Por esta razón, aún están por
llegar máquinas que permitan a los científicos manejar cuestiones
matemáticas avanzadas. Algunas de tales máquinas serán lo
suficientemente extrañas como para conformar al más fastidioso
conocedor de los actuales artefactos de nuestra civilización.

5 


El científico, no obstante, no es la única persona que manipula datos y
examina el mundo que le rodea utilizando procesos lógicos, aunque sí es
cierto que en ocasiones preserva esta apariencia acogiendo bajo este
término a cualquiera que pueda ser considerado como una persona lógica,
de una forma muy similar a aquella en la que un líder sindical
británico puede ser elevado a la categoría de caballero. En todos
aquellos momentos en que se utilicen procesos lógicos de pensamiento
- es decir, siempre que los pensamientos discurran por una senda
aceptada- existe una oportunidad para la máquina. La lógica formal
solía ser un buen instrumento en manos del profesor que intentaba
educar las almas de sus alumnos. En la actualidad, resulta posible
construir una máquina capaz de manipular premisas según una lógica
formal mediante el uso, sencillamente, de circuitos de relés.
Efectivamente, con sólo introducir en el dispositivo un conjunto de
premisas y accionar una manivela, éste puede extraer una conclusión
tras otra. Todas ellas estarán de acuerdo con la ley lógica, y no se
darían más errores de los que se podrían dar en una máquina calculadora
de teclado convencional.

La lógica se puede convertir en algo enormemente dificultoso, por lo
que podría resultar útil aumentar el nivel de seguridad en su uso. Las
máquinas para el análisis de alto nivel han sido, por lo general,
aquellas capaces de resolver ecuaciones, pero ya han comenzado a
aparecer ideas para la creación de máquinas capaces de transformar
ecuaciones y capaces, por tanto, de reorganizar la relación expresada
por una ecuación según una lógica estricta y bastante avanzada. El
progreso se ve inhibido por la excesivamente tosca manera en que las
matemáticas expresan tales relaciones, puesto que emplean un simbolismo
que surgió como de la nada y que resulta muy poco coherente, algo
verdaderamente extraño en un campo por lo general mucho más lógico.

Un nuevo simbolismo, probablemente posicional, debería preceder,
aparentemente, a la reducción de las transformaciones matemáticas a
procesos maquinales. Por tanto, la aplicación de la lógica a los
asuntos cotidianos va más allá de la estricta lógica de las
matemáticas. En el futuro podríamos extraer argumentaciones de una
máquina con la misma facilidad con la que hoy en día introducimos las
ventas en una caja registradora. Sin embargo, una máquina de lógica no
tendrá el mismo aspecto que tienen las cajas registradoras en la
actualidad, ni siquiera los modelos de líneas más modernas.

Y lo mismo ocurre con la manipulación de las ideas y su introducción en
un archivo. En este aspecto, podemos afirmar que las cosas han ido
empeorando con el tiempo, pues somos capaces de continuar ampliando la
extensión del archivo sin apenas ser capaces de consultarlo. La
consulta de un archivo de tal envergadura no se limita, ciertamente, a
la mera extracción de datos para la investigación científica, sino que
está más bien en relación con todo el proceso por medio del cual el ser
humano aprovecha su herencia de conocimientos adquiridos. La acción de
mayor importancia es la selección, y sobre ella es sobre la que nos
detendremos seguidamente. Podemos tomar en consideración millones de
pensamientos de gran valor y la suma de la experiencia sobre la que se
basan, todo ello encerrado en los muros de piedra de las formas
arquitectónicas aceptables pero, si el erudito, tras metódicas
búsquedas, no puede acceder más que a uno de ellos por semana, es más
que probable que sus síntesis no puedan estar a la altura de las
exigencias de su época.

La selección, en su sentido más amplio, es como un hacha en manos de un
ebanista. Sin embargo, en un sentido estricto y en otras áreas, se han
llevado a cabo avances a este respecto. Así, el personal administrativo
de una empresa puede colocar en el interior de una máquina de selección
varios miles de tarjetas perforadas que contienen los datos de los
empleados, establecer un código según una convención acordada y, tras
un breve periodo de tiempo, recibir una lista de todos los empleados
que, por ejemplo, viven en Trenton y hablan español. Incluso tales
dispositivos resultan demasiado lentos a la hora de hacer coincidir
unas huellas dactilares concretas con una sola de las contenidas en un
archivo de cinco millones de ellas. Los dispositivos de selección de
este tipo verán aumentada su velocidad de revisión de datos que,
actualmente, es de unos pocos cientos por minuto. Con el uso de
microfilms y células fotoeléctricas, esta velocidad llegará alcanzar
las mil comprobaciones por segundo, y se podrá obtener una copia
impresa de duplicados de los elementos seleccionados.

Este proceso, no obstante, es una selección simple: se desarrolla
examinando uno a uno, y sucesivamente, los elementos de una amplia
colección y escogiendo aquellos que cumplen ciertas características
especificadas de antemano. Existe una forma de selección que puede
quedar mejor ilustrada por el ejemplo del sistema telefónico de
conmutación automática. Cuando uno marca un número telefónico, la
máquina selecciona uno de entre un millón de posibles números de
destino. Pero no lo hace considerando todas y cada una de las posibles
combinaciones, sino que presta atención únicamente a la subclase
definida por la primera cifra del número marcado para, posteriormente,
centrarse en la subclase definida por el segundo dígito, y así
sucesivamente hasta conectar con el terminal marcado. Este proceso dura
unos pocos segundos, aunque podría ser acelerado si hubiese razones
económicas que así lo aconsejasen. Si esto fuese así, se podrían
sustituir los conmutadores mecánicos por conmutadores basados en
válvulas termoiónicas, de modo que el proceso de selección podría
llevarse a cabo en tan sólo una centésima de segundo. Y sin duda,
aunque nadie querría gastar la cantidad de dinero que esta sustitución
de conmutadores requeriría, la idea es aplicable a cualquier otro
terreno.

Tomemos, por ejemplo, el caso prosaico de unos grandes almacenes. Cada
vez que se realiza una compra, se debe desencadenar una serie de
procesos. Así, el inventario ha de ser revisado, el vendedor debe
anotarse la venta, las cuentas generales del establecimiento han de
reflejar la operación y, lo más importante de todo, se ha de cobrar su
importe al cliente. Hasta la fecha, se ha llegado a desarrollar un
dispositivo centralizado por medio del cual se puede llevar a cabo gran
parte de estas tareas, y que funciona del siguiente modo: el vendedor
coloca en una lugar adecuado del sistema la tarjeta identificativa del
cliente, su propia tarjeta identificativa y la tarjeta identificativa
del artículo objeto de la venta, todas ellas tarjetas convenientemente
perforadas. Cuando acciona una palanca, tiene lugar una serie de
contactos eléctricos a través de los agujeros de las tarjetas que
indican a la máquina central el tipo de operaciones que ha de realizar,
tras lo cual se imprime un recibo que el vendedor habrá de entregar al
cliente.

Pero es posible que existan diez mil clientes con cuenta abierta en los
grandes almacenes por lo que, para que todo el proceso pueda tener
lugar, es necesario que alguien de la oficina central seleccione la
tarjeta perforada apropiada y la introduzca en el lugar adecuado. Ahí
es donde entraría en juego un sistema de selección rápida que, en un
instante o dos, situase la tarjeta apropiada en el lugar adecuado y la
devolviera, tras la venta, a su lugar de procedencia. Y aún surge otra
dificultad: alguien debe leer el total que aparece en la tarjeta, de
modo que la máquina pudiese añadir a éste el precio del artículo recién
comprado. Por ello, se puede imaginar la posibilidad de que las
tarjetas estuviesen cubiertas de película fotográfica seca, del tipo
que he descrito más arriba, de modo que los totales podrían ser leídos
por una célula fotoeléctrica y actualizados mediante un haz de
electrones.

Las tarjetas podrían estar miniaturizadas y ocupar muy poco espacio.
También deberían poder trasladarse a gran velocidad, aunque no sería
necesario que recorriesen largas distancias, únicamente aquella que
separa su lugar de almacenamiento del lugar en que pueden ser leídas
por la célula fotoeléctrica y modificadas por el dispositivo de
registro de datos. Estos podrían inscribirse en una notación posicional
a base de puntos, y se podría construir una máquina que, a final de
mes, leyese las tarjetas e imprimiese una factura a nombre de cada uno
de los clientes. Mediante el uso de válvulas, que evitan el uso de
piezas mecánicas durante el proceso de conmutación, se necesitaría muy
poco tiempo -tan sólo uno o dos segundos- para poner en uso cada
tarjeta concreta. Si se desease, el registro de los nuevos datos sobre
la superficie de ésta podría llevarse a cabo por medio de puntos
magnéticos dispersos en la lámina metálica, en lugar de por medio de
puntos que han de ser observados ópticamente, siguiendo el esquema que
Poulsen utilizó para registrar el habla en un alambre magnético. Este
método tiene como ventajas la simplicidad y la facilidad de borrado.
Utilizando la fotografía, sin embargo, se podría conseguir proyectar
una ampliación del resultado a distancia, por medio de procesos ya
utilizados en el terreno de las transmisiones televisivas, comunes hoy
en día.

También se podría tomar en consideración esta forma de selección rápida
y la proyección a distancia para otros fines. La posibilidad de ser
capaces de seleccionar una tarjeta de entre un millón y situarla frente
al operador en tan sólo un segundo o dos, con la posibilidad de
añadirle anotaciones, resulta muy sugerente. Podría resultar de
utilidad, por ejemplo, en nuestras bibliotecas. Pero esa es harina de
otro costal. Lo que sí me gustaría dejar claro es que se pueden crear
combinaciones entre unos elementos y otros. Por ejemplo, se podría
hablar ante un micrófono -de la manera que he descrito más arriba
cuando explicaba la máquina de escribir controlada por la voz- para
activar la selección a una velocidad imposible de alcanzar por
archivero alguno.

6 


El verdadero núcleo de la cuestión de la selección, no obstante, va más
allá de un retraso en la adopción de mecanismos por parte de las
bibliotecas, o de la falta de desarrollo de dispositivos para su
utilización. Nuestra ineptitud a la hora de acceder al archivo está
provocada por la artificialidad de los sistemas de indización. Cuando
se almacenan datos de cualquier clase, se hace en orden alfabético o
numérico, y la información se puede localizar (si ello resulta posible)
siguiéndole la pista a través de clases y subclases. La información se
encuentra en un único sitio, a menos que se utilicen duplicados de
ella, y se debe disponer de ciertas reglas para localizarla, unas
reglas que resultan incómodas y engorrosas. Y una vez que se encuentra
uno de los elementos, se debe emerger del sistema y tomar una nueva
ruta.

La mente humana no funciona de esa manera. La mente opera por medio de
la asociación. Cuando un elemento se encuentra a su alcance, salta
instantáneamente al siguiente que viene sugerido por la asociación de
pensamientos según una intrincada red de senderos de información que
portan las células del cerebro. Por supuesto, también tiene otras
características; los senderos de información que no se transitan
habitualmente tienden a disolverse: los elementos no son completamente
permanentes. La memoria, en definitiva, es transitoria. Y, sin embargo,
la velocidad de la acción, lo intrincado de los senderos y el nivel de
detalle de las imágenes mentales nos maravillan mucho más
reverencialmente que cualquier otra cosa de la naturaleza.

El ser humano no puede albergar la esperanza de replicar este proceso
mental de manera artificial, pero sí debe ser capaz de aprender de él
e, incluso, mejorarlo en algunos detalles menores, puesto que los
archivos confeccionados por el ser humano tienen un carácter
relativamente permanente. No obstante, la primera idea que se puede
extraer de esta analogía está relacionada con la selección, pues la
selección por asociación, y no por indexación, puede ser mecanizada.
Ciertamente, no podemos esperar que ésta iguale a la velocidad y la
flexibilidad con la que la mente sigue un sendero asociativo, pero sí
podría batir ésta, de manera decisiva, en cuanto a la permanencia y
claridad de los elementos resucitados de su almacenamiento.

Tomemos en consideración un aparato futuro de uso individual que es una
especie de archivo privado mecanizado y biblioteca. Como necesita un
nombre, y por establecer uno al azar, podríamos denominarlo “memex”1.
Un memex es un aparato en el que una persona almacena todos sus libros,
archivos y comunicaciones, y que está mecanizado de modo que puede
consultarse con una gran velocidad y flexibilidad. En realidad,
constituye un suplemento ampliado e íntimo de su memoria.

El memex consiste en un escritorio que, si bien puede ser manejado a
distancia, constituye primariamente el lugar de trabajo de la persona
que accede a él. En su plano superior hay varias pantallas translúcidas
inclinadas -visores- sobre las cuales se puede proyectar el material
para ser consultado. También dispone de un teclado y de un conjunto de
botones y palancas. Por lo demás, su aspecto se asemeja al de cualquier
otra mesa de despacho.

En uno de sus extremos se encuentra almacenado el material de consulta.
La cuestión del volumen de éste queda solucionada por el uso de un tipo
de microfilm similar al actual pero sobre el que se han introducido
ciertas mejoras, por lo que únicamente una pequeña parte del memex se
utiliza como almacén de material, el resto se dedica al mecanismo.
Incluso si el usuario fuese capaz de introducir en él 5.000 hojas de
material al día, necesitaría cientos de años para rellenar por completo
la zona destinada al almacenaje. Así que el usuario dispone de total
libertad para derrochar espacio e introducir en el memex todo el
material que desee.

La mayor parte de los contenidos del memex se adquieren en forma de
microfilm listo para ser almacenado en su interior. Libros de todo
tipo, imágenes, publicaciones periódicas y diarios se pueden ir
introduciendo cuando se desee. Del mismo modo, se puede introducir en
él correspondencia comercial u otra información de manera directa.
Efectivamente, en el plano superior del aparato hay una superficie
transparente sobre la que se pueden colocar notas confeccionadas a
mano, fotografías, memorándums y todo tipo de material informativo.
Cuando cada una de ellas se encuentra situada en el lugar apropiado, la
manipulación de una de las palancas hace que sea fotografiada en la
sección vacía de microfilm más próxima, por medio de la técnica de la
fotografía seca.

Se puede, por supuesto, consultar el archivo mediante el esquema
habitual de indizado. Así, si el usuario desea consultar un libro en
concreto, compone su código con el teclado y la cubierta del libro
aparece inmediatamente ante su vista, proyectada en uno de sus visores.
Los códigos utilizados con más frecuencia son de carácter mnemónico, de
modo que el usuario apenas ha de consultar su libro de códigos pero,
cuando así lo desea, la simple pulsación de una tecla lo trae ante su
vista. Además de la que acabamos de ver, el memex dispone de palancas
suplementarias. Cuando el usuario acciona una de ellas hacia la
derecha, puede recorrer con la vista el libro que está utilizando, pues
ante él aparece todo el contenido del libro, página a página y con la
velocidad suficiente para que pueda identificarlas fácilmente. Si
empuja la palanca aún más hacia la derecha, examina el libro de diez en
diez páginas y, si la empuja todavía más hacia la derecha, el libro se
le presentará de cien en cien páginas. Accionar la misma palanca hacia
la izquierda tiene exactamente el mismo efecto, sólo que las páginas
pasan en sentido contrario, es decir, hacia atrás.

Un botón especial le transfiere hasta la primera página del índice.
Cualquier libro de su biblioteca puede ser, por consiguiente, llamado y
consultado con una facilidad muchísimo mayor que si se hubiese de coger
de una estantería. Además, puesto que el aparato dispone de varios
visores, el usuario puede dejar fijo un libro en uno de los visores
mientras consulta otros en los demás. También puede añadir comentarios
o notas al margen, como si tuviera la página física ante sí, utilizando
las propiedades de uno de los posibles tipos de fotografía en seco, e
incluso puede hacerlo por medio de un sistema de estiletes de manera
similar al teleautógrafo2 que se puede ver en las salas de espera de las estaciones de ferrocarril.

7 


Todo lo que acabo de describir es bastante convencional, teniendo en
cuenta que se trata de una proyección en el futuro de los mecanismos y
artilugios varios de que disponemos hoy en día. No obstante, representa
un paso inmediato hacia la indización o archivado de tipo asociativo,
cuya idea básica consiste en posibilitar que cada uno de los elementos
pueda seleccionar o llamar, según nuestra voluntad, a otro elemento de
una manera inmediata y automática. Esta constituye la característica
esencial del memex; el proceso de enlazar dos elementos distintos entre
sí es lo que le otorga su verdadera importancia.

Cuando el usuario está construyendo una pista o sendero de información,
inserta los nombres correspondientes en su libro de códigos y los llama
mediante el teclado, tras lo cual aparecen delante de su vista,
proyectados en dos visores adyacentes, los dos elementos que desea
enlazar. Debajo de cada uno de ellos existe un cierto número de
espacios vacíos, y un puntero indica uno de ellos en cada uno de los
elementos. El usuario, con pulsar tan solo una tecla hace que los dos
elementos queden enlazados de manera permanente. En cada uno de los
espacios del código aparece la palabra del código. Fuera de la vista
del usuario, pero también en el espacio del código, se inserta un
conjunto de puntos que pueden ser leídos por una célula fotoeléctrica
y, en cada uno de los elementos, tales puntos indican el número de
índice del otro.

De ahí en adelante, cada vez que el usuario tenga ante su vista uno de
los elementos, puede llamar al otro instantáneamente, con sólo pulsar
un botón situado bajo el correspondiente espacio del código. Así,
cuando numerosos elementos han sido enlazados entre sí para conformar
un sendero de información, pueden consultarse unos tras otros, rápida o
lentamente según lo desee, utilizando unas palancas similares a las que
se usan para pasar las páginas de un libro. Ello es exactamente igual
que si los distintos elementos físicos hubiesen sido reunidos,
partiendo de fuentes muy separadas entre sí, y encuadernados para
conformar un nuevo libro. Y todavía es algo más que eso, pues cada uno
de los elementos puede pertenecer, a su vez, a más de un sendero de
información.

El propietario del memex, pongamos por caso, está interesado en el
origen y las propiedades del arco y las flechas y que, en concreto,
está estudiando las razones por las que, al parecer, el arco de los
turcos, más corto que el de los ingleses, se mostró superior durante
las escaramuzas bélicas de la época de las Cruzadas. Almacenados en su
memex tiene, a su disposición, docenas de libros y artículos que
podrían resultarle útiles para llevar a cabo su estudio, por lo que,
para comenzar, consulta una enciclopedia en la que encuentra un
interesante aunque algo breve artículo que decide mantener proyectado
en uno de sus visores mientras, al mismo tiempo, consulta un libro de
historia y encuentra un elemento de su interés que decide enlazar con
el artículo de la enciclopedia. Y prosigue, de esta manera,
construyendo un sendero de información compuesto por muchos elementos
singulares. Ocasionalmente, inserta un comentario de su propia cosecha
y decide entre enlazarlo de manera directa al sendero principal que
está creando o de manera indirecta, enlazándolo con alguno de los
elementos concretos del sendero. Si, a lo largo de su investigación, al
usuario le parece lo suficientemente evidente que las propiedades
elásticas de los materiales disponibles en la época de las Cruzadas
guardaban una gran relación con las propiedades de los arcos, crea una
rama o sendero lateral o cruzado que transcurrirá a través de libros de
texto sobre la elasticidad de los materiales y tablas de constantes
físicas. Posteriormente, añade más notas propias para terminar de crear
un sendero de información que enlaza elementos de su interés en el
laberinto de la enorme cantidad de material que tiene a su disposición.

Los senderos de información creados con el memex no se disuelven.
Varios años después de concluida su investigación, en una charla entre
amigos, salen a colación las extrañas formas en las que los seres
humanos se resisten a las innovaciones, incluso a aquellas de vital
interés. Llegado a ese punto de la conversación, el propietario del
memex le manifiesta a su amigo que, a ese respecto, estudió tiempo
atrás el ejemplo concreto de la negativa de los europeos a adoptar el
arco corto de los turcos. De hecho, afirma, ha construido un sendero de
información acerca de ese preciso tema. La pulsación de una simple
tecla sitúa ante su vista el libro de códigos, y la pulsación de varias
teclas más sitúa en los visores de su memex el primero de los elementos
de su sendero de información. Accionando una palanca, se mueve por el
sendero según su voluntad y, al soltarla, se va parando en los
elementos más interesantes de su investigación o llevando a cabo
excursiones por senderos que se bifurcan del principal. Todo ello
constituye un sendero de información muy adecuado a la conversación que
estaban manteniendo y que despierta el interés del otro contertulio,
por lo que el propietario del memex activa el modo de reproducción,
fotografía todo el sendero de información y se lo pasa a su amigo para
que éste, a su vez, lo introduzca en su propio memex y lo enlace con el
sendero de información principal de éste.

8 


En el futuro aparecerán formas totalmente nuevas de enciclopedias, que
contendrán en su seno numerosos senderos de información
preestablecidos, y que podrán ser introducidas en el memex para ser
ampliadas por el usuario. Así, el abogado tendrá a su alcance las
opiniones y sentencias de toda su carrera, así como las de la carrera
de amigos y autoridades en la materia. El especialista en marcas y
patentes tendrá a su disposición toda la información relativa a
millones de patentes, en el seno de la cual habrá creado los senderos
que resulten del interés de sus clientes. El médico, sorprendido y
desorientado por la reacción de un paciente, accederá a los senderos
que creó en ocasiones en las que había estudiado casos similares, y
recorrerá rápidamente el archivo de los historiales clínicos de sus
pacientes, así como las referencias cruzadas a clásicos de la anatomía
y la histología. El químico que intenta la síntesis de un compuesto
orgánico, tendrá a su disposición, en su propio laboratorio, todo el
cuerpo de literatura relacionada con la química, con senderos de
información que siguen las analogías entre distintos compuestos, y
senderos cruzados que recorren sus comportamientos físicos y químicos.

El historiador, que tiene frente a sí la vasta historia de un pueblo,
establecerá paralelismos por medio de un sendero de información que
contiene paradas únicamente en los elementos más sobresalientes, y
puede seguir, en cualquier momento, senderos contemporáneos que le
conducen a través de toda la civilización existente en una época
determinada. Aparecerá una nueva profesión, la de los trazadores de
senderos, es decir, aquellas personas que encuentran placer en la tarea
de establecer senderos de información útiles que transcurran a través
de la inmensa masa del archivo común de la Humanidad. Para los
discípulos de cualquier maestro, la herencia de éste pasará a ser no
sólo sus contribuciones al archivo mundial, sino también los senderos
de información que fue estableciendo a lo largo de su vida, y que
constituirán el andamiaje fundamental de los conocimientos de los
discípulos.

De este modo, la ciencia puede poner en práctica las formas en las que
el ser humano produce, almacena y consulta el archivo de todo nuestra
género. Ciertamente, podría haber resultado más llamativo haber
señalado los instrumentos del futuro de una manera más espectacular en
lugar de, tal y como hemos hecho aquí, habernos ceñido a los elementos
que ya conocemos en la actualidad y que están presentando un rápido
desarrollo. Si bien es cierto que hemos pasado por alto,
deliberadamente, las dificultades técnicas de todo tipo que nuestra
descripción contiene, no lo es menos que hemos ignorado los medios, aún
desconocidos, que podrían acelerar el progreso técnico de una manera al
menos tan violenta como lo hizo la aparición de la válvula termoiónica.
Con la intención tanto de que la imagen que he descrito no resulte un
lugar común como de ceñirme a los patrones de la época actual,
resultaría útil mencionar tan sólo una de las posibilidades que se nos
presentan. Con ello no intento profetizar sino únicamente insinuar,
pues una profecía basada en una ampliación de lo conocido posee
sustancia, mientras que una basada en lo desconocido no constituye más
que una apuesta de carácter doble.

Todos nuestros pasos destinados a la creación o absorción de material
relacionado con el archivo mundial tiene lugar a través de alguno de
nuestros sentidos -el del tacto cuando operamos sobre las teclas, el
del oído o el del habla cuando escuchamos o hablamos, o el de la vista
cuando leemos-. Ahora bien, ¿sería posible que se pudiera establecer
una ruta más directa?

Sabemos que, cuando el ojo ve, toda la información se transmite al
cerebro por medio de vibraciones eléctricas que tienen lugar en el
canal del nervio óptico. Este proceso constituye una analogía exacta de
las vibraciones eléctricas que tienen lugar en el cable de un equipo de
televisión: captan la imagen por medio de células fotoeléctricas y la
transportan hasta la antena del emisor, que se encarga de transmitirlas
a la audiencia. También sabemos que, si tuviésemos la oportunidad de
acercar a ese cable los instrumentos apropiados, no necesitaríamos
tocarlo para captar las imágenes por medio de la inducción eléctrica y
poder reproducir la escena que está siendo emitida a través de él, de
una manera análoga a como se pincha una comunicación telefónica para escuchar su contenido.

Los impulsos que viajan a través del brazo de una mecanógrafa
transportan hasta sus dedos la información que llega hasta sus ojos u
oídos, con el fin de que los dedos pulsen la tecla adecuada. Por ello,
¿no podrían ser interceptadas dichas corrientes eléctricas, ya fuese en
la forma original en que la información llega hasta el cerebro o en la
maravillosamente metamorfoseada forma en que éstas llegan a la mano?

Mediante la conducción por los huesos somos ya capaces de introducir
sonidos en las conducciones nerviosas de las personas sordas que, de
ese modo, pueden llegar a oír. De la misma manera, ¿no sería posible
que llegásemos a aprender a introducirlos sin el engorro de
transformar, en primer lugar, las vibraciones eléctricas en vibraciones
mecánicas que, posteriormente, han de ser convertidas de nuevo en
vibraciones eléctricas? Mediante un par de electrodos situados sobre el
cráneo de una persona, somos capaces de crear electroencefalogramas, es
decir, representaciones gráficas de tinta sobre papel que guardan
cierta relación con los fenómenos eléctricos que tienen lugar en el
interior del mismísimo cerebro. Ciertamente, tales representaciones
gráficas nos resultan ininteligibles, excepto cuando indican grandes
disfunciones en los mecanismos del cerebro, pero ¿quién se atrevería a
establecer límites respecto al punto al que esta técnica podría llegar?

En el mundo exterior, todas las formas de inteligencia, ya estén
relacionadas con la vista o con el oído, han sido reducidas a
corrientes variables que recorren un circuito eléctrico para ser
transmitidas a puntos lejanos. En el interior del ser humano individual
se da el mismo proceso. Por consiguiente, ¿nos veremos siempre
obligados a pasar por el estadio de los movimientos mecánicos cuando
deseemos pasar de un fenómeno eléctrico a otro? Este es un pensamiento
muy sugerente pero apenas garantiza una predicción que mantenga el
contacto con la realidad y la inmediatez.

Presumiblemente, el espíritu humano se elevaría enormemente si fuésemos
capaces de consultar nuestro oscuro pasado y de analizar con más
completitud y objetividad los problemas presentes. El ser humano ha
erigido una civilización tan compleja que le resulta absolutamente
necesario mecanizar por completo sus archivos si desea llevar toda su
experiencia a su conclusión lógica en lugar quedarse bloqueado por
sobrecargar su limitada memoria. Sus excursiones conceptuales podrían
resultar más placenteras si pudiese recuperar el privilegio de olvidar
las múltiples cosas que no necesita tener a mano inmediatamente, aunque
sin renunciar a la seguridad de poder encontrarlas en el momento en que
le pudiesen resultar útiles.

Las aplicaciones de la ciencia han permitido al ser humano construir
hogares bien equipados, y le están enseñando a vivir saludablemente en
ellos. También han puesto a su alcance la posibilidad de empujar masas
de personas unas contra otras portando crueles armas de destrucción.
Por ello, también le puede conceder la capacidad de abarcar el vasto
archivo que se ha ido creando durante toda su historia y aumentar su
sabiduría mediante el contacto con todas la experiencias de la raza
humana. Es posible que perezca en un conflicto antes de aprender a
utilizar tan vasto archivo para su propio bien, pero interrumpir
repentinamente este proceso, o perder la esperanza en sus resultados,
constituiría un paso especialmente desafortunado en la aplicación de la
ciencia a los deseos y necesidades del ser humano.



Traducción: Ernesto Arbeloa3


*
Publicado en julio de 1945 en The Atlantic Monthly, precedido de la siguiente nota del editor: «Como Director de la “Office of Scientific Research and Development” [la Oficina para la Investigación y el Desarrollo Científico del gobierno de los Estados Unidos], el doctor Vannevar Bush coordinó a unos seis mil de los más prominentes científicos estadounidenses de la época en actividades destinadas a aplicar la ciencia al desarrollo de sistemas de armamentos. En este significativo artículo Bush presenta a los científicos un incentivo una vez que la guerra ha terminado, y les anima a dedicarse a la ingente tarea de hacer más accesible el inmenso y siempre desconcertante almacén de conocimiento de la raza humana. Durante años, las invenciones de la humanidad han servido para aumentar el poder físico de las personas y no su poder mental. Así, los martillos hidráulicos multiplican la fuerza de las manos, los microscopios agudizan la mirada y los motores de detección y destrucción constituyen los nuevos resultados, aunque no los resultados finales, de la ciencia. En este momento, explica Vannevar Bush, tenemos en nuestro poder instrumentos que, desarrollados de manera adecuada, pueden proporc
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