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Ensayo antibelicista del autor «El Jarama»

La hija de la guerra y la madre de la patria (Rafael Sánchez Ferlosio)

La hija de la guerra y la madre de la patria (Rafael Sánchez Ferlosio)

Os ofrecemos la tercera y última parte de«La hija de la guerra y la madre de la patria», el conjunto de ensayos en el que Sánchez Ferlosio aporta su singularísimo punto de vista a algunos temas de perpetua actualidad, como la educación o la guerra, sirviéndose en el empeño de una prosa beligerante y luminosa. La parte que encontráis a continuación («Campos de Marte») se dedica al doloroso y funesto tema de la guerra y la patria. en esta ocasión el autor analiza las elucubraciones y fundamentaciones que se utilizan para justificar la guerra, sirviéndose para ello tanto de las argumentaciones de Bartolomé de las Casas como de las declaraciones de
un George W. Bush enfebrecido tras los atentados del 11-S.


CAMPO DE MARTE

Rafael Sánchez Ferlosio

1. Tú lo has querido

Al que emprenda una guerra le convendría compenetrarse con la índole de juramento que tiene semejante decisión. El «juramento de victoria» ata la voluntad más que ningún otro compromiso imaginable; ningún otro sujeto se somete a una pérdida de libertad como la que padece tal juramentado. Así, cuando se dice que el guerrero «pone su vida en juego» por la victoria, ha de entenderse no sólo la llamada «vida física», sino también la llamada «vida moral».

La derrota es, literalmente, la muerte moral del derrotado; así lo entendían los generales romanos al combinar la muerte moral de la derrota con la muerte física que se daban -¿voluntariamente?- mediante el suicidio, que, a su vez, los samurais describían, significativamente, como «el honroso camino de salida». Japonés es también aquel refrán que expresa crudamente la pérdida de libertad, la cosificación de la voluntad -como una fuerza enajenada, impuesta desde fuera-, que comporta el juramento de victoria: «La espada que ha salido de la vaina tiene que matar». El aspecto de feroces antiguallas irracionales que toman hoy semejantes concepciones responde sólo a la actual dispersión de cierto punto de vista individual -el del patricio romano, el del samurai-, pero no a alguna impensable racionalización de la naturaleza de la guerra.

También el bandido que dice «La bolsa o la vida» hace total dejación de su libertad y se irresponsabiliza de su eventual reacción como si ésta quedase de pronto engranada en un resorte totalmente ajeno a su albedrío. A eso responde el que cuando tras la negativa del atracado dispara contra él, diga: «Tú lo has querido». Una costumbre inmemorial es capaz de disipar hasta la última sombra de extrañeza, pero no hay lógica que pueda hacer absurda o poner fuera de cualquier razón posible esta pregunta: «¿Cómo? ¿Que YO soy el responsable de lo que TÚ me hagas A MÍ?».

En el mismo orden formal ha de inscribirse la frase de Javier Solana, presidente de la OTAN: «Milósevic es el único responsable de lo que le pase a Serbia», donde ya ese terrorífico «le pase» connota lo ineluctable, enajenado de toda posible libertad humana, autóctono respecto de cualquier voluntad de hombres, como un rayo del cielo o un inexorable decreto del Altísimo: tal es el «juramento de victoria». Y, sin embargo, todos han visto claro y convalidado como real y racional que los Estados Unidos y la OTAN, una vez prospectada la amenaza y constatado el incumplimiento de la condición, no podían dejar de bombardear, porque desistir de ello «habría sido un suicidio». Pero lo que hay que preguntarse es dónde lo han visto claro, o en qué universo de supuestos, en qué estructura de la sociedad humana, dejar de ejecutar la amenaza apareja el suicidio, la autonegación y autoaniquilación del amenazador, o aun qué clase de autoaniquilación puede ser ésa. Dicho de otra manera, ¿cuánto de una determinada configuración del mundo se da por supuesto y se acepta al ver claro y reconocer como evidente que si los Estados Unidos y la OTAN no hubiesen ejecutado contra Milósevic y sobre Serbia la amenaza de bombardear habría sido un suicidio para ellos? O, finalmente, ¿qué figura de sujeto humano es la que pierde la libertad hasta el extremo mortal de no poder dejar de ejecutar la amenaza prospectada cuando el amenazado se niega al cumplimiento de la condición?

La pregunta en que se expresa la incertidumbre y la ambigüedad de la libertad humana está en hasta qué punto el Yo, ese bandido con trabuco, se niega a saber que aun después de no doblegarse el amenazado él sigue siendo responsable, en cuanto libre de ejecutar la amenaza o desistir de ello, o hasta qué punto, en cambio, ha dejado realmente de ser libre al extremo de no poder optar por el desistimiento. Por lo pronto, lo que enseguida se muestra claramente es que si fuese libre de elegir y renunciase a ejecutar la amenaza a pesar de la negativa del amenazado lo primero que entonces perdería no es sino su naturaleza de bandido: el bandido moriría, se habría suicidado en cuanto tal o tal vez, si es que quiere mirarse de este modo, habría caído asesinado por un hombre libre que estaba escondido tras el pañuelo con que los salteadores de caminos suelen taparse la cara hasta los pómulos. El punto decisivo estaría entonces en la fuerza de convicción con que se encarne un papel y se lleve un disfraz determinado, o sea en el grado de constricción con que el rol de bandido se imponga a la voluntad del actor que lo representa, ora aherrojando su libertad como una férula de hierro, ora envolviéndola, en cambio, con gasas malamente amañadas, cuya fuerza opresora suscite la desconfianza y la ironía del que las lleva: una reserva mental que pende como una constante amenaza de desenmascaramiento y por tanto de muerte moral sobre el bandido en cuanto tal. Pero en un Yo colectivo, como es una nación, la fuerza de convicción de la ficción que se encarna, la identificación con el papel representado -eso que llaman «identidad nacional»-, multiplica exponencialmente la constricción y la pérdida de la libertad. En una gran potencia como los Estados Unidos y una institución internacional como la OTAN, con millones de adscripticios de la gleba de esa aplastante autoridad histórica, armada de un trabuco que es toda una panoplia de imponente poder destructivo y un arsenal sin fondo, la proyección de la responsabilidad no puede responder sino al íntimo reconocimiento de la pérdida de cualquier último residuo de libertad, de una impotencia absolutamente insuperable, una vez proferida la amenaza, claro está, para dejar de ejecutarla.

La abyección que comporta una declaración como la de «Milósevic es el único responsable de lo que le pase a Serbia» consiste en inscribirse en una artificiosa construcción ideológica organizada ad hoc para poder rendir acatamiento a las constricciones de la Historia y encarnarlas con sus horribles consecuencias y al mismo tiempo pretender la propia inmunidad moral y aun arrogarse un acto de justicia y de virtud -más meritorio por ser de «dolorosa virtud»- y, en fin, salvar el alma. Max Weber, por lo menos, habría dicho: «Si crees que tienes que hacerlo, hazlo, pero entonces asume una responsabilidad que no puede ser de nadie más que tuya y carga con la culpa, porque la guerra es culpa». Lo abyecto está en la pretensión de estar enunciando una situación moral y racional, y, por lo tanto, una relación entre hombres, cuando en verdad sólo se describe una ciega y automática coordinación de causa-efecto, y, por lo tanto, una pura conexión mecánica entre cosas, como la que en el resorte del trabuco conecta el movimiento del gatillo con el saltar del percutor. Entre el amenazador y el amenazado en cuanto tales la relación humana se ha cosificado, ha perdido cualquier posible significación moral y racional, no sólo porque se ha puesto fuera de toda libertad humana, sino también porque va empujando cada vez más lejos toda posible libertad. Tan sólo Hannah Arendt ha acertado a sentir y a señalar, a partir de la lectura de El Proceso de Franz Kafka y en relación con las instituciones de Justicia, lo que tiene de aterradora la irreductibilidad de una Necesidad fijada por el hombre.

¿Quién es el que se habría suicidado?, o inversamente, ¿en qué universo y para qué sujeto era verdad que Milósevic sería el único responsable de lo que «le pasara a Serbia»? El ente despojado de toda libertad de ese universo, el sujeto aherrojado por la férula de semejante lógica implacable no es otro que «el hombre histórico». El hombre histórico es un producto de la guerra y no puede hacer que la guerra y la Historia sean como él quiera. «Pero es el único que hay», se me dirá; lo cual parece, en efecto, ser cada día más desesperadamente cierto, pero tal vez todavía no tan totalmente cierto como para aceptar que sea también el único que podría haber.

2. Medios sin fin

Nada más vano ni más fuera de lugar que ese constante jurar y perjurar «La ETA no se saldrá nunca con la suya», como gusta de repetir el presidente Aznar, puesto que el caso es que, en el sentido en que ahí se dice, la ETA no tiene ninguna «suya» con la que salirse. No se trata de que sus acciones sean medios inadecuados, inútiles o aun contraproducentes para el fin de la independencia de la patria, sino de que -tal como de la larga y obstinada repetición de un mismo presunto medio inmóvil, invariable como un martillazo sobre el mismo clavo, debería haberse inferido hace ya tiempo- el pretendido fin no es realmente, si alguna vez lo fue -que no lo creo-, el contenido activo y eficiente, el móvil operante que mantiene en marcha la acreditada fundación. Así que tampoco es que no se deba parlamentar con criminales, si es que hay razón de Estado; es que con los que no persiguen fines no hay sobre qué tratar.

El pretendido fin no es más que la figura ad hoc en que la pasión antagónica desnuda necesita determinarse y encarnarse. Las autorrepresentaciones ideológicas -en el sentido cabal de «ideología» como apariencia necesaria- no sólo han de cumplir su función racionalizadora y moralizadora, sino que tienen que fraguar en una irreductible convicción. Cuando los niños eligen el esquema del antagonismo para un juego de ficción, se muestran indiferentes al «realismo» de la representación y de los personajes encarnados: tanto les da «Yo era Ulises y tú eras Polifemo» como «Yo era Rommel y tú eras Montgomery», pero en las autorrepresentaciones y los héroes o númenes en que se subrogan y encarnan los sujetos del antagonismo etarra, la «memoria histórica» -por poco escrupulosa que pueda parecer su confección- ha de adquirir un poder de sugestión y convicción, una realidad mental, tan inapelable como la realidad material, cruenta, de las acciones perpetradas en el ejercicio del antagonismo. De ahí que la fe en la verdad de esa «memoria histórica» no pueda ser una creencia neutra y desapasionada, sino un compromiso juramentado con su inapelabilidad. Modelo de delirio de «memoria histórica» es el de los tanquistas del ejército israelí, que suben a jurar bandera a lo alto de Masada, cuajando su propia identidad, mediante una subrogación a dos mil años de distancia, nada menos que en el ectoplasma de los Zelotes.

No obstante, el complemento capital para blindar, contra cualquier razón y contra el mundo entero, la inapelabilidad de la autorrepresentación y la autoconvicción del antagonismo etarra es lo que Juan Aranzadi ha designado como «martirio-lógica abertzale», cuyo resorte explica de este modo: «Tan importantes o más que sus víctimas son sus mártires: los presos de ETA, y sobre todo sus muertos, son «testigos» irrefutables de la realidad, la importancia, la grandeza y la bondad (la sacralidad en suma) de la causa vasca. Los mártires de ETA [...] suscitan la adhesión ético-fideísta a su proyecto político: «la causa de estos hombres debe ser hermosa, justa y noble, puesto que tan heroicamente luchan por ella hasta la muerte»». Un quid pro quo según el cual ya no es la justicia de la causa la que justifica las hazañas y el martirio, sino éstos los que demuestran la justicia de la causa o, más aún, su santidad. Por lo demás, el argumento remeda el de las más viejas y acreditadas patrias: pocos discursos de jura de bandera dejarán de esgrimir como máximo título de legitimación el secular sacrificio, el «prix de sang», que ha costado la patria, un título que obliga como deuda de gratitud y deber de fidelidad.

El que los supuestos fines de una actividad antagónica acepten verse proyectados en una perspectiva remota y sine die no sólo envuelve en una bruma de especulación e incertidumbre el posible valor como objeto de conciencia o el poco aprensible aspecto de realidad mental de tales fines tal como estén ahora en la mente y la conciencia (naturalmente, para el que no crea saber perfectamente lo que dice cuando en contexto de historia de los pueblos se permite hablar de «proyectos sugestivos»), sino que, además, el propio hiato de distancia que se abre entonces entre la actividad concebida como medio y la representación invocada como fin ha de hacer totalmente inescrutable la deseable relación de congruencia y consecuencia entre esos términos aislados por tan amplio vacío. Pero el encadenamiento de detalle, la idoneidad de cada conexión en el interior de la secuencia de acciones singulares, la adecuación de la relación de causa-efecto entre opciones sucesivas y sin perder las miras vueltas hacia el fin, no fue cosa que le quitase ni un minuto el sueño al Padre de la Patria: «Nos lanzamos a la lucha dispuestos a no entretenemos jamás en discurrir para averiguar la posibilidad o la imposibilidad de los resultados. Bástenos el ver la justicia del fin y de los medios, para emprender la obra patria con la más inquebrantable resolución» (Sabino Arana, La ceguera de los bizkainos, 1894). La justicia del fin y de los medios, ya fuese de cada cosa por su lado o de ambas en conjunto, le eximía al Fundador de preocuparse de lo que es, por definición, consustancial de toda relación de medio a fin: la propia idea de «medio» connota la de «fin» precisamente en cuanto aquello que el medio hace posible y que es su resultado; desentenderse de la posibilidad del resultado le quita al medio su índole de tal. Las obras del antagonismo abertzale sólo son «medios» por declaración jurada de sus ejecutores; carecen de la índole pragmática de medios, pero son dedicadas a la patria, perpetradas en su nombre, ofrecidas en su altar. La relación está desviada desde el orden pragmático al simbólico, desde el plano de la acción y de la ética al del rito y el culto. Las obras de la ETA no son ’ medios para alcanzar la patria, pero son sacrificios sangrientos consagrados a sus númenes, y como actos de culto, se repiten, iguales a sí mismos, sobre un ara inmóvil. Así puede inducirse de una frase citada por Juan Aranzadi y atribuida a un etarra de nombre Pakito: «Hay que dar pedales constantemente para que la bicicleta no se pare», lo que sugiere al punto una bicicleta estática de esas que se usan para rendir culto al cuerpo sin salir de casa. El antagonismo abertzale es un antagonismo cultual o, por así decirlo, de ejercicio. Absolutizada redundantemente como puro instrumento de sí misma, la ETA «se sale con la suya» en cada acción lograda, porque en ella se cumple de manera plena y autosuficiente su sentido y contenido. En fin, dicho en figura, no hay duda de que la flor del abertzale es el narciso, pero un narciso que no trata de aplacar su sórdida e insaciable comezón masturbatoria mirándose reflejado en estanques de agua sino en charcos de sangre.

Tampoco Arzalluz se diría que persiga ningún fin con el perenne exacerbamiento de sus histriónicas declamaciones, con ese tono como de quien sintiera sobre sus espaldas el ingente peso del abrumadoramente cargado de razón. El antagonismo de ejercicio en que da la impresión de recrearse podría describirse, en cierto modo, como el síndrome inverso del que Sartre contaba de su tío Armand, que se sentía ser alguien por la aversión que le producían los ingleses; el yo de Arzalluz parece henchido de sí mismo, colmado de autocomplacencia, no ya por la aversión que él sienta contra otros, sino por la que él consigue provocar contra sí mismo. Y en esto no desmerece del Padre de la Patria: «¡Feliz, dichoso, si llego a tener muchos enemigos que lo sean de la Iglesia, muchos que lo sean de Bizkaia!»

3. Catarsis

1. En una vieja cinta, no más mala que todas las demás, titulada Cabaret, salía, sin embargo, una escena sumamente feliz: en un merendero al aire libre de una ciudad alemana, como a principios de los años 30, de pronto un adolescente de pantalón corto y camisa remangada, guapo y rubio como un ángel, se levantaba de entre sus compañeros y con voz angélica entonaba una canción que decía algo así como «El mañana es nuestro»; todas, las personas, de diferente edad y condición, que abarrotaban las mesas circunstantes se iban callando una tras otra y se volvían hacia el joven, primero sorprendidas y enseguida admiradas, para oírle la canción, a la que poco a poco, poniéndose a su vez en pie, unían sus voces, hasta que todo el merendero se convertía en un coro emocionado de «El mañana es nuestro». Representar de aquella forma el enorme poder de sugestión que consiguió el nazismo, hasta llevarse a la nación entera en pos de sí, me pareció un hallazgo afortunado y especialmente verosímil: el angélico adolescente no cantaba otra cosa que la purificación. El anhelo de purificación nace de un sentimiento de impureza mucho más amplio e indefinido que el que remite estrictamente a una culpa moral; un pueblo puede sentirse impuro por un estado de insatisfacción, de hastío o de rencor hacia sí mismo, o una difusa paranoia de malevolencia ajena; puede sentir como una culpa propia, o más bien una mancha de la que tiene que lavarse, hasta una humillación sufrida a manos de otros, como una vieja herida que se encona; entonces está indefenso y totalmente a merced de la seducción del ángel que le canta la purificación. Esta forma de encantamiento, arrobo y enajenación se me antoja semejante a la del diablo, salvo una diferencia relevante: el diablo se apodera de individuos, el ángel se apodera de colectividades; con todo, he recogido la palabra que se usa para aquél, designando el fenómeno «posesión angélica».

La posesión angélica ya la había visto en el oficial justiciero de La colonia penitencias la de Kafka, y Cabaret le dio un cuerpo más concreto; pero años más tarde encontré la misma palabra «posesión» referida también al nazismo en el psiquiatra Jung, en su artículo «Wotan», de 1936, o sea poco después de las fechas que fingía aquella cinta. Yo refería mi «posesión angélica» al mito cristiano del arcángel Miguel: Mika-El = «Espada de Dios», dado que el purificador actúa a veces copio exterminador; pero, si bien no puedo quitar el rasgo de lo angélico, en razón del innegable anhelo de pureza y purificación -que no se contradice con el exterminio-, en lo demás el mito germánico de Wotan, al que Jung hace agente de su «posesión», es mucho más certero. Jung concibe estos mitos como personificación de «poderes anímicos»: Wotan lo sería del furor teutonicus, pero no explica la índole de esos «poderes». Por si acaso, diré que yo no pienso en cosa tan contradictoria y peregrina como un «inconsciente colectivo»; sólo una mentalidad mágica puede concebir un fluido o prana o miasma espiritual que comunique y contagie las almas entre sí; yo no puedo pensar más que en delirios o hipertrofias de un medio tan externo y tan sensible como lo que los hombres tienen en común, la más ubicua y más inalienablemente impersonal de las cosas visibles e invisibles: la palabra. Sólo ella es capaz de apoderarse de una colectividad y enajenarla en posesión angélica.

Tampoco despliega Jung el enorme alcance ilustrativo de su mito (su texto no era más que un artículo), pues Wotan es, en efecto, bajo su nombre escandinavo de Odín, el señor de los «berserk», los guerreros «sin coraza, salvajes como perros y lobos» («Inglinga-saga», citada por Dumézil), a los que se atribuía titularmente el «furor de berserk»: ¿furor teutonicus? Los berserk reúnen la embriaguez, la orgiástica, la ascética, el éxtasis sanguinario, la homosexualidad, la asociación en fratrías y las pruebas iniciáticas, unión de rasgos que permitiría llamar a las SS «los berserk del nazismo», pero aunque en 1954 aún pervivía la tradición del duelo iniciático en las fratrías universitarias alemanas, tampoco puede excluirse una gran parte de recuperación literaria de los mitos. Huelga decir que ni fueron las SS, en modo alguno, los únicos Posesos de Wotan, ni todo el resto de los alemanes, por supuesto, se sintió un berserk.

2. Churchill, iluminado por la Astucia de la Razón en persona, vio al instante que con la guerra ya desencadenada, Francia rendida, y en el trance más tenebroso y amenazador para la Patria, no podía incitar al pueblo a lanzarse con arrojo a la tempestad de hierro y fuego anunciando un dorado horizonte imaginario de gloria y de victoria; los númenes germánicos habían dado al enemigo todo su furor teutónico, pero él removió el rescoldo de la ideología cristiana, la única de las concepciones de este mundo que le ofrecía el instrumento de catarsis del que podía ya esperar la salvación: el amor del sufrimiento. «Sangre, sudor y lágrimas», tres líquidos, nótese bien, que hacían un agua lustral de incomparable poder de purificación: sacrificio expiatorio ante la diosa Albión y sacrificio apotropaico ante la diosa Niké. Con tres palabras hizo sentirse en estado de gracia a la nación entera, dispuesta a aceptarlo todo desde aquel sentimiento de pureza y de inocencia, desde aquella ilusión de ingravidez angélica; ningún conjuro podría haber sido más redomadamente artero y eficaz.

¿No se trataba de ganar la guerra? -preguntaría un positivista-, pero no es esa mi cuestión, sino la índole perversa de la guerra misma y en primer lugar precisamente el que haya que ganarla y el que ganarla exija rebajarse a tal extremo de primitivismo, de indigencia mental y de superstición. El que no pueda hacerse otra cosa no trueca en bueno aquello único que es forzoso hacer. La catarsis es como un arrebato histriónico en que el actor se enajena ciegamente en el convencimiento de su propia ficción, cosa que sólo puede producirse en colectividad, porque su fuerza es la sinergia interanímica y su resorte el endoso y la subrogación de cada uno en todos los demás. Un antiguo cronista castellano describió esa sinergia de este modo: «Cuando los hombres son muchos ayuntados, ligeramente son de engañar», donde «engañar» abarca más que «hacer creer mentiras», vale también como sugestionar, seducir, enajenar; enajenarse justamente cada uno, por efecto de endoso, en la totalidad. De ahí que la guerra sea el estado de suprema plenitud de un pueblo en cuanto pueblo.

Pero donde más manifiesta su poder es en el éxtasis de la victoria, con su jánica faz de cumplimiento y de inauguración: cumplimiento, cual si no fuese el cesar del sufrimiento y la desgracia, sino el logro y culminación del más alto designio; inauguración, como si no se estuviese ante un campo de tumbas y de ruinas, sino ante un nuevo reino deslumbrante de vida y porvenir. Nada denuncia más el grado de embrutecimiento, perversión y necedad que aquella frase que suele aparecer tras la victoria y nadie llega a oír como un sarcasmo: «Hoy se abre ante nosotros una nueva Era». Un sentimiento de inocencia originaria, de primer día, de amanecer, que da el alcance de miseria extrema que la catarsis consigue producir.

4. Susan Sontag

No ha gustado en Norteamérica que la inteligencia de Susan Sontag no se descuide ni con tópicos al uso, como esa sucia jerga de «los valores» -comodín omnivalente-, sacando a la valentía de la moral: «virtud moralmente neutra», dice, lo cual implica tácitamente relegarla a las capacidades meramente instrumentales, al lado de la fuerza. Respecto de ésta, dice: ««Nuestro país es fuerte» nos repiten, cosa que al menos yo no veo tan plenamente confortante. ¿Quién puede dudar de que Estados Unidos es fuerte? Pero eso no es todo lo que tendría que ser». No obstante, el general retirado William G. Odon, a la pregunta de hasta dónde están dispuestos a llegar los EE.UU. con su respuesta, dice: «Hasta donde haga falta. Los terroristas y los que los ayudan han infravalorado nuestro poder y ahora van a saborear las consecuencias de tal atrevimiento», donde se ve cómo para él el agravio se ha desplazado de las muertes violentas producidas por el atentado para centrarse en la ofensa inferida al poder de la nación que ha osado desafiar; la ironía de fingir considerar como un error de los terroristas el no haber medido bien la magnitud del poder que ponían a prueba, que remata en la cláusula del «saborear», es la salida de un Maciste que, remangándose, espeta: «Ahora te vas a enterar de quién soy yo». Y aquí se advierte el componente de gratuidad del afán por la fuerza, tan ostensible en los norteamericanos. No se diría sino que el incesante incremento de la fuerza se hubiese desmandado de cualquier criterio de proporcionalidad con previsiones, incluso exageradas, de eventual necesidad y, en un proceso de autorrealimentación positiva, hubiese acabado en redundante necesidad de fuerza por la fuerza misma. En este olímpico nivel de gratuidad, el significado de la fuerza no puede ser ya más que demostrativo, ostentatorio, complaciéndose en prodigios tecnológicos, como ese superbombardero de a 36.000 millones de pesetas, o sea, 200 millones de dólares la pieza (y no entro aquí en si la producción de armamento es también una forma de «creación de riqueza», pues aún más que la sacra auri James me espanta la soberbia de la fuerza, que puede hacer a esa nación tan peligrosa como Carlos Fuentes estima que es su presidente actual). En eso viene a ponerse, por lo visto, el precio del B1 Spirit, versión perfeccionada del B2 Stealthy, cuya experimentación «en combate real» fue el 4° de los fines oficialmente declarados de la operación de Panamá, con el bombardeo del Barrio del Chorrillo, que -remedando al obispo de Béziers en la cruzada contra los albigenses: «Matadlos a todos, Dios conocerá a los suyos»- intentaba cazar allí a Noriega y dejó un número de muertos estimado (nunca se hizo un cómputo preciso) como entre poco menos de un tercio y poco más de dos tercios de los que se produjeron en el derrumbamiento de los dos rascacielos iguales de New York.

El glamour del bombardeo que, a mi entender, suscita lo que Sontag designa crudamente como «la lujuria que la opinión pública siente por los bombardeos en masa», consiste en su fisonomía de materialización sensible de representaciones figuradas del tipo de «machacar al enemigo»; dota a tales imágenes de un cuerpo plástico de objeto capaz de satisfacer directamente esa «lujuria». Ahora empiezan algunos con que los bombardeos no están siendo tan eficaces como se esperaba, pero ¿en qué eficacia están pensando? Aquí también, al señalar cómo la política de su país se ha convertido en «psiquiatría», la lucidez de Sontag da la clave para interpretar el verdadero fin de los bombardeos de Afganistán: su alta eficacia psicoterapéutica para las almas norteamericanas. Ya Kissinger sabía bastante de esto cuando trataba de sanar lo que él llamaba «autoflagelación» y restaurar «el sentimiento de autoafirmación nacional» con prevenciones como ésta, referida a Oriente Medio: «No podemos permitir que armamento americano sea derrotado por armamento soviético en una batalla importante».

Pero esta servidumbre del poder ejecutivo de tener que satisfacer constantemente los sentimientos de la opinión pública es resultado de la evolución de los procedimientos electorales, descrita por Max Weber (Economía y sociedad, 2.a parte, cap. IX, sección IX, § 4), que llegó a transformar la naturaleza de la democracia misma. Se trata de la conversión de los partidos en «empresas» análogas a las empresas comerciales, mediante el desarrollo de una «máquina» electoral, dirigida por el boss -«un empresario de tipo capitalista», que «no tiene «principios» políticos fijos, carece por completo de ideología y sólo pregunta ¿qué es lo que proporciona votos?»-, que conduce la campaña electoral hasta la «convención nacional» del partido, en la que se designa el candidato, y -dato especialmente relevante- «sin intervención de los parlamentarios». En la medida en que el candidato -y después presidente- queda puesto en contacto directo y exclusivo con el electorado, Weber designa la figura así surgida con el nombre de «democracia plebiscitaria».

El condicionamiento del poder ejecutivo que la democracia plebiscitaria impone en grado especialmente fuerte en los asuntos de política exterior es lo que en 1955 lamentaba Walter Lippmann como «democratización de la guerra y de la paz». Estos dos rostros de Jano los veía aherrojados de este modo: el primero por la denodada resistencia de la opinión pública frente a la perspectiva de una guerra, que sólo podía allanarse pintando al enemigo como «la encarnación viviente del demonio», o apareciendo él mismo de este modo (Pearl Harbor), cosa que esta vez ha venido ya dada por sí misma en la figura del presunto mandatario de la destrucción de los dos rascacielos iguales; pero esto, una vez logrado, endurecía a su vez el otro rostro de Jano: era imposible contentar al pueblo con cualquier paz que no significase el más total aplastamiento: «El pueblo -dice Lippmann- gusta de oír que cuando el enemigo haya sido forzado a una capi tulación sin condiciones, todo discurrirá como una nueva Edad de Oro; que esta guerra acabará con todas; que su victoria habrá salvado la civilización; que la cruzada convertirá a la democracia al mundo entero». Y cito estas palabras no tanto porque sean, de paso, curiosamente apropiadas para el trance actual, sino más bien porque los rasgos que dan del «populismo bélico» describen cabalmente la transfiguración de la guerra entre partes en guerra escatológica, que aproxima la democracia plebiscitaria al totalitarismo comunista o fascista, y porque insinúan también el efecto de «catarsis» que es propio de la guerra en general.

5. Berlusconi

El imperativo «Silete!» -«Callad»- con que en un diario italiano empezaba un artículo dirigido a los llamados «intelectuales» y referido a la entrada en guerra, días después aprobada por inmensa mayoría en el Parlamento, me recordó en el acto la antigua norma ya no me acuerdo si trapense o cartujana «Psalle et sile», que a su vez me hizo pensar que la condición del buen soldado también podría caracterizarse por marchar cantando y callando: callando, huelga decirlo, ante la voz de mando, y cantando, por supuesto, el himno de la patria. No hará tal vez un año, escribí este pecio: «La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra». La asoladora ola de patriotismo a todo tricolor y a todo volumen de himno de Mameli desatada por la ofrenda de soldados hecha por Berlusconi a George W. Bush para su contencioso con Afganistán, sentimentalmente apoyada coram populo -y sobre todo ad populum- por el jefe del Estado nada menos que desde Solferino y San Martino, no tiene, en efecto, otro motivo que la guerra.

Del general Lamarmora -léase esdrújulo-, además de una estatua ecuestre de bronce que campeaba entre las muchas que vi una tarde paseando por Turín, antigua capital del Reino de Cerdeña, todavía recuerdo de mi infancia -que aunque ya más remota de lo que yo querría, no creo que se remonte a aquellos tiempos- una coplilla que el populacho romanesco, siempre irreverente hasta con «lo más sagrado» y en la nobilísima estela de Pasquino y sobre todo de Gioacchino Belli, le habría sacado muy a destiempo y en puro despropósito: «Er general Lamarmora / ha detto allá riggina: / si uvoj vedé Trieste / compra ’na cartolina». Alfonso Ferrero di Lamarmora, creador de «i bersaglieri», cuerpo de infantería ligera, que desfilaba, por así decirlo, al trote y llevaba un sombrerito duro de charol con un penacho de plumas de gallo negras con reflejos de un verde pavonado, se me ha venido a las mientes porque fue el general que iba al mando de los 18.000 hombres que Víctor Manuel II o más bien su primer ministro, el conde de Cavour, le ofrendó a Napoleón III para la guerra de Crimea (1853-1856): dos mil de ellos se murieron por el cólera y 29 en su única batalla: la victoriosa jornada del Cernaia, que bastó para que Cavour se ganase la gratitud del Emperador, el cual le mandaría a su vez sus hombres y sus armas al Piamonte, decisivos para que el Reino de Cerdeña derrotase a los austríacos, primero en la batalla de Magenta y después, precisamente, en las de Solferino y San Martino, aunque no sin que Napoleón III se cobrase para Francia, según lo estipulado con Cavour en el acuerdo secreto de Plombiéres (1858), la soberanía de Niza y de Saboya. El caso es que el precedente venía como cantado para que en la ofrenda de tropas y de armas al presidente Bush los italianos viesen al conde de Cavour reencarnado, co’ rispetto parlando, en Berlusconi: «O sea que éste de hoy quiere ganarse, igual que aquel, un asiento a la Mesa de la Paz tras la victoria de los americanos en Afganistán». Pero al saltar de Cavour a Berlusconi han echado en olvido -o han pasado como gato por brasas sobre él- al eslabón intermedio: Mussolini. En efecto, cuando tras la letal victoria del famoso «Sichelschnitt», que acabó encajonando a los aliados en Dunkerque, las armas alemanas se revolvieron sobre Francia y la arrollaron, el mismo día en que el gobierno se veía forzado a abandonar París (10 de junio de 1940) el mariscal Badoglio, al que Mussolini le había dicho: «Tan sólo necesito algún millar de muertos para asegurarme un asiento en la Mesa de la Paz con los derechos de beligerante» (es un historiador muy documentado y al que creo escrupuloso, Alistair Horne, el que cita la frase entre comillas), entraba en Francia con 32 divisiones, donde es probable que la aspiración del Duce fuese la de cobrarse justamente Saboya y Niza, que el cambalache de Plombiéres había dejado fuera de la unidad de Italia. La frase de desprecio que la hazaña le mereció al presidente Roosevelt fue, según Horne: «La mano que empuñaba la daga acaba de clavarla en la espalda del vecino». El terceto de los que hacen ofrenda de sus hombres al más fuerte, mandándolos a morir en campo de batalla, para reservarse una silla ante la mesa de negociaciones, ahora está completo: Cavour, Mussolini, Berlusconi. «Así que de estos dos nombres, «guerra» y «paz», vienen usando como de monedas», dijo antaño Plutarco, y aún hoy se sigue usando para la guerra una expresión bancaria, como «dividendo de la paz», con la que el actual jefe del gobierno italiano debe de sentirse como en casa.

La dama que a su vez hace terceto con la guerra y la patria la convoca Marcello Veneziani en su artículo «La storia inevitable» (II Giornale, 8-XI-01): «Se han acabado para Italia las vacaciones respecto de la historia». Esta, en efecto, no bien oiga llamar a la guerra y a la patria, acudirá al instante al patio de armas, al igual que estas últimas se presentan siempre, en oyendo el nombre de la historia. Ya lo decía el llorado don Jacinto: «De la Guerra la Patria es la flor, la Historia el fruto». Pero no es dulce y paternal el tono con que apela Veneziani a «la dura realidad», es un tono de preceptor disciplinario en que no deja de entreoírse un sordo goce al anunciarles a los chicos que el recreo se ha terminado; y hay también una clara nota despectiva hacia «los que confiaban en que al cabo habríamos presentado un certificado médico para ser exonerados de la guerra afgana como dolientes de cardiopatía o por adolecer de corazón tierno»; de nada le sirve, después, la histriónica compunción del que sintiese tener que dar noticias poco gratas. Diametralmente opuesto es el sangriento sarcasmo con que Herman Hesse, al estallar la guerra del 14, se ensañaba, en su diario, con «la vuelta a la Historia Universal». Para un «realista» como Veneziani, la Historia es una instancia con poder supremo para legitimar cualquier objeto -la guerra, en este caso- como una necesidad incontestable, ya que «histórico», aun referido a lo actual, lo inminente o hasta lo venidero, trae ya en sí mismo la connotación de lo pasado, no como posición, sino como cualidad (mientras los sexos no son géneros gramaticales, sino funciones del cuerpo natural, por el contrario, pasado, presente y futuro sí que son inflexiones internas autorreferentes del decir, y no tiempos objetivos). «Nada volverá a ser como antes» se ha dicho tras el mortal atentado contra Norteamérica; pero la concepción del hecho como «histórico» supone, por el contrario, un imponente impulso para la confirmación y perpetuación de un mundo empedernido en una condición inmemorial. Si el hecho se ha erigido como «histórico», entonces todo seguirá siendo como antes, porque la historia es el paradigma de lo imperecedero. Cuando hoy se dice «apostar por el futuro», hay que saber que ese apostar marca la apuesta con el cuño de lo histórico, que connota la cualidad de lo pasado. «Lo histórico» es como mi monstruo ya engendrado, que siempre se está gestando en el vientre de su auténtica madre: la guerra: los aviones de guerra comprometidos por 36 billones de pesetas en el contrato de la Lockheed no entrarán en servicio hasta dentro de diez años; los 36 billones de pesetas dan ya por necesario que para entonces seguirán siendo necesarios. Bien lo sabía el refrán del samurai: «La espada que ha salido de la vaina tiene que matar», o el de la versión china: «Cuando la flecha está en el arco tiene que partir».

Agigantando el diabólico poder de su enemigo, el presidente Bush ha elevado la que tendría que haber sido una operación de policía a la categoría de Guerra Escatológica; y la extorsión mundial respecto de ésta, planteada con la fórmula característica de la mentalidad -por no decir «elementalidad»- americana «¿Tú de qué lado estás?», tiene abiertas las fauces del abismo escatológico en que ha corrido a zambullirse, en su grotesca vanidad de estadista, un mercader un tanto tiburón y por añadidura futbolero y hasta televisero, cogiendo al vuelo la ocasión de oro para dejar de hacer triste política y ponerse a «hacer historia», ¡oh, por supuesto, Historia Universal! En fin, volviendo al imperativo «Silete!», vendría a valer como una cata, un assaggio, de lo que podría tal vez sobrevenir, y que pondría en ridículo, por si no lo estuvieran ya bastante por sí mismos, a los apóstoles de lo políticamente correcto -demócratas de libertad proclamada y declamada a todas horas, pero no ejercida más que para cominerías, groserías y gorrinadas-, por el contraste con la corrección política, o más bien política de correccional, que podría llegar a imponerse para honor del sacro sacré- nombre de la Patria, que el trance de la guerra exige respetar.

6. Notas

(Sobre «razón instrumental») Los instrumentos son el paradigma de la idea de «sentido» entendida con arreglo a la concepción weberiana del sentido como lo propio de una «acción subjetivamente dirigida de modo racional con medios considerados -subjetivamente- idóneos para fines -subjetivamente- claros», donde el rasgo de subjetividad no sólo alude a que si no hay sujeto no hay sentido sino que apunta, correlativamente, a no excluir de la racionalidad acciones en las que la eficiencia del medio sea objetivamente errónea, como la de una medicina que no cura o aun la de las artes mágicas. En todos los instrumentos, desde un hacha paleolítica hasta una máquina moderna que se activa con botones, se da el rasgo común de tener un extremo en contacto con la mano y el otro con el objeto a transformar; entre éste y aquélla se interpone el instrumento en cuanto mediador eficiente de la acción y portador de su sentido, y sólo él tiene la forma funcionalmente idónea para tal o cual acción determinada. Por analogía con la noción de «campo sintáctico» de Bühler, llamaré a ese contexto determinado en que se inscribe un instrumento «campo metonímico», en la medida en que en instrumentos conocidos está expresado en la simple figura: la imagen de una cuchara dice inmediatamente: «comer sopa», la de una rotativa: «imprimir periódicos». Los instrumentos son cosas parlantes, en cuanto que «significan» su función y connotan la acción para la que sirven. La frase «Las armas no matan, la que mata es la gente», que los defensores de la National Riffle Association esgrimen como argumento, ignora o se empecina en ignorar la fuerte expresividad del campo metonímico de una pistola, con toda el aura de prestigio secular que la cultura nacional se complace en conservar y renovar constantemente, y que, por si fuera poco, irradia la poderosa sugestión de un instrumento que confiere al que lo empuña el mayor de todos los poderes: el poder de vida o muerte, con lo que mal podría dejar de ser una constante solicitación y hasta inducción al menos para conciencias elementales, infelices o indefensas. Aunque no fuesen las armas las que matan, sino el que las empuña, no sería, en todo caso, sin que la imagen presente o sólo mental de una pistola le haya estado gritando a voces noche y día tal vez durante días ,y días, meses o años «¡Mata, mata!», acaso hasta añadiendo: «¡Demuéstrales quién eres!».

(«El hierro por sí solo») Esa ceguera, a menudo voluntaria, que no ve cómo, en la violencia, las armas pueden invertir la ley biológica de que la función crea el órgano, rechazando la posibilidad de lo contrario: que sea el órgano el que cree la función, es la misma ceguera que, al menos desde Engels, en orden a la obcecada voluntad de racionalizar la historia, y por tanto la guerra, que es su pragma capital, se resiste con denuedo ante la mínima sospecha de que la mera existencia de las armas en sí misma pueda llegar a ser causa o tan siquiera concausa de la guerra; el rechazo responde al terror de que tal cosa significaría la más demoledora desautorización de la racionalidad de los motivos, por perversos que sean, de las acciones de los hombres. Pero bajo el imperio de «la razón instrumental», donde la racionalidad de la mera eficiencia en la relación de medio a fin -o lo que Schmitt, en el terreno de la razón de Estado, designaba como «tecnicidad»- ha suplantado la atención hacia la índole del fin en cuanto tal -sus buenas razones, su plausibilidad-, ya no puede excluirse que sea la fuerza sugestiva del campo metonímico de un instrumento, el aura de poder que irradia un arma, lo que se erija por sí solo en móvil suficiente de la acción. El viejo Homero ya sabía, al parecer, algo de esto: «El hierro por sí solo atrae al hombre».

(Esa mala pasión) La llamada «revolución hoplita», de hacia mediados del siglo VII a.C., surgió en la Hélade no sólo por efecto de cambios de orden político-social sino también del desarrollo de una panoplia de infantería pesada cada vez más idónea para el cuerpo a cuerpo; para éste nada más eficaz que un frente cerrado de guerreros unidos hombro con hombro, como una única barrera de escudos erizada de lanzas, conforme a la experiencia de que la simultaneidad no produce la suma de las fuerzas individuales sino esa multiplicación que se conoce como «efecto de sinergía». Pero si cambios de organización política y social han venido influyendo ya desde la Hélade en las formas de la guerra, también se han dado a su vez repercusiones en sentido inverso. Tras un sinfín de avatares y de alternancias entre infantería y caballería en la historia de la guerra, aquella táctica de infantería se recobró una vez más en el entresiglo XV-XVI. A partir de este renovado «pelear en ordenanza», como se llamó en Castilla desde Gonzalo Ayora (que en 1504, en el patio de armas del Castillo de la Mota, le hizo una exhibición de la «nueva» táctica —reaprendida de los landsquenetes- a doña Isabel de Trastámara), y en paralelo con la formación de los «Estados nacionales», la evolución de los ejércitos modernos dio lugar a que la sinergia corporal, cada vez más rigurosa en la disciplina militar, fuese desarrollando en todo el conjunto de la población esa especie de sinergia anímica que las guerras napoleónicas acabarían coronando en lo que hoy se concibe como «patriotismo». Formas de un sentimiento de la patria se han dado en todo tiempo; lo distintivo de la modernidad es que, a la par con la paulatina desaparición de las huestes mercenarias, las levas se fueron haciendo cada vez más «nacionales», hasta llegar a la conscripción universal obligatoria. Cuando el ejército es «La Nación en armas», el patriotismo, que siempre ha tomado sentido de la guerra, sufre la mutación correspondiente y adquiere toda la presión de unanimidad social mutuamente coercitiva que tan inequívocamente expresa esa primera persona de plural de La Marsellesa, tal vez la primera marcha militar que tuvo letra y que creó la institución del «Himno nacional». Nunca antes el patriotismo había sido pedagógicamente inculcado a todo el pueblo, con el himno, el escudo y la bandera como libros de texto, ni nunca tan imperativamente impuesto y exaltado, hasta llegar a tener toda la fuerza de sinergia anímica, que hizo hervir las relaciones internacionales del siglo XIX. Pero esa función sinérgica no sumativa sino multiplicadora, ahorma a su vez el patriotismo como una determinación no distributiva, sino participativa: de mil patriotas, ninguno será «patriota» por sí mismo, como ninguno es por sí mismo «mil»; de ahí que el patriotismo sea una pasión enajenada, ubicua, impersonal, y por tanto heterónoma, como lo es su correlato físico: la disciplina militar. Y, a propósito de ésta, nada confirma tanto la estrecha correlación entre sinergia anímica y sinergia corporal como el hecho de que, aun tras haberse vuelto totalmente inoperante en campo de batalla -digo bajo la forma de la falange hoplita o el pelear en ordenanza-, la sinergia corporal se ha conservado en la instrucción militar en calidad de ejercicio pedagógico con la función de inculcar a través del cuerpo el espíritu de la disciplina; y es justamente en esos ejercicios donde se oye -o se oía- la expresión más exacta de la idea de «sinergia» en la fórmula usual del instructor para exigir la sincronía: «Como un solo hombre». Y «como un solo hombre» es, en efecto, como exige el patriotismo que responda ante la guerra la nación entera. Los rasgos de pasión impersonal, enajenada, se manifiestan en cómo cualquier crítica a la patria, o sea a la nación en armas, provoca una reacción equivalente a la que se daría contra un particular que se sirviese conforme al albedrío personal de un bien inalienablemente declarado de dominio público, o contra el que se arrogase el derecho de mudar a su capricho el uso de un patrimonio jurídicamente sujeto al estatuto de propiedad común para usufructo colectivo, como la fuente de la plaza o la dehesa comunal. Tan intocable como éstas es la patria, de modo que también en retaguardia la anónima unanimidad del patriotismo lo hace una fuerza ubicuamente constrictiva y hasta amenazadora: el que «se sale de las filas» -ya se entiende que aquí en materia de opinión- se ve acusado de «derrotista» o incluso incriminado de «traidor». Como la objetividad de Chomsky las veces que se escora lo hace siempre hacia el costado contrario a las autoridades, acciones o actitudes del país, bien se puede confiar en su palabra cuando asegura que la libertad de prensa sigue gozando de un respeto omnímodo -cosa distinta es que el gobierno o el Pentágono restrinjan el acceso hacia las fuentes de información-, de manera que las recriminaciones de «antipatriotismo» proceden de la propia población; en ésta el patriotismo puede llegar a ser tan extremoso -siempre según el primitivismo americano del «¿Tú de qué lado estás?»- como en el caso de un periódico que recibió hasta 550 cartas de protesta por haber publicado la fotografía de un niño de pecho presuntamente muerto en un bombardeo americano. Pero aun en tiempos de paz ya se dio el caso de que en una exposición que celebraba el cincuentenario de la bomba atómica un grupo de ex combatientes exigiese y lograse que fueran retiradas las imágenes de víctimas de Hiroshima y Nagasaki; eso también merecía, por lo menos para ellos, ser rechazado como antipatriótico, porque manchaba la victoria y la gloria americana en la Segunda Guerra Mundial.

(Antecedentes penales) Que el atentado de unos orientales contra la cabeza misma de los occidentales iba a ser convalidado como un ataque contra Occidente y contra La Civilización estaba ya prefigurado en el manifiesto sionista «El Estado judío», escrito en 1895 a raíz del affaire Dreyfus, por Theodor Herzl: «Para Europa, constituiremos allí un trozo de muralla contra el Asia; seríamos el centinela adelantado de la civilización contra la barbarie», salvo que los perseguidores de Dreyfus no eran asiáticos u orientales, sino franceses, como tampoco lo serían, sino alemanes, los autores del genocidio de cincuenta años después.

(Obligación y devoción) La de Silvio Berlusconi no fue «una gaffe planetaria», como ha dicho D’Alema, cuando ir la actual diplomacia se ha degradado a un juego de cortesías a cartas descubiertas, donde las ganas de darse por ofendidos de unos u otros no deben hacer pensar que no sepan perfectamente cómo están las cosas; inútil esforzarse en declaraciones tan peregrinas y traídas por los pelos como la de que ¡el mahometismo no es una religión guerrera! o, en palabras del propio Bush, que «el Islam es una religión basada en la paz». Por otra parte, es una gran hipocresía de los occidentales la de fingir que no tienen, o aun que con un esfuerzo de buena voluntad podrían dejar de tener, por mejores -no digo sólo en cuanto preferibles para sí, sino también para cualquier otro-, aunque no sea más que en abstracto, ciertos principios relevantes de Occidente (y no es que excluya que puedan no serlo, salvo que el sólo sospecharlo sería tanto como saltar sobre su sombra). Y si he dicho «en abstracto» es porque pocos los asumen en conciencia, en el capítulo de lo que se llama «obligación», sino que se complacen en ponerlos por las nubes, cacareándolos estrepitosamente cual gallina que hubiese puesto el huevo de oro, relegándolos, con todos los honores, al capítulo de lo que llamamos «devoción». El síntoma más claro e incontestable es el de hasta qué punto una palabra tan capital para las ínfulas de los occidentales como la palabra «democracia» no se use ya como el nombre de una forma de gobierno, sino que puede decirse sin exageración alguna que hoy es literalmente proferida y esgrimida como si fuese el nombre de una virtud; ya no es el nombre de un criterio de organización ni de un comportamiento, ni tan siquiera de un comportamiento virtuoso, sino un objeto de culto ante el que se prosternan con histriónica unción y reverencia.

(Progreso científico) El sucederse de las reflexiones sobre un mismo objeto o campo del conocimiento va generando ciencias diferentes, que se escalonan en una vía ascendente de menor a mayor racionalidad y perfección. Ejemplo de ello es el siguiente: Táctica del bombardero, Estrategia del bombardero, Psicología del bombardero, Fenomenología del bombardero, Antropología del bombardero, Teodicea del bombardero, que es el estado actual de los conocimientos, desde el que ya se vislumbra la suprema Aufhehung que habrá de coronar tan fulgurante progreso del saber, dando a luz finalmente la Teología del Bombardero.

7. La hija de la guerra y la madre de la patria

§ 1. Nadie debería dejarse engatusar por un recurso muy socorrido para salvar cierto tipo de malas pasiones, que consiste en rechazar como enfermas o aberrantes algunas manifestaciones «exageradas» de lo que, por frecuente que sea, ya es, por su propia naturaleza, aberración y enfermedad, con el efecto de que las formas más comunes y comedidas aparezcan como sanas y sensatas; para lo cual, lo primero que suele hacerse es sacarle un nombre peyorativo a la forma exagerada y malsana. Así, para desviar de sí toda mirada suspicaz y disipar cualquier desconfianza, fueron tal vez los propios patriotas los que, con certero instinto de conservación, acuñaron y lanzaron al acervo de la opinión pública el derivado peyorativo sacado de la misma raíz que «patriota», es decir: «patriotero». Patriotero fue el nombre del chivo expiatorio, del fármakos expulsado de la polis, llevándose consigo todos los males y pecados de la patria, la insania y el delirio congénitos de todo patriotismo, y dejando lavada de culpa y de impureza la imagen del patriota verdadero, noble y generoso. De la misma manera, se les vino a las manos por sí sola, aunque de forma felizmente oportuna, la noción de «chovinismo», al punto reconocida y denunciada como una malformación patógena, frente a la cual se imponían medidas profilácticas de exclusión y de aislamiento, a fin de preservar al buen patriota y sobre todo ofrecer las mayores garantías sobre la normalidad y la salud de un patriotismo auténtico.

Pero la pretendida diferencia no viene a ser más que un arreglo ad hoc: tan auténtico es el patriotismo del patriotero o el chovinista como el del patriota; uno y el mismo es el germen que produce la dolencia, por así decirlo, «crónica» y la «aguda»; no se trata siquiera de dos cepas afines, en que la benigna pudiese servir como vacuna contra la maligna, a tenor del clásico principio de la homeopatía: «Similia similibus curantur», que no ha dejado de esgrimirse alguna vez en defensa del deporte. (1)

La mayor o menor virulencia del mal depende de factores externos, como la predisposición histórica o las circunstancias políticas y territoriales. Así, por ejemplo, un caso tan extremadamente grave y delirante -y que bien merece ser tenido como «un caso de libro» para el estudio de la psicopatía que podría designarse como «histrionismo histórico»- como el de que los reclutas del arma acorazada del ejército israelí suban a jurar bandera a lo alto de Masada, depende probablemente de las particulares circunstancias en que el sionismo quiso hacerse una patria en Palestina.

§ 2. A este respecto, es Pierre Vidal-Naquet el que, en sus ensayos sobre Flavio Josefo, (2) nos ofrece abundante documentación no sólo sobre el caso Masada, sino también sobre la rara y variopinta fortuna de las obras de Flavio Josefo como instrumentos ideológicos de diversas comunidades, en función de documentos de legitimación y, a la postre, figuras destinadas a encender y alimentar el funesto fuego fatuo del patriotismo. Vidal-Naquet expone y comenta por extenso los ambivalentes avatares de la obra de Josefo, especialmente La Guerra judaica y Las Antigüedades, empezando por su temprano prestigio entre los Cristianos -casi parejo al que les había merecido Filón de Alejandría, virtualmente equiparado con los Padres de la Iglesia-, respecto de lo cual, escribe lo siguiente: «para los cristianos, como mucho a principios del siglo V, Josefo es un testigo capital. Y como la historia sagrada de los judíos viene a ocupar el puesto de la historia política grecorromana, san Jerónimo, que saquea a Josefo, lo llamará «Tito Livio griego». Las razones que dan lugar a semejante prestigio están muy claras: el pueblo cristiano, el verus Israel, ha sucedido al Israel «según la carne», de modo que la historia de éste no es más que la prehistoria de aquél. Eusebio de Cesarea, que a principios del siglo IV funda la historia cristiana y la historia de la Iglesia, basa su cronología sobre la de Josefo. La cronología de la historia judía se convierte de este modo en matriz cronológica de la Historia Universal». Por el contrario, en el seno del judaísmo, que desde el principio repudió como traidor a la persona de Josefo por su comportamiento en la guerra contra Roma de la que él mismo fue cronista, su obra se vio totalmente ignorada o escamoteada durante varios siglos, empezando a reaflorar sólo en el siglo X, aunque remodelada y hasta tergiversada y bajo otra atribución de autor. «Esta vía subterránea y clandestina de las obras de nuestro historiador -dice Vidal-Naquet- continúa durante todo el siglo XVI y mucho más adelante. Pero en cuanto que el pensamiento judío se iba integrando en los valores del Renacimiento, del Clasicismo y de la Ilustración, los judíos volvieron a leer a Flavio Josefo directamente del original.»

§ 3. Permítaseme ahora adelantar que, por mi parte, en otro texto antiguo, sin relación alguna con Flavio Josefo ni con los ensayos de Vidal-Naquet, me dio por reparar en cómo ya un par de siglos antes de Moisés de Montefiore -la primera voz sionista, por cuanto yo pueda saber, que siempre es poco- otras minorías religiosas, segregadas, mal vistas o incluso perseguidas en su tierra natal, que habían resuelto buscarse «una nueva patria» en Ultramar (como fue el caso de los puritanos ingleses refugiados en Holanda, que entre 1620 -partida del Mayflower- y 1633 constituyeron el núcleo de los pilgrims que entrarían en la fundación de Nueva Inglaterra, o el caso de, los holandeses que, elegidos por la pureza de su fe y por sus virtudes, la Compañía de las Indias Orientales destinó a su escala naval y factoría de aprovisionamiento del cabo de Buena Esperanza y acabarían constituyendo la colonia de los Bóers, o sea «boyeros», por dedicarse sobre todo a la cría de vacuno para el suministro de las naves de la Compañía) habían rehabilitado de la Biblia, de la que eran lectores fervorosos, el mito del éxodo mosaico y de la Tierra Prometida, como la autorrepresentación que más se conformaba con su nueva condición o la comedia ideológica que, a efectos legitimadores, adaptativos y pedagógicos, más les convenía escenificar, consagrando los conocidos rasgos «veterotestamentarios» de la mentalidad y el estilo de vida de estas y otras comunidades semejantes. Así que, a partir de la semejanza entre la emigración hacia «una nueva patria» de estas minorías religiosas del área del Cristianismo Reformado -pero aun dentro de éste segregadas como «heterodoxas»-, que habían resucitado una segunda vida a Moisés y a la «Tierra que mana leche y miel», cuyas cenizas yacían en el sepulcro de sus propias Escrituras, y los impulsos de la emigración sionista a Palestina que amanecieron dos siglos más tarde, no pude sustraerme a la maliciosa conjetura de que el mito mosaico que el sionismo puso -en la medida en que lo hizo- por banderín de enganche de su empresa no era tanto el que podría haber exhumado directamente de la Torá, conservada -aunque ya, al parecer, poco leída- en las comunidades judías europeas, transformadas ya desde antes de Cristo, merced a la hegemonía del fariseísmo, en pequeña o mediana burguesía eminentemente urbana, sino más bien un mito mosaico inspirado y sugerido por el ya previamente recomprado de segunda mano en la arcaica almoneda de las Escrituras por las antedichas minorías cristianas segregadas, como instrumento ideológico eficaz para su propia aventura migratoria hacia «una nueva patria»; de tal suerte que el Moisés del sionismo, en la medida en que realmente fuese, a tenor de mis sospechas, reimitado del ya rehabilitado por los puritanos, sería un tercer Moisés, ya que remasticado por segunda vez. (3)

§ 4. Pero el ensayo de Vidal-Naquet nos muestra un hilo conductor distinto, aunque no menos válido -o aun más, si cabe- para la correlación entre la emigración puritana y la sionista que acabo de exponer. Según su estudio -mucho más serio y más documentado, por supuesto, que mi casi gratuita conjetura-, el médium no es el Antiguo Testamento, sino Flavio Josefo, y el mito creador y legitimador de nuevas patrias no es la conquista y el dominio de la Tierra Prometida sino la expugnación y destrucción por los romanos en la guerra judaica contada por. Josefo. Ya se ha hablado del gran predicamento de que la obra de éste gozó durante siglos entre los cristianos, frente a la mala fortuna que conoció entre los judíos; no obstante, lo primero se alteró completamente a raíz de la escisión producida por el protestantismo. Mientras en la Iglesia Romana Josefo iba perdiendo la antigua confianza, entre los protestantes adquiría otro prestigio inesperado, al asignársele, por así decirlo, un novedoso cometido funcional. «Con la Reforma -dice Vidal-Naquet- el discurso cristiano ya dejará de ser unitario, y el texto de Josefo tendrá una parte de responsabilidad en ello.» Y más abajo, tras señalar un apunte de diferencias de matiz entre los prefacios de dos traducciones francesas -de 1562 y 1569-, escribe lo siguiente: «Tras la matanza de la Noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572), la pequeña ciudad de Sancerre fue sitiada desde el 9 de enero hasta el 14 de agosto de 1573; no fue tomada mediante el asalto y el incendio, sino rendida por hambre con una capitulación en toda regla, que supuso la salvación de la ciudad. Entre los asediados [hugonotes, como ya puede suponerse] hallamos al pastor Jean de Léry, que en 1574 publicaría en Lausana la Histoire memorable de de la ville de Sancerre» [...] «El relato se presenta con toda razón como una narración puramente histórica en el sentido moderno de la palabra; pero Géralde Nakam ha podido demostrar que al referirse al asedio de Sancerre «Léry, con un mimetismo casi instintivo, se remitía a la crónica de la toma de Jerusalén». El relato de Léry se construye a partir del de Josefo, y habrá que dar a su lectura toda la importancia que merece: frente al papado imperial de Roma, los protestantes franceses -y no sólo franceses- se identifican con los judíos víctimas del Imperio Romano» [la cursiva es mía]. De hugonotes franceses fueron las 550 familias que a raíz de la revocación del Edicto de Nantes, en 1685, se embarcaron en los galeones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, para ser fraternalmente acogidos e integrados entre los bóers, ya formalmente constituidos en ciudadanía desde 1652 con la fundación de la Ciudad del Cabo. Es sobre todo un grupo de los bóers el que me hace pensar que, al menos por lo que a los protestantes se refiere, la identificación con Israel «según Josefo» no tiene por qué excluir, en modo alguno, la identificación secundum Scripturas de mi hipótesis, sino que pueden muy bien complementarse. Las rigurosas formas de vida patriarcales, con la ritual lectura cotidiana de la Biblia por el padre de familia, especialmente en la iglesia de los Dopper, aunque más tardía, a la que llegó a pertenecer el propio Kruger, no pueden dejar de hacer pensar en una subrogación en el pueblo de Israel; y un último indicio significativo a este respecto, aunque no sea más que a título de curiosidad, es el de que todavía tan tarde como en 1881, año de la Convención de Pretoria -en la que Gran Bretaña reconoce a la República del Transvaal, pero reservándose el control de su política exterior-, una de las repúblicas fundadas, tras un nuevo éxodo, o trek, hacia el norte del Transvaal, por grupos políticamente contumaces en su oposición a la prepotencia anglosajona, fuese bautizada con el nombre de Goshen, nombre, como es harto sabido, de la comarca de la península del Sinaí en que se estableció Jacob por concesión del faraón y tras haber bajado a Egipto a visitarlo (Génesis, 47, 27).

§ 5. Pero volvamos a Vidal-Naquet, que nos dice en qué viene a parar, en cuanto a los cristianos se refiere, el prestigio de Josefo, ya totalmente divergente entre católicos y protestantes, y acabará por llevarnos finalmente a Masada. «En los albores del siglo XVIII -dice-, la primera historia de los judíos de la época moderna (obra de Jacques Basnage de Beauval, un protestante del Refugio) se presenta como una simple continuación de la obra de Josefo, cuyas excelencias proclama. Un gran especialista en Josefo, de confesión anglicana, escribe que en Inglaterra, «durante un cierto período de tiempo, no había ninguna familia que no tuviese dos libros: la Biblia y Josefo en la traducción de William Whiston». Los católicos serán mucho menos entusiastas tras la Contrarreforma; lo demuestra, por ejemplo, la carta que un ilustre erudito jesuita, el padre Hardouin, escribe en 1707 precisamente a propósito de la historia de Basnage: citando al célebre Baronius, llama a Josefo scriptor mendacissimus, añadiendo que «siempre será el quinto evangelio de los protestantes». Jansenistas y protestantes escribían -como exige la lógica, si es que no la fonética- «José» y no «Josefo»; el padre Hardouin también justifica la ortografía que acabó por prevalecer en francés: «Además, señores, permitidme, os lo ruego, seguir diciendo Josefo, como se hacía antes, porque no puedo acostumbrarme a llamar con un nombre santo a un autor sólo digno de desprecio»». A semejantes cominerías de convento, incluso de un orden tan banalmente fonético que ni siquiera podríamos considerar como simbólico, pueden llegar las pasiones religiosas, especialmente cuando, por añadidura, conservan aún la inercia de un sangriento ayer de guerra, ya que no hay que olvidar que en la fecha de la carta de Hardouin todavía era rey de Francia el último que había movido pieza en el conflicto contra los hugonotes: Luis XIV, con la revocación del Edicto de Nantes, que a tantos infelices volvió a lanzar por los caminos, como en el caso de las 550 familias de hugonotes de las que se ha hablado más arriba.

§ 6. En cuanto a los judíos, el que ahora demos un salto hasta el siglo XX no significa que la «vía subterránea y clandestina», como la llama Vidal-Naquet, de la obra de Flavio Josefo no se haya venido despejando, entre tanto, paulatinamente; hace ya tiempo que no podía ser ignorado ni negado por las notablemente cultas comunidades judías europeas, pero sólo en el siglo XX vuelve a ser objeto de actitudes apasionadas de distinto cariz e incluso a ser usado, un poco a la manera en que Schlieman usó a Homero para encontrar «la máscara de oro del rey Agamenón», como Baedecker histórico en las excavaciones de Masada. Vidal-Naquet da cuenta de dos datos, separados tan sólo por tres años, que marcan un dramático punto de fractura: «En 1938 -dice-, en Nueva York, L. Bernstein publica una apología de Flavio Josefo, en la que lo compara ligeramente con Jeremías, y ,termina el libro reproduciendo una plegaria en hebreo dedicada al alma de Josefo, compuesta por un célebre rabino del pasado siglo (Kalman Schulman, autor de una biografía de Josefo), oración en la que el historiador judío es comparado con los Tannaim, [los rabinos de la primera generación tras la destrucción del templo]. / En pocos años el desarrollo de un judaísmo nacionalista dejará muy poco espacio para tales juicios: estamos en el suroeste de Francia, en el otoño de 1941, en la reunión de un grupo de jóvenes simpatizantes del Irgun: «Reabramos el proceso contra el historiador Flavio Josefo, autor de La Guerra Judaica, ex comandante en jefe (sic) de los rebeldes de Israel, y culpable de colaboracionismo con los romanos». Josefo fue condenado a muerte por unanimidad como traidor a la causa de Israel».

§ 7. Pero vengamos finalmente al moderno patriotismo del propio Estado de Israel, patriotismo que, como todos, necesita por madre una guerra en funciones de instrumento de legitimación originaria; en este caso, ya sabemos que la elegida es la guerra judaica contada por Flavio Josefo. Vidal-Naquet se centra en dos historiadores; el primero de ellos es Y. Baer, «decano de los historiadores israelís», conocedor incluso experto en la obra de Josefo, que ha reconocido «las fuentes clásicas tomadas como modelo por Josefo» (V-N.), pero niega totalmente la guerra civil entre los grupos sitiados dentro de las murallas de Jerusalem, narrada en La Guerra Judaica, diciendo que «se trata de un mito retórico romano» (V-N); para él, «los habitantes «permanecieron unidos en la lucha para defender la santidad de su vida y de su ciudad»» (V -N.). Tan sólo sometiéndose a arreglos de tal calibre, que no son meros reajustes, sino tergiversaciones o desmentidos -que convierten al cronista en un falsario, favorable a Roma, puesto que fue testigo ocular de lo ocurrido-, puede seguir sirviendo la historia de Josefo como mito legitimador de la patria de Israel refundida o restaurada en Palestina.

El otro historiador, o más bien arqueólogo, es el general Y. Yadin, que al parecer se ocupó personalmente de las excavaciones de Masada; a él se aludía más arriba al decir cómo Flavio Josefo había sido usado para encontrar a los últimos héroes del antiguo Israel probablemente a la manera en que Schlieman se sirvió de Homero para encontrar «la máscara de oro del rey Agamenón», tal como él mismo decía, al parecer, en el no sé si legendario telegrama que se apresuró a ponerle al rey de Grecia, pues, a tenor de averiguaciones posteriores, el que esa famosa máscara de oro haya podido ser realmente la del rey Agamenón parece que ha resultado tan altamente discutible o contestable como el que los zelotes patrióticamente celebrados por Yadin, incluso con honores funerarios, sean, según Vidal-Naquet, apoyado en una más escrupulosa o menos patriótica lectura del propio relato de Josefo, propiamente «zelotes» (creyentes celosos de su fe), sino más bien gentes que se escudaban tras ese piadoso y respetable nombre: «era el nombre que se habían puesto aquellos truhanes, cual si estuviesen movidos por acciones virtuosas y no por actividades infames, con los peores excesos» (La Guerra Judaica, N, 161). «Josefo -comenta Vidal-Naquet- no habría tenido ningún inconveniente en instalar en la fortaleza de Masada los que para él eran supuestos ’zelotes’ y auténticos truhanes, pero el caso es que no lo hizo; los ocupantes de Masada entre el 66 y el 74 no son, según él, los zelotes, sino los sicarios, los cuales, si exceptuamos un breve episodio en el que comparten el lugar con Simón Bar Gioras, la seguirán controlando durante toda la guerra». Y más abajo añade: «Podríamos decir que son los fariseos que llevan sica (puñal) en la mano; de todos los grupos judíos alzados contra Roma, ellos son los que se valen de prácticas terroristas de modo más sistemático». Lo que Vidal-Naquet no dice es que Josefo en toda su historia de la guerra no trata, ciertamente, a los zelotes con mejores palabras que a otros grupos; y el excesivo ensañamiento con que se expresa aquí, él, tan mesurado en todo lo demás, me susurra al oído el malicioso pensamiento de que tal vez no responda a la indignación que, tan a deshora como al cabo de 19 siglos, podrían producirle los sicarios, a los que conforme a la letra se refiere, sino más bien -según la táctica oblicua del viejo dicho castellano: «A ti te lo digo, hijuela, entiéndelo tú, mi nuera»-, mirando de reojo o ’apuntando de rebote al que realmente le produce tanta indignación: el general Yadin. De éste, unos párrafos más arriba, dice: «Y. Yadin escribe que Masada «se eleva al rango de símbolo inmortal del valor sin esperanza, símbolo que ha conmovido los corazones a lo largo de 19 siglos»; frase elocuente, pero falsa, sobre todo si esos corazones de los que habla Yadin son los de los judíos [donde alude sin duda al hecho de que, a diferencia de los cristianos, los judíos, por añadidura, no han querido saber nada de Josefo hasta el siglo x y después lo han manipulado, tergiversado y puesto bajo otro nombre al menos hasta el siglo XVI]; él mismo nos dice que el yacimiento fue descubierto en 1838 por los viajeros norteamericanos E. Robinson y E. Smith.[...]. Para darle a Masada su nombre fue preciso que llegasen el sionismo y la formación del moderno Estado de Israel». No me detendré en las diversas y voluntariosas interpretaciones arqueológicas ad hoc que nuestro crítico le desentraña, para mostrar cómo hay quien ha llevado el delirante patriotismo cimentado por el mito de Masada bastante más lejos que Yadin; se trata de un artículo aparecido en octubre de 1967 en Jewish Spectator -supongo que es una revista-, con la firma de Trude Weiss Rosmarin: «Para [ella] -dice Vidal-Naquet-, la versión de Josefo es la del estado mayor romano; los combatientes de Masada han muerto como debían: luchando heroicamente; las mujeres y los niños fueron asesinados por los romanos, que han difundido la leyenda del suicidio Infra encubrir sus propios desmanes». De esta manera la historia de Flavio Josefo acaba resultando paradójicamente funcional e incluso imprescindible para dar testimonio del heroísmo de los guerreros de Masada hasta mintiendo de modo infame y traicionero en favor de los romanos. Cabría incluso sospechar que su mendacidad podría llegar a sentirse como aun más demostrativa de la verdad del mito de Masada que el relato de cualquier posible testigo fiel y fidedigno. La argumentación implícita vendría a ser algo así como la siguiente: «¿Cómo dudar de que fueron los romanos los que mataron a las mujeres y los niños, siendo así que su perversidad llegaba al punto de que, no sólo cometieron el crimen, sino que, por añadidura, como demuestra la propia falacia de Josefo, no tuvieron reparo en calumniar a sus víctimas, infamando su memoria?».

«Pero el que el lugar sea aparentemente el real -dice Vidal-Naquet, refiriéndose a Masada- no suprime el problema», donde alude probablemente al hecho de que hasta la identificación con la Masada del relato de Josefo, hecha en 1838, el lugar no era más que una meseta a la que los árabes llamaban Kasr es Sebbeh. Pero, a este respecto, yo, por mi parte, voy más allá que Vidal-Naquet: ni siquiera el que Masada hubiese permanecido bien identificada durante 19 siglos suprimiría el problema: éste consiste en que al decir, subidos a lo alto de Masada y señalando al suelo con el dedo, «Aquí fue donde pasó» estamos suponiendo que ese «aquí» puede querer decir unívoca y. eternamente «aquí», tanto para los guerreros de hace 19 siglos como para los reclutas que hoy juran bandera. Pensar que un «aquí» dicho en el tiempo de los hombres pueda pasar 1.900 años sin trastrocarse ni inmutarse comporta la aberración positivista de hacer caso omiso de que «mil novecientos años» se dice de manera distinta referido al tiempo de los hombres o, si se quiere, «tiempo histórico», y referido, en cambio, a las vueltas del sol alrededor de la tierra (o a la inversa, para los heliocéntricos), o sea al llamado «tiempo astronómico». Por otra parte, «tiempo histórico» está dicho aquí arriba con reservas, porque en esa aberración positivista es justamente en la que incurren los que, haciendo valer el criterio que los romanos llamaban auctoritas uetustatis, presentan documentos de un ayer remoto por credenciales de legitimación de la patria que ya tienen o de la que tratan de fundar.

§ 8. Creo que no se repara suficientemente en el desmedido grado de abstracción en que se acuñan los objetos de lo que suele llamarse «emocional», o sea en la superficialidad y gratuidad de lo que se encarece como más íntimo y profundo, lo que «se lleva -como llegan a decir- en la masa de la sangre». Con gran desenvoltura se profiere la palabra «identidad», diciendo sin aprensión «búsqueda de identidad», «crisis de identidad» y hasta «déficit de identidad», como si el significado fuese de los de «ya sabes a lo que me refiero». Pero, puesto que «identidad» connota una relación entre un identificado y un identificante, habría que empezar por preguntarse por el trámite activo de «la identificación». En el caso de los reclutas israelís, tal como indica el lugar de la jura y el lema inscrito en la medalla conmemorativa: «Siempre seremos libres, Masada no caerá otra vez», estamos ante un acto de identificación con vigor sacramental -«sacramentum» llamaban los romanos al juramento militar-, en cuanto que «imprime carácter». Por el mismo conjuro que convoca el allí de entonces de cuando el relato de Josefo para traerlo e identificarlo con el aquí de ahora del momento de la jura, los reclutas se convierten en soldados mediante el carisma subrogatorio que los transubstancia en los mismos que los sicarios o zelotes de Eleazar. Pero si esta identidad sacramentalmente adquirida depende ex opere operantis de la pura voluntad de identificación de los sacramentados, la identidad no sólo es indiferente a lo remoto del correlato de la identificación, sino también a la verdad o falsedad de la propia historia que erige en fundamento de legitimidad. La «identidad» no es, pues, más que el fetiche proyectado por una determinada voluntad de identificación; y el más imperativo de tal clase de fetiches es, huelga decirlo, éste que nos ocupa: el de la patria.

§ 9. El patriotismo moderno fue engendrado en la Revolución Francesa y con un sentido originario vinculado con la guerra, bajo la idea de que el ejército era «la nación en armas». La Marsellesa fue la primera marcha militar que se hizo himno, o sea que tuvo letra y, cosa aun más relevante, en primera persona del plural, con la clara función ideológica de que los soldados se encarnasen en sujeto de la patria y detrás de ellos todo el pueblo del que procedían; y lo más grave es que se lo creyeron. La tricolor fue, por su parte, la primera bandera nacional. Si pareciesen insuficientes estos datos, la magnitud de las guerras napoleónicas hace de aquel patriotismo el paradigma de todos los de la Edad Contemporánea. El éxito de este patriotismo fue tan asombroso que, no habiendo sido nunca ningún impuesto estatal bien acogido por el pueblo, lo fuese, en cambio, a veces con fervor, el que poco más tarde se llamaría «prix de sang», tributo de sangre, de la conscripción obligatoria, o que 55 años después de Waterloo, bajo un segundo imperio Bonaparte, opresor y corrompido, se diese un caso de tan delirante irrealidad como el de que bastase la noticia —ciertamente agravada por manipulación de Bismarck- de una ofensa del rey de Prusia al embajador francés para que todo París se lanzase a la calle al grito de «¡A Berlín!», que precipitaría la guerra del 70.

Si a una persona le diesen a leer el texto de una constitución, para saber qué le parece, y contestase: «Pues lo encuentro un proyecto sugestivo de vida en común», sería una alabanza un tanto sumaria y volátil; el célebre ortegajo, como definición de la patria, apenas podría ser adecuado, no sin el sobreañadido de un esfuerzo de buena voluntad, para ese novísimo embeleco del «patriotismo constitucional». Por el contrario, José Antonio Primo de Rivera dio de lleno en la verdad de la patria: «Unidad de destino en lo universal». Desdoblando «lo universal» en una cara diacrónica, que sería «lo histórico», y en una sincrónica, que sería «lo internacional», tenemos que la «unidad de destino» consiste en que todos los hijos de la patria participan, en régimen de indisoluble pro-indiviso, de una misma titularidad en los aconteceres de la historia y de su pragma constitutivo, que es la guerra. La patria es el sujeto de la guerra, y el destino común comporta que, en la victoria o la derrota, todos, combatientes y no combatientes, supervivientes y muertos, reciben, de modo unívoco, la condición de vencedores o vencidos.

Esta obviedad de que la patria no puede ser más que hija de la guerra también la vio clarividentemente Fanon, al decir que aunque Francia se aviniese a conceder pacíficamente la independencia de Argelia, era preciso arrancársela con las armas. Difícilmente un irredentismo, en la medida en que quiere fundar su propia patria, aceptará la racionalidad del Gran Capitán en Garellano: «A enemigo que huye, puente de plata». No pocas veces se ha visto cómo un irredentismo recurre a acciones violentas contra el dominador expresamente dirigidas a impedirle que se marche por propia voluntad; no quiere que se vaya, quiere echarlo, porque una patria otorgada no es una patria, sólo lo es la alcanzada con la fuerza de las armas.

Por otra parte, cuando Kissinger estaba parlamentando en París con Le Duc To, aun sabiendo que la paz de Vietnam estaba hecha, hizo bombardear Haiphong y Hanói, a fin de escenificar para los americanos la ficción de que las últimas concesiones habían sido arrancadas con los bombarderos, pues sólo así creía darles la impresión de haber logrado «una paz honrosa» -u «honorable», como se maltradujo entonces-, salvo que nadie se dejó engañar: un muchacho del Bronx al que le preguntaron si estaba satisfecho con el fin de la guerra de Vietnam contestó que sí a regañadientes y de mala gana y añadió acto seguido: «Pero a mí no me gusta perder, me gusta ganar», como si de su equipo de baloncesto se tratara. El propio Kissinger, explicando en otra ocasión sus criterios en la diplomacia, escribía: «Una política que persiga un acuerdo sin más chocará con el sentimiento de autoafirmación nacional», donde, desde una patria ya establecida, venía a darse la mano con Fanon, que hablaba de una patria por crear.

§ 10. Es admirable ver a cuántos doctores, políticos o teólogos, a raíz de la conquista de las Yndias, les quitaba el sueño la salvación del alma del monarca -fuese rey o emperador—, pues ya en 1515, Bartolomé de Las Casas, recibido en Plasencia por Fernando el Católico, al darle cuenta de los atropellos y muertes que contra los indios se perpetraban en las Antillas, le encarecía -con la expresiva rapidez, harto graciosa en este caso, de anteponer un adjetivo en singular para dos sustantivos diferentes como aquél «era negocio que mucho importaba a su real conciencia y hacienda» (4) Y todavía en 1551, fray Domingo de Soto, en el resumen que se le encargó sobre la controversia entre el propio Las Casas y el doctor Sepúlveda, daba entre otros motivos el siguiente: «examinar qué forma puede haber como quedasen aquellas gentes subjetas a la majestad del Emperador, nuestro señor, sin lesión de su real conciencia», (5) donde es de notar que en aquel año la conquista ya estaba hecha en su gran mayor parte y la dominación española establecida, de modo que el descargo de la «real conciencia» era, en verdad, una justificación post facturo. Con más cínica lucidez describe, en Tito Livio, el pretor Annio Setino una operación análoga: «facile erit, explicatis consiliis, accommodare rebus uerba». (6) Y ajustar las palabras a los hechos, después de tomada y hasta puesta en acción la decisión del presidente, es justamente lo que han hecho, quizá también para descargo de «la real conciencia y hacienda» esos 60 intelectuales, políticos y teólogos americanos que han compuesto, firmado y publicado la Encíclica del 14 de febrero del 2002.

La encíclica, que, con arreglo al uso consagrado, debemos titular «Nonnumquam opus est», (7) empieza por asentar cinco verdades cuya validez abarca o afecta a la humanidad entera y que después remite a las que los Padres Fundadores consideraron «evidentes en sí mismas», a título de leyes de la Naturaleza y del Dios de la naturaleza», de donde los autores de la encíclica derivan la convicción de que «hay valores morales universales», para acabar exclamando más abajo: «A nosotros, americanos en tiempo de guerra y de crisis mundial, nos importa encarecer que lo mejor de lo que nosotros llamamos demasiado pronto «los valores americanos» no es patrimonio de la sola América sino la herencia común de la humanidad». De esta manera, los firmantes de la encíclica se autodesignan albaceas, oficiosa o tal vez hasta oficialmente acreditados, de un universalismo que, cabalgando alternativamente o a la vez la cabalgadura religiosa y la laica, o mejor dicho «humanista», que suena como más fino y respetable, decide por su propia voluntad anexionarse, siquiera espiritualmente -al menos por ahora-, a todos los pueblos y a todos los dioses de este mundo, un poco a la manera de Wojtila, aunque éste lo haga por lo menos consultando por anticipado, por mucho que no pueda ser más que muy someramente ya que otra cosa sería aventurarse por escabrosidades infranqueables, a rabinos, popes, lamas, imanes, archinandritas o bramanes de buena voluntad. «Todos los hombres de buena voluntad» dicen literalmente nuestros 60 doctores y teólogos para designar a los que dan por automáticamente anexionados -sólo en espíritu al menos de momento- a su universalismo. La encíclica es, así pues, literalmente una declaración positiva y axiomática de teodicea general, y al mismo tiempo, derivadamente, un programa escatológico.

§ 11. En cuanto al pasaje en que se señalan cuatro «escuelas intelectuales y morales» sobre la guerra, la primera de ellas, designada como «realismo», parecería en principio estar mirando de reojo a Max Weber, pero el probable inspirador de tal pasaje, el firmante Michael Walzer, ni siquiera lo tiene en el índice de autores de su obra Guerras justas e injustas. Lo digo porque ya esta misma dualidad del título es tratada por Weber cuando menos despectivamente, por decir poco, en lugares como éste, referido al cristianismo: «La contradicción entre la prédica de la fraternidad de los compañeros y la glorificación de la guerra contra los de fuera no suele ser muy decisiva en una desvalorización de las virtudes guerreras, pues el rodeo salvador fue la distinción entre guerras «justas» e «injustas» -un producto farisaico desconocido por la antigua y auténtica ética de guerra». (8) Otro pasaje más explícito es éste: «En última instancia, el éxito de la violencia y de la coacción con la violencia depende, naturalmente, de las relaciones de poder y no de un «Derecho» ético, aunque parezca que es posible encontrar criterios objetivos para él. En todo caso, a cualquier racionalización religiosa doctrinalmente consecuente debe de parecerle un mero remedo de la ética el fenómeno, típico precisamente del Estado racional, que consiste -frente al ingenuo heroísmo primitivo- en que cada uno de los individuos o grupos detentadores del poder participen en la lucha violenta sinceramente convencidos de «tener razón»»; (9) pasaje en que conviene hacer notar cómo no es tanto la guerra, sino la ética lo que Weber se toma más en serio que los moralistas ad hoc de nuestra encíclica. Y justamente en ese deplorado «remedo de la ética» se anticipa uno de los pasajes más famosos y citados de toda la obra de Max Weber, que parece venir como de molde para calificar la actitud y la intención de la Nonnumquam: aquel en que se refiere al que llana «vicio clerical de querer tener razón», que tiene por resultado lo que, unas líneas más abajo, describe como «utilización de la «ética» como instrumento para tener razón». (10)

Pero es el propio Walzer el que inadvertidamente abre la puerta al fundamento de la actitud de Weber frente a la idea de «guerra justa», concretamente donde, anticipando su programa, dice así: «abordaré la cuestión de los medios legítimos para hacer la guerra [se refiere a lo que la Escolástica tomista designaba como «ius in bello»], detallaré sus reglas principales y mostraré cómo han de aplicarse esas reglas en las condiciones que define el combate [cursiva mía], así como la posibilidad que hay de modificarlas en función de la «necesidad militar» (11) [cursiva mía]». Tanto «las condiciones que define el combate» como «la necesidad militar» son circunstancias que se complementan para dar al ius in bello un grado de contingencia incompatible con la idea misma de ius. La «necesidad militar» se refiere a una constante inamovible: la irrenunciabilidad del fin, o sea de la victoria; pero si ésta se fija como un designio fáctico imperativamente omnímodo, ocupando virtualmente el lugar de ley incondicionada y absoluta a la que se subordinan y tienen que ajustarse todas las reglas para hacer el menor daño posible necesario, el pretendido ius in bello se reduce a una serie de recomendaciones prudenciales semejantes a los consejos tendentes a atenuar al máximo el arbitrio personal en las actuaciones policíacas inmersas en el continuo espacio-temporal, que entran en lo que se designa como «discrecionalidad»; recomendaciones prudenciales, que, desde el momento en que se acepte la conveniencia de que haya policía, no pueden en modo alguno desdeñarse, pero son irreductibles al concepto de «derecho»; en mucho mayor grado lo será cualquier ius in bello que no incluya la eventual alternativa de renunciar a la victoria.

§ 12. En lo que se refiere a la calificación de «guerra justa», ahora con arreglo al ius ad bellum para la ya decidida y empezada por el presidente, nuestra encíclica cita la opinión de un otrora ayudante de un secretario general de la ONU de que hacer de esta que llama «desteñida imitación de Estado» una instancia capaz de dictaminar internacionalmente sobre la justicia del uso de la fuerza sería, en palabras del mismo funcionario, «una opción suicida», con lo que los doctores y teólogos autores de la encíclica se remiten, aun sin citarlo, a la maciza doctrina de santo Tomás sobre las condiciones obligadas para la «guerra justa», apelando a la de que sólo puede serlo la acometida «por mandato del príncipe legítimo», lo cual implica la reivindicación de una total e incondicionada soberanía de cada Estado singular, descartando anticipadamente y acaso también deslegitimando retroactivamente todo posible intento de mediación internacional. A esto signe, en verdad, un nuevo inciso en el que se matiza la noción tomista de «príncipe legítimo» o mandatario equivalente; no lo son desde luego los hoy tan socorridos «señores de la guerra» -un comodín que queda, por lo demás, sin definir, salvo caracterizando sus guerras como «guerras privadas», noción, a su vez, no menos necesitada de definición-, pero sí, en cambio, los que merecen salvedades eximentes en una brevísima casuística, que no hace falta ser muy malicioso para ver hasta qué punto está elegida ad hoc: la guerra de Independencia americana y la sublevación del gueto de Varsovia, segundo ejemplo absolutamente disparatado, ya que en una rebelión absolutamente desesperada como aquélla no ha lugar siquiera a discutir de «legitimidades».

§ 13. La encíclica se aferra también a las tres condiciones, dos de manera explícita y la otra tácitamente sugerida por la actitud del texto, que confieren a los Estados Unidos la prerrogativa o, si se quiere, la responsabilidad, de erigirse en adalides de la verdad universal y de la lucha contra los que la amenazan. La primera, el haber sido destinatarios de la agresión inicial contra esa verdad, que es a la vez contra la libertad y la democracia, contra los valores de Occidente y al fin contra la civilización y contra la humanidad, por cuanto infringe, zahiere y escarnece los principios esenciales compartidos por todas las religiones o culturas existentes; la segunda es la de ser el pueblo americano, como con merecido orgullo proclama la Nonnumquam, «el pueblo más religioso de este mundo». Prerrogativas, ya que no privilegios usurpados, para constituirse en paladines de la «verdad moral universal» —como literalmente dice el texto- y de ese Dios virtualmente unificado o, por decirlo más atenuadamente, «homologado», como gustan de decir los periodistas deportivos, por la convergencia, todavía apenas vagamente insinuada al horizonte, (12) de los distintos dioses positivos de «todos los hombres de buena voluntad», i a los que la encíclica invita con fervor a incorporarse a lo que suele designarse como «rearme moral», cuya punta de lanza-y aquí la tercera condición, sólo tácitamente sugerida, que confiere a Norteamérica la prerrogativa de adalid- es, por supuesto, como todos han tenido ocasión de admirar últimamente, el bombardero.

§ 14. Y a este respecto, me parece oportuno recordar que la guerra de Afganistán ha tenido una segunda utilidad seguramente ya prevista por las autoridades del Estado americano: la de servir de campo de experimentación del armamento, casi exclusivamente aéreo, tal como ya ocurrió en otro conflicto de baja intensidad: el ataque a Panamá, donde el 4.° de los fines públicamente declarados fue el de probar el entonces nuevo bombardero Stealthy «en combate real», como gustan de decir los estrategas, con el bombardeo del barrio de El Chorrillo, bajo el intento de cazar allí a Noriega -al estilo del obispo de Béziers en la cruzada contra los albigenses: «Matadlos a todos; Dios conocerá a los suyos»-, con un número de muertos, sólo estimado, pues nunca se hizo una cuenta algo más aproximada, como entre poco menos de un. tercio y poco más de dos tercios de los que se han calculado en el derrumbamiento de los dos rascacielos iguales de New York. Sobre los resultados del experimento de Afganistán, ante un auditorio de militares en Charleston, el presidente dijo así: «Cien días de operaciones en los cielos de Afganistán nos han enseñado sobre el futuro de nuestra fuerza aérea más que todo un decenio de conversaciones acerca de la defensa», y revelaba la siguiente conclusión: «Hemos entrado en una era en la que toda clase de aviones sin piloto va a tener una importancia acrecentada en el aire, en la tierra, en la mar y en el espacio», confirmando con ello la opinión del general Jumper, jefe del estado mayor de la aviación americana, para animar a empresas como Boeing, Lockheed Martin, Northrop Grumman o General Atomic a lanzarse al estudio y desarrollo de este tipo de productos. Los experimentos de Afganistán han demostrado la eficacia de dos aviones sin piloto: el Global Hawk, no armado, para misiones de reconocimiento de larga duración, y el Predator A, como lanzadera para dos misiles Hellfire -o sea Fuego del Infierno-, lo que ha hecho reorientar las asignaciones del nuevo presupuesto armamentista hacia un nuevo Global Hawk, esta vez armado con dos bombas de 250 kilos o cuatro de 125, y hacia un Predator B, capaz de mantenerse en el aire de 24 a 26 horas a 20.000 metros de altitud y capaz de lanzar hasta 14 misiles una vez identificado el objetivo. Los criterios determinantes han sido el de reducir al mínimo el intervalo entre la localización del objetivo y el acto de su destrucción y de llevar al máximo el tiempo de permanencia en el aire, cosa que, a causa de la natural fatiga de un piloto humano, no puede permitirse ningún avión tripulado, que, además, le sale muchísimo más caro al Estado y, derivadamente, a los contribuyentes. (13)

§ 15. Sobre la industria de armamento en general, dejo de lado los intereses económicos, que ya supongo que deben de ser grandes y determinantes, tal como hace cincuenta años amonestaba el general Eisenhower con su frase del «complejo militar-industrial»; tampoco hablaré del afán de «potencia» (Gewalt, opuesto a Macht, en la distinción de Hannah Arendt), como tal afán en sí mismo, sino de un acicate interior, inherente al proceso de invención e innovación, que lo acompaña y favorece: el componente lúdico de la investigación tecnológica, que convierte la actividad del inventor en una pasión poderosamente compulsiva, en un juego al que no puede dejar de jugar. Pero si a ello se añaden costosísimas instalaciones, cuerpos de expertos, con toda clase de empleados auxiliares, predispuestos para una actividad que ya se da por-permanente (porque están lejos los tiempos en que el riesgo de guerra obligaba a improvisar en un granero manufacturas de pólvora o fusiles), entonces se invierte -como, por lo demás, en toda producción industrial- la analogía imaginaria con la ley biológica de que la función crea el órgano y pasa a ser el órgano el que presiona fuertemente para regir la función. La sensatez, que es pura ideología, se resiste denodadamente a ver la insensatez de la autónoma gratuidad de la razón instrumental, sobre todo donde ésta suscita la escabrosa sospecha de que las armas puedan ser causa de la guerra.

Al acicate de la pasión tecnológica nos remite Tzvetan Todorov a propósito del fin de la Segunda Guerra Mundial, diciendo lo siguiente: «Robert Oppenheimer, que dirigía el proyecto, explicó unos años más tarde: «A mi entender, cuando se ve algo que es técnicamente seductor, te lanzas y lo haces; las preguntas sobre lo que se hará con ello se hacen sólo después de haber alcanzado el éxito técnico. Así fueron las cosas con la bomba atómica»». Y, más abajo, sigue Todorov: «Un impulso semejante, aunque más esparcido, caracteriza toda burocracia, y aquí, más particularmente, la burocracia militar. Habría podido pensarse que, al estar concebida la bomba como una protección contra Hitler, se renunciara a usarla tras la derrota de éste, pero esto es algo inconcebible para el pensamiento instrumental y burocrático: puesto que el proyecto se ha empezado, hay que llevarlo hasta el fin. Oppenheimer declara después de la guerra: «No creo que nunca hayamos trabajado con mayor intensidad y rapidez que tras la capitulación de Alemania». Se apresuraban, en efecto, porque temían que la guerra se acabara antes de haber logrado poner a punto su hermoso invento. El mando militar, por su parte, quería que no fuese la negociación sino la intervención armada lo que llevase la guerra a su triunfal terminación». (14) Hasta aquí Todorov. Pero hay un punto más, que me parece decisivo: los Estados Unidos habían comprobado el éxito de la invención con una explosión en el desierto de Nuevo Méjico, el 16 de julio de 1945, o sea 2 meses y 9 días después de la rendición del Tercer Reich; pero ¿qué significaba un gran estruendo en medio del desierto? Nada distinto de un posible aunque insólito fenómeno de la Naturaleza, y ellos necesitaban que la bomba atómica, dicho con todo el énfasis que aquí hace al caso, «entrase en la Historia», y sólo entra de veras en la historia lo que lo hace por la puerta grande de su argumento capital: la guerra. Y mucho más si, por añadidura, decide la victoria.

§ 16. Tomaré ahora una frase del presidente Bush, que, entre otras muchas, merece ser analizada detenidamente; es ésta: «La historia nos ha dado una oportunidad de defender la libertad y combatir la tiranía y eso es exactamente lo que vamos a hacer». Nótese que no dice «nos ha confiado la misión», (15) que tendría un sentido más general, sino «nos ha dado la oportunidad», estrechamente inmediato y ocasional, con lo que la «oportunidad» no puede ser más que al atentado que ha destruido los dos rascacielos iguales. El efecto de ese atentado, empezando por las dos cámaras reunidas en el Capitolio, que aprobaron clamorosamente la concesión de poderes de guerra al presidente, e instantáneamente seguido por la inmensa mayoría de la nación, fue el desencadenamiento de una ola de patriotismo nunca antes conocida en un trance semejante y que ya habrían deseado conseguir no sólo Wilson en abril de 1917, sino incluso el propio Roosevelt en diciembre de 1941. El ilustre comentarista francés K.. S. Karol se deja llevar por la repugnancia -que, por lo demás, comparto plenamente- ante un segundo espectáculo semejante al mencionado, dado en el Capitolio con ocasión del discurso sobre el estado de la Unión, haciendo el juicio de valor de llamarlo «espectáculo aterrador de histeria colectiva», donde yo, sin embargo, cambiaría la airada calificación de «histeria», por la que creo más objetiva y menos pasional, o sea por «euforia». Una tal explosión de patriotismo, en que la patria se demuestra, de modo indiscutible, hija congénita de la guerra, es la explosión de una droga euforizante que manifiesta hasta qué punto la guerra es el momento de plenitud de un pueblo en cuanto pueblo, de una nación como nación.

El atentado que el presidente ha acabado por transfigurar en «oportunidad dada por la historia para defender la libertad y combatir la tiranía», si ha de tenerse por tal «oportunidad», lo es, en primer lugar, para el presidente mismo, su propio «Carpe diem!», al tener en sus manos los poderes de guerra que el Capitolio le ha dado por aclamación, con el entusiasmo de la nación entera, que, a semejanza del grito parisino de «¡A Berlín!», que fue el clamor popular que necesitaba y al mismo tiempo hacía necesaria la guerra del 70, le permite pensar que el pueblo lo ha querido y se lo ha dado, aunque él estime más a la altura del estilo de un gran estadista atribuírselo a la historia. En cuanto al resorte que ha trocado la destrucción de los dos rascacielos iguales en tamaña espoleta de patriotismo y de guerra, responde, a mi juicio, al inmensamente poderoso efecto de catarsis, con el correspondiente sentimiento de estado de gracia de toda la nación, que es capaz de producir la condición de víctima de una agresión tan inesperada y repentina como tremendamente mortífera. La sinrazón del agravio padecido produce en el agraviado no sólo un sentimiento de inocencia que, a manera de indulgencia plenaria, se hace inmediatamente extensivo a la totalidad de su conciencia, como una purificación completa sin residuo alguno, sino también el correlato positivo de sentirse «cargado de razón», que en la contabilidad de la conciencia adquiere, bajo la relación de equivalente, la forma de adquisición de un «capital moral». Nadie ha acertado a expresarlo con tan candorosa ingenuidad como un columnista de un diario madrileño: «Pero Estados Unidos -escribía- no puede disparar contra el primer sospechoso sin perder la superioridad moral que le ha dado ser víctima de este ataque asesino». Traduce certeramente lo que yo llamo «capital moral» por «superioridad moral», pues esa superioridad connota la exacta relación contable de que ese capital que ingresa como HABER de la cuenta moral del agredido se corresponde con un equivalente negativo que se carga en calidad de DEBE en la del agresor, acreditando por tanto el legítimo derecho del primero a resarcirse de la diferencia a expensas del segundo. Añadamos de pasada que la venganza se satisface justamente acumulando contra el ofensor méritos suficientes hasta hacerse -o haber sido, si lo miramos retroactivamente- merecedor del agravio padecido. Y recordando la frase de Roman Gary, citada por Todorov, de que «cuando la guerra se ha ganado, los vencidos quedan liberados, no los vencedores»», (16) digamos también que nada hay más peligroso para uno que estar cargado de razón ni nadie más peligroso para los demás que el que está cargado de razón.

§ 17. El clamor popular que el presidente transfiguró en oportunidad dada por la historia para defender la libertad y combatir la tiranía era cruda y desnuda sed de venganza y la explosión de patriotismo era la euforia desencadenada por la determinación de satisfacerla; de satisfacer lo que Kissinger llamaba, con lenguaje de psicólogo, «el sentimiento de autoafirmación nacional». En cuanto a la incalificable obscenidad del chiste populista del «Wanted» con la cara del jeque pegado por todas las paredes del país, responde al hecho de que para la elementalidad del alma americana la mayor eficacia publicitaria se alcanza en estos casos con la individuación del enemigo en un sujeto singular con rostro y nombre; así parece mostrarlo, en el sentido inverso, el comentario de una señora que había perdido a su marido en el atentado de Nueva York, tras la emisión del vídeo que mostraba al jeque celebrando su hazaña: «Así que este hombre estaba ya pensando una semana antes en asesinar a Mike» (la cita no es literal en cuanto al nombre del marido). Por otra parte, aquel vídeo suscitó aun mayor escándalo al presentar al jeque contando entre sonrisas de satisfacción la eficacia del atentado; tal actitud les parecía incluso más perversa que los hechos mismos, como si no se les alcanzase que cualquier persona que se ha propuesto un fin, por muy malvado que sea, no dejará de sentirse satisfecho ante el éxito logrado. Pues ¿cómo se figuraban que se había recibido en el Pentágono y en la Casa Blanca la noticia del éxito de Hiroshima?

Por otra parte, la inmediata eficacia publicitaria de la individuación del enemigo en un rostro y un nombre singular tenía la contrapartida de un riesgo previsible: al explotar ese recurso con el fin de conseguir el máximo grado de adhesión popular para la guerra, poniendo incluso como objetivo principal la captura o la muerte de ese hombre, con que se siguió cebando durante un cierto tiempo la pasión vengativa del país, se presentaba la dificultad de que ese fin puntual pudiese retrasarse, tal como de hecho acabó por ocurrir, con lo que se hizo preciso reconducir las expectativas populares; y así, por boca de Wolfowitz, empezó a rebajarse ese objetivo a la categoría de «simbólico». Los que pagaron por ello acabaron por ser los deportados a Guantánamo: arrostrando el previsible -farisaico- escándalo de los europeos, decidieron hacer públicas las fotografías, como un sustitutivo dirigido a compensar la fallida captura del jeque principal; y ni siquiera puede excluirse que de hecho los tratasen bastante mejor que lo que las fotografías querían hacer creer, pero sólo mostrándolos como inhumanamente vejados, encadenados, arrodillados y maltratados hasta el borde de la tortura creían poder alcanzar el fin probablemente pretendido con tal exhibición: el de aplacar, a falta del gran jeque, la sed de venganza del pueblo americano.

§ 18. En los antiguos cuentos infantiles, en las novelas de género, en las películas de terror, donde la ficción lo ha explotado como un elemento de placer, el miedo ha demostrado su carácter de emoción ambivalente. Por eso yo no creo que el miedo público, publicitariamente puesto a rendimiento por un gobierno seguramente no menos imbuido en esa ambivalencia emocional, ni aun en los casos en que parezca más desproporcionado, tenga tanto de delirio paranoico como de sugestión lúdica, subliminalmente placentera. De sus derivaciones en la fantasía, bajo el impulso de representarse un maligno adecuadamente sombrío, alevoso, inteligente, floreció en seguida una escuela de dibujantes que podría llamarse «neo-piranesiana», aunque de gusto menos retórico y espectacular que el del viejo maestro Piranesi, sino más utilitarista y funcional: se dibujaron, en sección vertical, complicadas instalaciones de muchos pisos vaciadas en la piedra montaña adentro y dotadas de toda suerte de adelantos tecnológicos, donde el jeque del Mal gobernaba, elegante, pensativo, melancólico, como un Capitán Nemo, salvo que no de las aguas abisales del Océano, sino de las profundas entrañas de la roca. Tan infantiles inventos de tebeo debían de satisfacer muy bien la ambivalente concupiscencia popular hacia los miedos y las fobias. Después ha venido a saberse que el gobierno al que tales fantasías soterrañas ayudaban a agigantar la imagen del maligno, la magnitud de su poder y la invisible ubicuidad de su amenaza, con el fin de exacerbar y de atraerse el patriotismo nacional y extorsionar conminatoriamente: «Conmigo o contra. mí», a todas las naciones: a las aliadas, de las que sólo quería complicidad en la culpa, no en los hechos, como ha mostrado al rechazar cualquier ayuda relevante, y a las demás, amonestándoles que no se equivocasen sobre lo que les esperaba de no tomar en serio sus palabras, ese mismo gobierno, mire usted por dónde, ha resultado ser el que realmente disponía de tal clase de delirantes instalaciones subterráneas, a las que había vuelto a poner en funcionamiento para albergar un permanente y ultrasecreto «gobierno en la sombra».

Aunque tampoco puede excluirse que el secreto sea, en verdad, el de que no hay tal gobierno en la sombra y allí tan sólo vivan, como en aquel hotel de El resplandor, aislado por la nieve en el invierno, el guarda y su mujer, con el hijito siempre patinando por los largos y desolados corredores, porque los que han multiplicado por mil o por diez mil la amenaza del maligno, poniéndola a la medida de su propia borrachera de grandeza histórica -por no decir destino escatológico, ya que tanto parecen saborear la jerga escatológica: bombones como «el día de la ira», dies irae, o «ha empezado el juicio final para los terroristas»-, elevando, así pues, la amenaza del maligno a «amenaza mundial», para poder amenazar con ella al mundo entero, acaso hayan pensado que fingiéndose plenamente convencidos serían más convincentes para los demás. La hipótesis del guarda tal vez sea un cierto exceso de suspicacia por mi parte; también podrían haber metido un centenar de extras de cine en paro, pero ¿para qué, si nadie lo iba a ver?

§ 19. En cuanto a los bombardeos que se han podido ver por la pantalla, como una sucesión de altísimas columnas de humo separadas por trechos regulares a lo largo de una línea recta como de unos 3 o 4 kilómetros -no sabría yo calcular-, que hacían pensar que algunas o muchas de ellas debían de estallar en un rodal totalmente vacío, serían probablemente un espectáculo de cine pomo sado destinado a satisfacer lo que Susan Sontag ha llamado «la lujuria que la opinión pública [americana] siente por los bombardeos en masa». Y a propósito de esta interpretación de Sontag, conviene recordar cómo al representar a Don Quijote, en el arranque de su primera salida, leyendo, «como en fantasía», (17) lo que sobre aquel mismo momento inaugural de su epopeya escribiría «en los venideros tiempos» el que contase «la verdadera historia de sus [mis] famosos hechos», (18) el felicísimo talento de Cervantes, al poner de este modo la aventura de su héroe bajo el signo inequívoco de «aventura estética», adivinaba el principio de que toda estética es una antigua ética. Este mismo principio podría aplicarse, a mi entender, al caso de la ética heroica y pistolera de la conquista del Far West, del Destino Manifiesto, que, al perpetuarse bajo la forma de estética popular en las novelas y en las películas del Oeste, ha dado lugar a que incluso tan a destiempo y tan gratuitamente como hoy se conserven entre los americanos, mucho más que en cualquier otro país, el prestigio y el culto de la violencia y de las armas. «Ferox gens, nullam uitam rati sine armis esse», como de los iberos decía Tito Livio. Sería esta misma, prestigiosa, estética la que, en el orden de lo internacional, hace que la gran mayoría de los americanos no encuentre más que un motivo de autocomplacencia al verse en el espejo con la imagen de «la nación más poderosa del planeta», scilicet «la más bendecida por Dios a lo largo de la historia».

§ 20. Pero en cuestión de bombardeos, no puedo dejar de confesar que hay como un cierto prejuicio de la sensibilidad, incluso más propio de antiguo guerrero que de moderno pacifista, frente a la invulnerabilidad e inmunidad del bombardero, que contra un enemigo incomparablemente más débil puede alcanzar el desiderátum de «bajas cero», por decirlo en la gélida jerga de la guerra actual. Y si hablo de «prejuicio de la sensibilidad» es porque ese desiderátum no sólo está defendido por una racionalidad inatacable: ¿qué hueste rechazaría garantizarse la victoria con un daño propio que tendiese a cero?, sino que incluso está implícitamente prefigurado en una de las condiciones necesarias para la «guerra justa» de los tratadistas cristianos: la de que haya un alto grado de probabilidad de la victoria, que fray Tomás de Vío, el cardenal Cayetano, lleva al extremo de exigirla como total certeza. Pero ni aun ante el incontestable rigor racional del argumento logra la sensibilidad aplacar del todo la sorda turbación que le produce la especial inmunidad del bombardero; se trata de un desasosiego que no encuentra palabras con las que explicarse ni menos todavía justificarse, salvo que no consigue reprimir el sentimiento de que tamaña inmunidad le resulte tan ofensiva, tan hiriente, como una olímpica y abusiva impunidad.

Naturalmente, si aplicamos el criterio escolástico de la guerra justa en lo que atañe al citado punto de que para serlo tiene que darse un alto grado de probabilidad de la victoria, según el padre Suárez, o la plena seguridad, según el cardenal Cayetano, jamás han visto los cielos una guerra más ignominiosamente injusta por la parte de los talibanes ni más aplastantemente justa por la de los americanos.

Dios da la victoria a los justos. Y en cuanto al desconcierto moral que puede producir en ocasiones un resultado inverso, fue al veterano senador socialista don José Prat, presidente del Ateneo cuando yo lo conocí, al que le oí una vez, ante un auditorio público, citar una sentencia que daba una salida, siquiera perentoria, para uno de esos casos de resultado inverso, precisamente entre moros y cristianos:

«Vinieron los sarracenos

y nos molieron a palos,

que Dios apoya a los malos

cuando son más que los buenos».


Notas

1. En un texto antiguo, aunque usando la palabra «nacionalismo» en lugar de la más comprehensiva «patriotismo», que conviene aquí, decía lo siguiente: «Y, por cierto, que el hecho de que el anuncio público de éste [Leopoldo Galtieri, último presidente de la Junta militar que gobernó Argentina hasta 1982] sobre la aventura [la reconquista armada de las islas Malvinas] tuviese mucho más eco popular del que esperaban los que conocen el mayoritario descontento político de la población argentina con el gobierno de la junta no tenía por qué haber sorprendido, en verdad, a nadie mucho más de cuanto podría haberle sorprendido el hecho de encontrar partidarios entusiastas de la selección nacional [el equipo de fútbol que representaba a la Argentina en el Campeonato Mundial de 1982] incluso entre los más acérrimos enemigos del régimen. La motivación psicológica colectiva viene a ser la misma».

«Desde el punto de vista subjetivo», dice Theodor W Adorno, «el nacionalsocialismo incrementó en la psiquis de los hombres el narcisismo colectivo; brevemente dicho, aumentó hasta lo inconmensurable la vanidad nacional. Los impulsos narcisistas de los individuos, que encuentran cada vez menos satisfacción en un mundo endurecido, persisten, sin embargo, mientras la civilización les niega tantas cosas, en una identificación con la totalidad como forma de satisfacción sucedánea». Y en otro lugar: «A modo de sucedáneo, el nacionalismo les devuelve, como individuos, parte del propio respeto, que la colectividad les sustrae y cuya recuperación esperan de ella al identificarse ilusoriamente con la misma». Nada de extraño hay, a tenor de esto, en que este mecanismo, que ya actúa en las llamadas democracias -donde hay siquiera un simulacro jurídico de intervención social en los negocios públicos-, actúe con tanta mayor fuerza allí donde, como en la Argentina de la Junta, la nulidad de la comunidad de ciudadanos es incluso jurídicamente efectiva y el consiguiente sentimiento de impotencia alcanza un grado extremo. Por eso no puede extrañar que ante la ocupación de las Malvinas, o aun el solo acto de desafiar a la poderosa Gran Bretaña, muchos más argentinos que los que a partir de previsiones razonables habríamos esperado se sintiesen inmediatamente colmados de un sentimiento de autoafirmación, viendo en la hazaña, no ya ninguna solución de nada, sino un puro trofeo exactamente tan deseable y tan precioso en sí mismo y por sí mismo como la copa de oro que esperaban que les trajese, de retomo a la patria, la selección nacional. Y la objetiva diferencia de lo cruento frente a lo incruento que media entre una y otra cosa tiene en lo colectivo mucha menos fuerza de lo que comúnmente se desea aceptar, ya que no hay nada que los hombres, y especialmente en colectividad, no estén dispuestos a inmolar en el altar de la autoafirmación y la soberbia».

2 «Flavio Josefo o Sobre el buen uso de la traición» y «Flavio Josefo revisado», en Ensayos de historiografía, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1990, versión castellana de José Carlos Bermejo Barrera.

3. Juan Aranzadi, que ha estudiado detenidamente los «éxodos» que han ido conformando Norteamérica, desde los pilgrims del Mayflower hasta los mormones, como puede verse en el segundo tomo de su El escudo de Arquíloco, me ha dicho de palabra que sería cabalmente apropiado, a veces incluso literalmente, designar como «sionismo» el género de configuración y la actitud fundadora de tales comunidades, de suerte que el de Eretz Israel podría llamarse -cito literalmente sus palabras- «el último sionismo».

4. Fray Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, lib. IR, cap. LXXXIV

5. B.A.E, M. Rivadeneyra, Madrid, 1873, tomo 65, pág.. 119.

6. Ab urbe condita, lib. VIII, cap. IV

7. «II est parfois nécessaire» son las palabras con que arranca la versión francesa de «la indigna pieza» -por usar una vieja expresión de Theodor W Adorno, que aquí parece venir como de molde-, publicada en el diario Le Monde del 15 de febrero del 2002. La encíclica, que también participa de epístola -quizá más propia de Clemente de Roma que de Pablo de Tarso-, pues viene encabezada como «Lettre d’Amérique, les raisons d’un combat», había sido redactada en inglés, pero no pude conseguir esa versión original. Por lo demás, no parece haber tenido mucha difusión en los EE.UU., por estar principalmente dirigida a los europeos, aunque al final se hace una apelación explícita al Islam, en la que el cris tianismo y creo que también el judaísmo, dado el credo de algunos firmantes, de los que los 60 se erigen en representantes universales cualificados, tienden la mano abierta al mahometismo con las siguientes palabras, en las que «la indigna pieza» desciende a los abismos de la indignidad: «Nosotros queremos dirigirnos en particular a nuestros hermanos y hermanas [sic] de las sociedades musulmanas. Y os decimos sin ambages: nosotros no somos enemigos vuestros, sino amigos vuestros; no debemos ser enemigos los unos de los otros. Tenemos demasiados puntos en común [sic]. Tenemos muchas cosas que hacer juntos [sic]. Vuestra dignidad humana, no menos que la nuestra -vuestro derecho a una buena vida, no menos que el nuestro-, por eso es por lo que creemos combatir» [sic]. ¿Habrán tenido la osadía de hacer una versión árabe -¡o pastún!- de semejante apelación? ¡Capaces!

8. Economía y sociedad, Segunda parte, cap. V, § 11.

9. Ensayos sobre sociología de la religión, Tercera parte -«Confucianismo y taoísmo»-, Excurso, § 3, apartado b), Tomo 1 de la versión castellana de Taurus Ediciones S.A., Madrid, 1983.

10. La política como vocación, 1919.

11. Michael Walzer, Guerras justas e injustas, versión castellana de Ediciones Paidós Ibérica S.A., Barcelona 2001, pág. 52

12. Sin embargo, después de escrito esto, me encuentro en el diario La Razón de fecha 20 de marzo del 2002, una columna en la que se habla de cierta «Carta de la Tierra», que ya desde una «Cumbre de líderes espirituales y religiosos» de septiembre del año 2000 viene estudiando y preparando semejante sincretismo religioso universal. «Se busca lanzar -dice la reseña- la «iniciativa unida de las religiones», que tiene entre sus objetivos velar por la salud de la Tierra y de todos los seres vivos. Fuertemente influenciado por la New Age, dicho proyecto apunta a la creación de una nueva religión mundial única» [...] «Para la ONU, la globalización no debe envolver apenas [quiere decir «tan sólo»] las esferas de la política, de la economía, del derecho; debe envolver el alma global. Representando a la Santa Sede, el cardenal Arinze no aceptó firmar el documento final, que colocaba a todas las religiones en un mismo pie de igualdad.» Tutto é possibile fuorché l’uomo gravido, decía mi abuela italiana.

13. Informaciones extractadas de un artículo de Jacques Isnard, aparecido en el diario Le Monde de fecha 30-31 de diciembre del 2001.

14. Tzvetan Todorov, Memoria del mal, tentación del bien, versión castellana de Ediciones Península s.a., Barcelona, 2002, páginas 280-281.

15. Como habría podido decir Max Weber en alguna de las peores tardes de su vida, como aquella de la conferencia dada en Múnich el 22 de octubre de 1916.

16. Todorov, op. cit., pág. 261.

17. Expresión de Cervantes en la dedicatoria del Persiles y Segismunda.

18. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Primera parte, cap. II.


La hija de la guerra y la madre la patria (Rafael Sánchez Ferlosio)
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