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Txema Berro

Tregua ¿para qué?

Tregua ¿para qué?

El siguiente texto es un editorial de la revista Libre Pensamiento. El texto aparece con algunas modificaciones en Diagonal

La actuación terrorista de ETA venía siendo, ya tiempo ha, una fuente de
estatismo en las dos acepciones que de esta palabra recoge el diccionario:
incremento del Estado y fortalecimiento de la quietud. Cierto que para el
incremento del Estado y de la pasividad social, que es su correlato, el poder
político utiliza cualquier circunstancia de acción u omisión, pero la acción de
ETA, el terrorismo, ha sido la circunstancia más útil y duradera de cuantas el
Estado hubiera podido encontrar a su alcance.

Sin embargo, no vale reducir el terrorismo a coartada del Poder ni tratar de
suavizar su horror en los numerosísimos actos de violencia atroz y cotidiana del
capitalismo y del estatismo. La etapa reciente, la que ahora se intenta cerrar,
viene definida por el terrorismo de ETA y es responsabilidad suya, de quienes
han cometido y alentado esos actos Es cierto, también, que simultáneamente se
han cometido actos de terrorismo de Estado con víctimas mortales y otras
arbitrariedades legales y policiales que habrá que cargar en su cuenta de
responsabilidades. Pero eso no invalida ni suaviza la afirmación anterior de la
responsabilidad central de ETA, ni hace aceptable el que esas responsabilidades
se contrarresten.

Además, para quien nos planteamos un trabajo social el terrorismo (por lo menos
el terrorismo entrado en lo sistemático y previsible), por su encarnizamiento
explícito y por su ruptura de cualquier hilo conductor entre medios y objetivos,
adopta un carácter socialmente más dañino, añadiendo a la barbarie de nuestro
tiempo el venir a cerrar el círculo y a darle un carácter de clausurado y para
siempre, ya que impide o reduce a la impotencia cualquier otra forma de
contestación social. No es poco.
Dada la situación en la que nos encontrábamos, la tregua permanente es la opción
menos mala de cuantas podían producirse en relación a la actuación de ETA. La
importancia del anuncio de tregua se reduce a abrir la posibilidad de poner fin
a una época realmente ignominiosa para el conjunto de la sociedad. El ser esta
opción la menos mala le convierte en una magnífica noticia, inicio de un proceso
cuya culminación es absolutamente deseable y al que todos, cada uno de acuerdo a
nuestras posibilidades, tendremos que contribuir, pese a las muchas reticencias
y aun repugnancias que durante su andadura se nos puedan despertar.
Aunque esa culminación no añada horizontes y posibilidades a la actual
situación, sí que solucionaría, y no es poco, el problema que ETA venía
suponiendo, incluso para su propia causa. Ese final de una actuación degradada y
degradante es de por sí una buena noticia, teniendo además la ventaja de que
quizás nos permitirá ver y abordar el conjunto de la realidad en su normalidad
nada halagüeña.

El proceso entre el anuncio de tregua y el acuerdo definitivo no va a ser,
previsiblemente, un incentivo para la participación. La de la negociación es una
etapa continuadora de la de guerra y durante ella el protagonismo va a seguir
correspondiendo a los que lo han detentado en la anterior. Cierto que surgirán
plataformas más plurales, pero, aunque adopten las formas de cauces de
participación, no pasarán de ser instrumentos de aglutinación de fuerzas en
torno a las posturas previamente establecidas, y seguiremos durante ese proceso
en la misma dinámica dicotomizadora y excluyente que ha imperado durante el
conflicto. Nos pacificarán (y eso sigue siendo deseable) los mismos que nos han
mantenido en guerra.
Tampoco ese final va a significar algún grado de asunción de responsabilidades
de todas las barbaridades cometidas, y esa no culpabilización se hará más dañina
que las justificaciones utilizadas en la etapa de conflicto porque adquirirá
carácter más definitivo, también porque llevará a la confusión entre la
previsible y conveniente anulación o suavización de las consecuencias judiciales
de esas actuaciones y su responsabilidad moral, que en ese momento debiera
quedar más notoria. Esa no asunción impide cualquier reconocimiento real de las
víctimas y de restañación de heridas, pese a que puedan producirse declaraciones
que lo parezcan.
Pero todo eso, sin darlo por bueno, habrá que dejarlo para más adelante.

A la
realidad no se le puede pedir en cada momento más de lo que puede dar de sí y
ahora habrá que conformarse con que ese conflicto no produzca más heridas ni
víctimas ni conculcaciones de derechos, admitiendo incluso el que los agentes
causantes sigan explicando lo inexplicable y traten de ocupar posiciones
ventajosas. Esas aspectos negativos, que hoy no pueden plantearse como
obstáculos al actual proceso, una vez culminado éste habrá que tratar de
recuperarlos como no olvido y como propuestas que avancen en lo que hoy quede
relegado.
Para terminar tendríamos que tratar de reflexionar sobre lo que a nosotros
mismos se refiere. En primer lugar habría que reconocer que nuestra actuación
durante el conflicto, siendo clara, no ha sido suficientemente explícita. Con
todos los atenuantes de nuestra escasa incidencia y las dificultades que eso
añade a la posibilidad de ejercer unas posturas propias, no hay que ocultar que
el miedo a caer (o a que nos encasillaran, que es peor) en las posturas del
poder nos ha restado valentía para explicitar y concretar esa postura contraria
a la lucha armada que, en teoría, era suficientemente clara entre nosotros.
Un segundo aspecto del que aprender se refiere a los conflictos, los métodos de
lucha y la negociación. En el caso que nos ocupa el ejemplo en negativo es
claro: existe un conflicto inicial que se trata de solucionar mediante un método
de lucha; el método de lucha elegido y mantenido hasta el empecinamiento, acaba
convirtiéndose en el problema y desplazando al conflicto inicial, hasta el punto
que la negociación final se centra en los problemas generados por el método de
lucha.

Frente a esa forma de hacer, necesitamos unos criterios radicalmente
distintos. Nuestra tarea inicial es la de que las numerosas situaciones de
injusticia se traduzcan en conflictos sociales. Para ello proponemos y adoptamos
unas formas de actuación que tienen que ser acordes con el objetivo que se
proponen conseguir, siendo fundamental que no se conviertan en atrapantes, sino
que en cada momento puedan ser puestas en cuestión y rectificadas, para lo que
es imprescindible que los protagonistas del conflicto participen y lo dirijan no
sólo en sus objetivos sino también en las formas que adopta, entendiendo las
modificaciones que en ella deban producirse, de modo que ni el método de lucha
ni la CGT, en cuanto parte actora, acaben convirtiéndose en obstáculo para una
posible solución. Para finalizar, la negociación no cierra habitualmente el
conflicto sino que lo sitúa en otro plano, y una buena negociación, además de
conseguir objetivos, nos tiene que situar en una mejor posición para seguir
haciendo frente a la situación: habitualmente objetivos conseguidos y posición
adquirida van unidos, pero no siempre y en esos casos debemos valorar más la
posición que los logros.
Por último, la desaparición de una forma de actuación violenta hasta el absurdo
y de efectos altamente contaminantes como la que ha venido manteniendo ETA, debe
dejarnos el campo libre a la búsqueda de nuevas formas de acción que acaben con
el testimonialismo adormecedor y resignado en el que están instaladas con
frecuencia las causas sociales. Las formas de acción directa no violenta,
debemos planteárnoslas con la exigencia e iniciativa necesarias para que
desarrollen su carácter de violentación de las numerosas situaciones de
injusticia y arbitrariedad y de presión sobre los agentes que las causan.

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