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Miles de Millones

Carl Sagan en el debate sobre el aborto: entre «la vida» y «la elección»

Carl Sagan en el debate sobre el aborto: entre «la vida» y «la elección»

ABORTO: ¿ES POSIBLE TOMAR
AL MISMO TIEMPO PARTIDO POR
«LA VIDA» Y «LA ELECCIÓN»? *

Carl Sagan

La humanidad gusta de pensar en términos de extremos opuestos. Está acostumbrada a formular sus creencias bajo la for­ma de «o esto o lo otro», entre los que no reconoce posibilidades intermedias. Cuando se la fuerza a reconocer que no cabe optar por los extremos, todavía sigue inclinada a mantener que son váli­dos en teoría, pero que en las cuestiones prácticas las circunstan­cias nos obligan a llegar a un compromiso.
John Dewey, Experience and Education, I, 1938

La cuestión quedó zanjada hace años. El poder judicial optó por el término medio. Uno pensaría que la polémica había concluido, pero sigue habiendo concentraciones masivas, bombas e intimidación, muertes de trabajadores de clínicas abortistas, detenciones, intensas campañas, drama legislativo, audiencias del Congreso, decisiones del Tribuna Supremo, grandes partidos políticos que casi se definen sobre la materia y eclesiásticos que amenazan con la perdición a los políticos. Los adversarios se lanzan acusaciones de hi­pocresía y asesinato. Se invocan por igual el espíritu de la Constitución y la voluntad de Dios. Se recurre a argumentos dudosos como si fueran certidumbres. Los bandos en liza apelan a la ciencia para fortalecer sus posiciones. Se dividen las familias, maridos y mujeres deciden no hablar del asunto, viejos amigos dejan de hablarse. Los políticos examinan los últimos sondeos para descubrir qué les dicta la conciencia. Entre tanto grito, resulta difícil que los adversarios se escu­chen. Las opiniones se polarizan. Las mentes se cierran.

¿Es ilícito interrumpir un embarazo? ¿Siempre? ¿A ve­ces? ¿Nunca? ¿Cómo decidir? Escribimos este artículo para entender mejor cuáles son las posturas enfrentadas y para ver si conseguimos hallar una posición que satisfaga ambas. ¿No existe término medio? Hay que sopesar los argumentos de uno y otro bando para determinar su consistencia y plantear supuestos prácticos, puramente hipotéticos en más de un caso. Si pareciera que algunos de estos supuestos van dema­siado lejos, solicitamos del lector que tenga paciencia, pues estamos tratando de forzar las diversas posturas hasta su punto de ruptura a fin de advertir sus debilidades y fallos.

Cuando se reflexiona sobre ello, casi todo el mundo reco­noce que no hay una respuesta tajante. Vemos que muchos partidarios de posturas divergentes experimentan cierta inquietud o incomodidad cuando se dualiza lo que hay detrás de los argumentos enfrentados (en parte por eso se rehuyen tales confrontaciones). La cuestión afecta con seguridad a interro­gantes más hondos: ¿cuáles son nuestras responsabilidades mutuas?, ¿debemos permitir que el Estado intervenga en los aspectos más íntimos y personales de nuestra vida?, ¿dónde están los límites de la libertad?, ¿qué significa ser humano?

Respecto de los múltiples puntos de vista, existe la exten­dida opinión -sobre todo en los medios de comunicación, que rara vez tienen el tiempo o la inclinación debidos para es­tablecer distinciones sutiles- de que sólo existen dos: «pro elección» y «pro vida». Así es como se autodenominan los dos bandos contendientes y así los llamaremos aquí. En la caracte­rización más simple, un partidario de la elección sostendrá que la decisión de interrumpir un embarazo sólo corresponde a la mujer y que el Estado no tiene derecho a intervenir, en tanto que un antiabortista mantendrá que el embrión o feto está vivo desde el momento de la concepción, que esta vida nos impone la obligación moral de preservarla y que el aborto equivale a un asesinato. Ambas denominaciones -pro elec­ción y pro vida- se eligieron pensando en influir sobre quie­nes aún no se habían decidido: pocos desearán ser incluidos entre los adversarios de la libertad de elección o los enemigos de la vida. La libertad y la vida son, desde luego, dos de nues­tros valores más apreciados, y aquí parecen hallarse en un conflicto fundamental.

Consideraremos sucesivamente estas dos posiciones ab­solutistas. Un bebé recién nacido es con seguridad el mismo ser que justo antes de nacer. Existen pruebas sólidas de que un feto ya bien desarrollado reacciona a los sonidos, inclu­yendo la música, pero en especial a la voz de su madre. Pue­de chuparse el pulgar o sobresaltarse. De vez en cuando genera ondas cerebrales de adulto. Hay quienes afirman re­cordar su nacimiento o incluso el entorno uterino. Quizá se piense dentro del útero. Resulta difícil sostener que en el mo­mento del parto sobreviene abruptamente una transforma­ción hacia la personalidad plena. ¿Por qué, pues, debería con­siderarse asesinato matar a un bebé el día después de nacer pero no el día antes?

En términos prácticos, esto es poco importante. Menos del 1% de los abortos registrados en Estados Unidos tienen lugar en los tres últimos meses de embarazo (y tras una investigación más atenta se descubre que la mayoría corresponden a abortos naturales o errores de cálculo). Sin embargo, los abortos reali­zados durante el tercer trimestre proporcionan una prueba de los límites del punto de vista «pro elección». ¿Abarca el «derecho innato de una mujer a controlar su propio cuerpo» el de matar a un feto casi completamente desarrollado y que, a todos los fines, resulta idéntico a un recién nacido?

Creemos que muchos de quienes defienden la libertad re­productiva se sienten, al menos en ocasiones, inquietos ante esta pregunta, pero son reacios a planteársela porque es el co­mienzo de una pendiente resbaladiza. Si resulta inadmisible suspender un embarazo en el noveno mes, ¿qué sucede con el octavo, el séptimo, el sexto...? ¿No cabe deducir que el Esta­do puede intervenir en cualquier momento si reconocemos su capacidad para actuar en un determinado momento del embarazo? Esto invoca el espectro de unos legisladores, pre­dominantemente varones y opulentos, decidiendo que muje­res que viven en la pobreza carguen con unos niños que no pueden permitirse el lujo de criar; obligando a adolescentes a traer al mundo hijos para los que no están emocionalmente preparadas; diciendo a las mujeres que aspiran a una carrera profesional que deben renunciar a sus sueños, quedarse en casa y criar niños; y, lo peor de todo, condenando a las vícti­mas de violaciones e incestos a aceptar sin más la prole de sus agresores [1]. Las prohibiciones legislativas del aborto suscitan la sospecha de que su auténtico propósito sea controlar la in­dependencia y la sexualidad de las mujeres. ¿Con qué dere­cho los legisladores se permiten decir a las mujeres qué deben hacer con su cuerpo? La privación de la libertad de repro­ducción es degradante. Las mujeres ya están hartas de ser avasalladas.

Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que es justo que se prohíba el asesinato y que se imponga una pena a quien lo comete. Muy débil sería la defensa del asesino si ale­gara que se trataba de algo entre su víctima y él, y que eso no concernía a los poderes públicos. ¿No es deber del Estado impedir que se elimine un feto si ese acto constituye de he­cho el asesinato de un ser humano? Se supone que una de las funciones del Estado es proteger al débil frente al fuerte.

Si no nos oponemos al aborto en alguna etapa del emba­razo, ¿no existe el peligro de considerar a toda una categoría de seres humanos indigna de nuestra protección y respeto? ¿No es ésa una de las características del sexismo, el racismo, el nacionalismo y el fanatismo religioso? ¿Acaso quienes se dedican a combatir tales injusticias no deberían evitar escru­pulosamente que se cometa otra?

Hoy por hoy no existe el derecho a la vida en ninguna sociedad de la Tierra, ni ha existido en el pasado (con unas pocas excepciones, como los jainistas de la India): criamos animales de granja para su sacrificio, destruimos bosques, contaminamos ríos y lagos hasta que ningún pez puede vivir en ellos, matamos ciervos y alces por deporte, leopardos por su piel y ballenas para hacer abono, atrapamos delfines que se debaten faltos de aire en las grandes redes para atunes, ma­tamos cachorros de foca a palos, y cada día provocamos la extinción de una especie. Todas esas bestias y plantas son se­res vivos como nosotros. Lo que (supuestamente) está prote­gido no es la vida en sí, sino la vida humana.

Aun con esa protección, el homicidio ocasional es un he­cho corriente en las ciudades y libramos guerras «convencio­nales» con un coste tan elevado que por lo general preferi­mos no pensar demasiado en ello. (Significativamente, suelen justificarse las matanzas en masa organizadas por los estados redefiniendo como subhumanos a nuestros adversarios de raza, nacionalidad, religión o ideología.) Esa protección, ese derecho a la vida, no reza para los 40.000 niños menores de cinco años que mueren cada día en el planeta por causa de inanición, deshidratación, enfermedades y negligencias que ha­brían podido evitarse.

La mayoría de quienes defienden el «derecho a la vida» no se refieren a cualquier tipo de vida, sino, especial y singu­larmente, a la vida humana. También ellos, como los partida­rios de la elección, deben decidir qué distingue a un ser hu­mano de otros animales y en qué momento de la gestación emergen esas cualidades específicamente humanas, sean cua­les fueren.

Pese a las numerosas afirmaciones en contra, la vida no comienza en el momento de la concepción; es una cadena ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la Tierra, hace 4.600 millones de años. Tampoco la vida humana co­mienza en la concepción, sino que es una cadena ininterrum­pida que se remonta a los orígenes de nuestra especie, hace cientos de miles de años. Más allá de toda duda, cada esper­matozoide y cada óvulo humanos están vivos. Es obvio que no son seres humanos, pero lo mismo podría decirse de un óvulo fecundado.

En algunos animales, un óvulo puede desarrollarse hasta convertirse en un adulto sano sin la contribución de un es­permatozoide. No sucede así, por lo que sabemos, entre los seres humanos. Un espermatozoide y un óvulo no fecunda­do comprenden conjuntamente toda la dotación genética de una persona. En ciertas circunstancias, tras la fecundación pueden llegar a convertirse en un bebé. Sin embargo, la ma­yoría de óvulos fecundados aborta de modo espontáneo. La conclusión del desarrollo no está garantizada. Ni el esperma­tozoide ni el óvulo aislados, como así tampoco el óvulo fe­cundado, pasan de ser un bebé o un adulto potenciales. ¿Por qué, pues, no se considera asesinato destruir un espermato­zoide o un óvulo si uno y otro son tan humanos como el óvulo fecundado producido por su unión, y en cambio sí se considera asesinato destruir un óvulo fecundado, aunque sólo sea un bebé en potencia?

De una eyaculación humana media surgen centenares de millones de espermatozoides (agitando la cola y a una veloci­dad de 12 centímetros por hora). Un hombre joven y sano puede producir en una o dos semanas espermatozoides sufi­cientes para doblar la población humana de la Tierra. ¿Signi­fica esto que la masturbación es un asesinato en masa? ¿Qué decir, entonces, de las poluciones nocturnas o del simple acto sexual? ¿Muere alguien cuando cada mes se expulsa el óvulo no fecundado? ¿Deberíamos llorar todos esos abortos es­pontáneos? Muchos animales inferiores pueden desarrollarse en laboratorio a partir de una sola célula corporal. Las células humanas pueden ser objeto de donación. (La cepa más fa­mosa quizá sea la HeLa, bautizada así por Helen Lane, su donante.) A la luz de tal tecnología, ¿sería un crimen en masa la destrucción de células potencialmente clonables? ¿Y el derramamiento de una gota de sangre?

Todos los espermatozoides y óvulos humanos son mitades genéticas de seres humanos potenciales. ¿Es preciso hacer es­fuerzos heroicos por salvar y preservar a todos y cada uno, en razón de ese «potencial»? ¿Es inmoral o criminal no hacerlo? Existe, desde luego, una diferencia entre suprimir una vida y no salvarla. También es muy distinta la probabilidad de super­vivencia de un espermatozoide de la de un óvulo fecundado. Sin embargo, el absurdo de un cuerpo de ínclitos conservadores de semen nos lleva a preguntarnos si el simple «poten­cial» que tiene un óvulo fecundado de convertirse en un bebé convierte realmente su destrucción en un asesinato.

A los enemigos del aborto les preocupa que, una vez au­torizado el inmediato a la concepción, ninguna argumenta­ción lo impida en cualquier momento subsiguiente del emba­razo. Temen que un día resulte admisible matar a un feto que sea, inequívocamente, un ser humano. Tanto los partidarios de la elección como los de la vida (al menos algunos) se ven empujados a posiciones tajantes por su temor compartido a esa pendiente resbaladiza.

Otra pendiente resbaladiza es aquella a la que llegan los antiabortistas dispuestos a hacer una excepción en el caso an­gustioso de un embarazo fruto de la violación o el incesto. Ahora bien, ¿por qué debería depender el derecho a la vida de las circunstancias de la concepción? ¿Puede el Estado decidir la vida para la prole de una unión legítima y la muerte para la concebida por la fuerza o la coerción, cuando en ambos casos se trata de la vida de un niño? ¿Cómo puede ser esto justo? Por otra parte, ¿por qué no hacer extensiva a cualquier otro feto la excepción que se aplica a éstos? A tal motivo se debe en parte el que algunos antiabortistas adopten la postura, considerada indignante por muchas otras personas, de oponerse al aborto en cualquier circunstancia (excepto, quizá, cuando co­rre peligro la vida de la madre [2] ).

En todo el mundo, la causa más frecuente de aborto es, con mucho, el control de la natalidad. ¿No deberían, entonces, los adversarios del aborto distribuir anticonceptivos y enseñar su uso a los escolares? Ése sería un medio eficaz de reducir los abortos. Por el contrario, Estados Unidos se halla muy por detrás de otras naciones en el desarrollo de métodos seguros y eficaces de control de la natalidad y, en muchos casos, la opo­sición a tales investigaciones (y a la educación sexual) ha procedido de las mismas personas que se oponen al aborto [3].

La búsqueda de un criterio éticamente sólido y no ambi­guo acerca de si el aborto es admisible en algún momento tie­ne profundas raíces históricas. Con frecuencia, y sobre todo en la tradición cristiana, esta búsqueda estuvo ligada a la cuestión del instante en que el alma penetra en el cuerpo, ma­teria no demasiado susceptible de investigación científica y tema polémico incluso entre teólogos eruditos. Se ha afirma­do que la infusión del alma tenía lugar en el semen antes de la concepción, durante ésta, en el momento en que la madre percibe por vez primera los movimientos del feto en su seno y en el nacimiento mismo o incluso más tarde.

Cada religión tiene su doctrina. Entre los cazadores-reco­lectores no suele haber prohibiciones contra el aborto, y tam­bién era corriente en la Grecia y la Roma antiguas. Por el con­trario, los asirios, más severos, empalaban en estacas a las mujeres que trataban de abortar. El Talmud judío enseña que el feto no es una persona y, en consecuencia, carece de dere­chos. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo -que abundan en prohibiciones en extremo minuciosas res­pecto a la indumentaria, dieta y palabras- no aparece una sola mención que prohíba de modo específico el aborto. El único pasaje que menciona algo relevante en este sentido (Éxodo 21: 22) declara que si surge una pelea y una mujer resulta acciden­talmente lesionada y aborta, el responsable debe pagar una multa. Ni san Agustín ni santo Tomás de Aquino conside­raban homicidio el aborto en fase temprana (el último ba­sándose en que el embrión no «parece» humano). Esta idea fue adoptada por la Iglesia en el Concilio de Vienne (Francia) en 1312 y nunca ha sido repudiada. La primera recopilación de derecho canónico de la Iglesia católica, vigente durante mucho tiempo (de acuerdo con el notable historiador de las enseñanzas eclesiásticas sobre el aborto, John Connery, S. J.) sostenía que el aborto era homicidio sólo después de que el feto estuviese ya «formado», aproximadamente hacia el final del primer trimestre.

Sin embargo, cuando en el siglo XVII se examinaron los espermatozoides a través de los primeros microscopios, parecían mostrar un ser humano plenamente formado. Se re­sucitó así la vieja idea del homúnculo, según la cual cada es­permatozoide era un minúsculo ser humano plenamente for­mado, dentro de cuyos testículos había otros innumerables homúnculos, y así ad infinitum.

En parte por obra de esta mala interpretación de datos científicos, el aborto, en cualquier momento y por cualquier razón, se convirtió en motivo de excomunión a partir de 1869. Para la mayoría de católicos resulta sorprendente que la fecha no sea más remota.

Desde la época colonial hasta el siglo XIX, en Estados Unidos la mujer era libre de decidir hasta que «el feto se mo­vía». Un aborto en el primer trimestre de embarazo, e inclu­so en el segundo, constituía, en el peor de los casos, una in­fracción. Rara vez se solicitaba una condena al respecto, y resultaba casi imposible de obtener, en parte porque depen­día por entero del propio testimonio de la mujer acerca de si había sentido los movimientos del feto, y en parte por la re­pugnancia del jurado a declararla culpable por haber ejercido su derecho a elegir. Se sabe que en 1800 no existía en Estados Unidos una sola disposición concerniente al aborto. En la práctica totalidad de los periódicos (y hasta en muchas publi­caciones eclesiásticas) aparecían anuncios de productos abor­tivos, aunque el lenguaje empleado fuese convenientemente eufemístico.

Hacia 1900, en cambio, en todos los estados de la Unión, el aborto estaba vedado en cualquier momento del embara­zo, excepto cuando fuese necesario para salvar la vida de la mujer. ¿Qué sucedió para que se produjera un cambio tan extraordinario? La religión tuvo poco que ver. Las drásticas transformaciones económicas y sociales que se producían en Estados Unidos estaban transformando la sociedad agraria en otra urbana e industrializada. Norteamérica estaba pasan­
do de una de las tasas más altas de natalidad del mundo a una de las más bajas. Es innegable que el aborto desempeñó un papel en ello y estimuló fuerzas para su supresión.

Una de las más significativas fue la profesión médica. Hasta mediado el siglo XIX la medicina constituía una activi­dad sin reconocimiento oficial y sin supervisión. Cualquiera podía colocar un cartel a la puerta de su casa y autotitularse médico. Con el auge de una nueva elite médica de formación universitaria, ansiosa de incrementar el rango y la influencia de los facultativos, se constituyó la Asociación Médica Ame­ricana. Durante su primera década la AMA empezó a presio­nar para que el aborto sólo pudiera ser efectuado por quienes poseyesen título facultativo. Los nuevos conocimientos en embriología, afirmaban los médicos, habían revelado que el feto era humano incluso antes de que la madre sintiese su presencia.

El asalto de la profesión médica contra el aborto no se debió a una inquietud por la salud de la mujer, sino, según se decía, por el bienestar del feto. Había que ser médico para sa­ber cuándo resultaba moralmente justificable un aborto, por­que la cuestión dependía de hechos científicos y médicos que sólo los facultativos comprendían. Al mismo tiempo, las mu­jeres quedaban excluidas de las facultades de medicina, don­de habrían podido adquirir conocimientos tan arcanos.

Tal como se desarrollaban las cosas, las mujeres nada te­nían que decir acerca de la interrupción de sus propios emba­razos. También correspondía a los médicos determinar si la gestación planteaba un riesgo para la mujer y quedaba ente­ramente a su discreción decidir qué era arriesgado y qué no lo era. Para la mujer rica, podía tratarse de un peligro para su tranquilidad emocional o incluso para su estilo de vida. La mujer pobre se veía a menudo obligada a recurrir al aborto clandestino.

Así fue la ley hasta la década de los sesenta de este siglo, cuando una coalición de individuos y organizaciones, entre las que figuraba la AMA, trató de abolirla y restablecer los valores más tradicionales, que se encarnarían en el caso Roe contra Wade.

Si uno mata deliberadamente a un ser humano, se dice que ha cometido un asesinato. Si el muerto es un chimpancé -nuestro más próximo pariente biológico, con el que com­partimos el 99,6 % de genes activos- cualquiera, entonces no es asesinato. Hasta la fecha, el asesinato se aplica sólo al hecho de matar seres humanos. Por eso resulta clave en el de­bate sobre el aborto la cuestión del momento en que surge la personalidad (o, si se prefiere, el alma). ¿Cuándo se hace hu­mano el feto? ¿Cuándo emergen las cualidades distintiva­mente humanas?

Reconocemos que la fijación de un momento exacto tie­ne que pasar por alto las diferencias individuales. Por ese motivo, si hay que trazar una línea, se debe proceder con cautela, es decir, pecar más por exceso que por defecto. Hay personas que se oponen al establecimiento de un límite nu­mérico, y compartimos su inquietud, pero si tiene que existir una ley sobre esta materia, que represente un compromiso útil entre las dos posiciones extremas, hay que determinar, al menos aproximadamente, un periodo de transición hacia la personalidad.

Cada uno de nosotros partió de un punto. Un óvulo fe­cundado tiene aproximadamente el tamaño del punto que hay al final de esta frase. La unión trascendental de esperma­tozoide y óvulo suele tener lugar en una de las dos trompas de Falopio. Una célula se convierte en dos, dos se convierten en cuatro, etc. (una aritmética exponencial de base 2). Hacia el décimo día el óvulo fecundado se ha trocado en una espe­cie de esfera hueca que se encamina hacia otro reino, el útero. A su paso destruye tejidos, absorbe sangre de los vasos capi­lares, se baña en la sangre materna, de la que extrae oxígeno y nutrientes, y se fija como una especie de parásito a la pared del útero.
Hacia la tercera semana, para cuando se produce la primera falta, el embrión en formación tiene unos dos milí­metros de longitud y desarrolla varias partes del cuerpo. Sólo en esta etapa comienza a depender de una placenta rudimen­taria. Recuerda algo a un gusano segmentado [4].

Hacia el final de la cuarta semana ya mide unos 5 mi­límetros. Es reconocible ahora como vertebrado, su corazón en forma de tubo comienza a latir, se advierte algo parecido a los arcos branquiales de un pez o un anfibio, y una cola pro­nunciada. Parece más bien una lagartija acuática o un rena­cuajo. Éste es el final del primer mes de gestación.

Hacia la quinta semana, cabe distinguir las grandes divisiones del cerebro. Se evidencia lo que más tarde serán los ojos y aparecen unos pequeños brotes que luego se trans­formarán en brazos y piernas.

- Hacia la sexta semana el embrión mide 13 milímetros. Los ojos permanecen todavía a los lados de la cabeza, como en la mayor parte de los animales, y la cara reptiliana posee unas hendiduras unidas que más tarde darán lugar a la boca y la nariz.

- Hacia el final de la séptima semana la cola casi ha de­saparecido y se advierten ya caracteres sexuales (aunque am­bos sexos parecen femeninos). La cara es de mamífero, pero un tanto porcina.

- Hacia el final de la octava semana la cara semeja la de un primate, si bien aún no es del todo humana. En sus ele­mentos esenciales ya están presentes la mayoría de las partes del cuerpo. La anatomía del cerebro inferior está bien de­sarrollada. El feto revela respuestas reflejas a estímulos su­tiles.

Hacia la décima semana la cara tiene ya un aspecto in­confundiblemente humano. Comienza a ser posible distin­guir niños de niñas. Las uñas y las grandes estructuras óseas no resultan evidentes hasta el tercer mes.

- Hacia el cuarto mes se puede diferenciar la cara de un feto de la de otro. En el quinto mes la madre suele sentir sus movimientos. Los bronquiolos pulmonares no empiezan a desarrollarse hasta aproximadamente el sexto mes y los al­véolos aún más tarde.

¿Cuándo accede, pues, un feto a la personalidad, habida cuenta que sólo una persona puede ser asesinada? ¿Cuan­do la cara se torna claramente humana, cerca del final del pri­mer trimestre? ¿Cuando reacciona ante los estímulos, tam­bién al final del primer trimestre? ¿Cuando se torna lo bastante activo para que la madre lo sienta, hacia la mitad del segundo trimestre? ¿Cuando los pulmones alcanzan un gra­do de desarrollo suficiente para que el feto pueda respirar por sí mismo, llegado el caso, el aire exterior?

Lo malo de estos hitos del desarrollo no es sólo que sean arbitrarios: más inquietante resulta el hecho de que ninguno implica características exclusivamente humanas, al margen de la cuestión superficial de la apariencia facial. Todos los ani­males reaccionan ante los estímulos y se mueven a su antojo. Muchos son capaces de respirar. Sin embargo, eso no impide que los matemos por miles de millones. Los reflejos, el movi­miento y la respiración no son lo que nos hace humanos.

Otros animales nos superan en velocidad, fuerza, resis­tencia, a la hora de trepar, excavar o camuflarse, en vista, ol­fato, oído, o en el dominio del aire o del agua. Nuestra única gran ventaja es el pensamiento. Somos capaces de reflexionar, de imaginar acontecimientos que todavía no han sucedido, de concebir cosas. Así fue como inventamos la agricultura y la civilización. El pensamiento es nuestra bendición y nuestra maldición, y nos hace ser lo que somos.

El pensamiento tiene lugar, desde luego, en el cerebro, sobre todo en las capas superiores de la «materia gris» reple­gada que llamamos corteza cerebral. Cerca de 100.000 millo­nes de neuronas cerebrales constituyen la base material del pensamiento. Las neuronas están unidas entre sí y sus cone­xiones desempeñan un papel crucial en lo que llamamos pen­samiento, pero la conexión a gran escala de las neuronas no empieza hasta el sexto mes de embarazo.

Mediante la colocación de electrodos inofensivos en la cabeza de un individuo, los científicos pueden medir la acti­vidad eléctrica emanada de la red de neuronas cerebrales. Di­ferentes tipos de acción mental revelan distintas clases de on­das cerebrales, pero las pautas regulares típicas del cerebro humano de un adulto no aparecen en el feto hasta cerca de la trigésima semana del embarazo, hacia el comienzo del tercer trimestre. Hasta entonces, los fetos, por vivos y activos que parezcan, carecen de la necesaria arquitectura cerebral. Toda­vía no pueden pensar. Aceptar que se puede matar cualquier criatura viva, en especial una que más tarde tal vez se con­vierta en un bebé, es problemático y doloroso, pero hemos rechazado los extremos «siempre» y «nunca», y eso nos co­loca, querámoslo o no, en la pendiente resbaladiza. Si tene­mos que optar por un criterio de desarrollo, aquí es donde hay que trazar la raya: cuando se hace posible un mínimo asomo de pensamiento característicamente humano.

Se trata, en realidad, de una definición muy conservadora: rara vez se encuentran en un feto ondas cerebrales regula­res. Serían útiles nuevas investigaciones (también comienzan tardíamente las ondas cerebrales bien definidas durante la gestación de fetos de babuinos y ovejas). Si pretendemos que el criterio sea todavía más estricto para tomar en considera­ción el desarrollo cerebral precoz de algún feto, podemos trazar la raya a los seis meses. Ahí es en donde la trazó el Tri­bunal Supremo de Estados Unidos en 1973, aunque por ra­zones completamente diferentes.

Su decisión en el caso Roe contra Wade modificó la legis­lación estadounidense sobre el aborto, que lo permite a peti­ción de la mujer sin limitaciones durante el primer trimestre y, con ciertas restricciones encaminadas a proteger su salud, en el segundo trimestre, y autoriza a los estados a prohibir el aborto en el tercer trimestre, excepto cuando exista una seria amenaza para la vida o la salud de la mujer. En la decisión de Webster de 1989, el Tribunal Supremo se negó explícitamen­te a revocar la sentencia del caso Roe contra Wade, pero de hecho invitó a las 50 legislaturas estatales a que decidiesen por su cuenta.

¿Cuál fue el razonamiento en el caso Roe contra Wade? No reconocía peso legal a lo que suceda con los niños una vez nacidos o con la familia. El tribunal determinó, en cam­bio, que el derecho de una mujer a la libertad de reproduc­ción se halla protegido por la garantía constitucional de su intimidad. Ahora bien, ese derecho no es omnímodo. Hay que sopesar la garantía de intimidad de la mujer y el derecho a la vida del feto, y cuando el tribunal consideró la cuestión otorgó prioridad a la intimidad en el primer trimestre y a la vida en el tercero. La transición no se estableció según las consideraciones tratadas hasta ahora en este capítulo: cuándo sucede la «infusión del alma» o en qué momento reviste el feto suficientes rasgos humanos para ser protegido por la le­gislación contra el asesinato. El criterio adoptado fue, por el contrario, si el feto podía vivir fuera de la madre. Esto es lo que se denomina «viabilidad», y depende en parte de la capa­cidad de respirar. Sencillamente, los pulmones no están desa­rrollados y el feto no puede respirar -por muy perfecciona­do que fuese el pulmón artificial de que se le dotase- hasta cerca de la vigésimo cuarta semana, hacia el comienzo del sexto mes. Es por esto por lo que la legislación estadouni­dense permite a los estados prohibir los abortos en el tercer trimestre. Se trata de un criterio muy pragmático.

Según la argumentación, si en una cierta etapa de la gesta­ción pudiese ser viable el feto fuera del útero, entonces su de­recho a la vida se impondría al derecho de la mujer a la inti­midad. Ahora bien, ¿qué significa «viable»? Incluso un recién nacido a término no es viable sin cuidado y cariño considera­bles. Hace tan sólo unas décadas, antes de las incubadoras, la viabilidad de los bebés nacidos en el séptimo mes era improbable. ¿Hubiera sido admisible entonces abortar en el séptimo mes? ¿Se tornaron de repente inmorales los abortos en el séptimo mes tras la invención de las incubadoras? ¿Qué su­cederá si en el futuro se desarrolla una nueva tecnología que permita a un útero artificial mantener un feto vivo incluso an­tes del sexto mes, proporcionándole oxígeno y nutrientes a través de la sangre (como hace la madre a través de la placen­ta)? Reconocemos que es improbable que vaya a existir esa tecnología a corto plazo o que llegue a estar al alcance de gran número de personas, pero ¿sería entonces inmoral abor­tar antes del sexto mes cuando antes no lo era? Una morali­dad que depende de la tecnología y cambia con ésta es una moralidad frágil y, para algunos, inaceptable.

Es más, ¿por qué han de ser la respiración, el funciona­miento de los riñones o la capacidad de resistir las enfer­medades, por ejemplo, justificativos de la protección legal? ¿Sería admisible matar un feto que revelase pensamientos y sentimientos pero que no fuera capaz de respirar? A nuestro juicio, el argumento de la viabilidad no puede determinar de manera coherente cuándo son admisibles los abortos. Se requiere otro criterio. Una vez más, ofrecemos la considera­ción del primer atisbo de pensamiento humano.

Puesto que, por término medio, el pensamiento fetal co­mienza a manifestarse incluso después del desarrollo fetal de los pulmones, creemos que la sentencia del caso Roe contra Wade fue una decisión buena y prudente respecto de una cuestión compleja y difícil. Con la prohibición del aborto en el último trimestre -excepto en los casos de grave necesidad médica- se alcanza un equilibrio justo entre las reivindica­ciones enfrentadas de la libertad y de la vida.

NOTAS

* Escrito en colaboración con Ann Druyan y publicado por vez primera el 22 de abril de 1990 en la revista Parade con el título de «Question of Abortion: A Search for Answers» (La cuestión del aborto: una búsqueda de respuestas).

[1]Dos de los más enérgicos antiabortistas de todos los tiempos fueron Hitler y Stalin, quienes inmediatamente después de asumir el poder decla­raron delito la comisión de abortos antes legales. Otro tanto hicieron Mussolini, Ceausescu e incontables dictadores y tiranos nacionalistas. Claro que, en sí mismo, éste no es un argumento en favor de la elección, pero nos previene sobre el hecho de que estar en contra del aborto no tie­ne por qué ser muestra de un compromiso profundo con la vida humana.
[2] Martín Lutero, fundador del protestantismo, se mostró opuesto incluso a esta excepción: «No importa si se fatigan o incluso mueren por parir hijos. Perezcan en aras de su fertilidad, para eso están aquí.» (Lutero, Vom Ebelichen Leben, 1522.)

[3] ¿No deberían igualmente los partidarios de la vida fijar los cumple­años de acuerdo con el momento de la concepción y no la fecha de naci­miento? ¿Acaso no tendrían que interrogar minuciosamente a sus padres acerca de su historia sexual? Existiría, desde luego, una cierta incertidum­bre irreducible: después del coito pueden pasar horas o días antes de que se produzca la concepción (lo que constituye una dificultad especial para los adversarios del aborto a quienes también interese la astrología).

[4] Cierto número de publicaciones de derechas y cristianas integristas han criticado este argumento, afirmando que se basa en una doctrina ob­soleta, denominada recapitulación, de Ernst Haeckel, un biólogo alemán del siglo XIX, quien postuló que los pasos en el desarrollo embrionario individual de un animal reproducían (o «recapitulaban») las etapas de la evolución de sus antepasados. La recapitulación ha sido estudiada de for­ma exhaustiva y escéptica por el biólogo Stephen Jay Gould (en su libro Ontogeny and Phylogeny, Harvard University Press, 1997). Pero en nuestro artículo no decíamos una palabra de la recapitulación, como pue­de juzgar el lector. Las comparaciones del feto humano con otros anima­les (adultos) se basan en su apariencia (véanse ilustraciones). La clave de la argumentación de estas páginas no reside en la historia de su evolu­ción, sino en su forma no humana.


Cuando apareció este artículo en Parade, iba acompa­ñado de un recuadro con un número de teléfono al que podían llamar los lectores para manifestar sus opiniones sobre el aborto. Se recibieron nada menos que 380.000 lla­madas. Había cuatro opciones: «el aborto tras la concep­ción es un asesinato», «una mujer tiene derecho a optar por el aborto en cualquier momento de su embarazo», «debería permitirse el aborto durante los tres primeros meses de embarazo» y «debería permitirse el aborto du­rante los seis primeros meses de embarazo». Parade apare­ce en domingo, y para el lunes las opiniones estaban bien repartidas entre estas cuatro opciones. Luego Pat Rober­ton, un evangelista integrista aspirante a la candidatura presidencial republicana de 1992, compareció en su pro­grama diario de televisión apremiando al público a tirar Parade a la basura y lanzando con claridad el mensaje de que matar un cigoto humano es asesinato. Se salieron con la suya. A la actitud de la mayoría de norteamericanos, por lo general favorable a la elección -como repetidamente muestran los sondeos de opinión demográficamente con­trolados y reflejada en los primeros resultados de las lla­madas- se impuso de manera abrumadora una organiza­ción política.


Extraído de Miles de Millones, Carl Sagan, SineQuaNon (1998)

  • 2 de marzo de 2008 09:26, por Crates

    Como cabia esperar de Carl Sagan, aportó un texto claro e inteligente -o firmó, porque me da que, como suele ocurrir en estos casos, el trabajo duro fue el de la persona que figura como coautor a pie de página (y eso a lo mejor vale también para «Cosmos»...)-.

    Pero ¿no despacha demasiado rapidamente el argumento de la viabilidad? Vale que es la tecnología la que ha ampliado los límites dentro de los cuales un organismo es viable: ¿significa eso que el criterio de viabilidad es el de ’una moralidad relativa a la tecnología’? Por esa regla de tres, la Seguridad Social no tendría que ofrecer a los pacientes los nuevos tratamientos que descubre la ciencia; reconocer ese derecho formaría parte de ’una moralidad relativa a la tecnología’, algo ’frágil y para algunos inaceptable’. Por esa regla de tres la Seguridad Social no debería ofrecer tratamiento gratuito a los enfermos del SIDA: la posibilidad de satisfacer ese derecho sería ’relativa a la tecnología’ que ha descubierto el tratamiento, y por eso la justificación del derecho al tratamiento sería ’frágil e inaceptable para algunos’. Sería más sólido y aceptable que el tratamiento fuera para quien se lo pudiese pagar...

    Sé que hay una diferencia entre los dos casos, pero tengo que buscar a un coautor que la exponga con claridad e inteligencia.

    • 27 de agosto de 2009 00:41, por Francisco

      Disculpame, pero no hay lugar a la más mínima duda sobre tu planteo. La viabilidad es una «moralidad relativa a la tecnología», según el autor, porque el límite moral para la interrupción del proceso evolutivo del feto tiene que atender a causas biológicas fundamentadas, justamente, intrínsecas a la naturaleza misma del embrión. Pensar que un aborto no es un asesinato si éste no puede sobrevivir por sí solo (o asistido) es un absurdo enorme, que sólo puede tener asidero en una postura «proelección», sólo se podría justificar con argumentos del estilo de «hasta que no vive por sus propios medios es parte del cuerpo de la mujer y por lo tanto, no permitir el aborto, es una violación a su intimidad», o similares. El criterio de la viabilidad está claramente refutado en el artículo (con el que no comparto 100%, vale aclarar). Si partiéramos del común entendimiento de que se puede interrumpir un embarazo mientras la vida del embrión no es «humana», que es el criterio del autor, ésta no puede ser, bajo ningún punto de vista, relativa al desarrollo tecnológico. Quedando esto aclarado, espero que tus dudas con respecto a las incumbencias del Servicio Social hayan sido solamente comparaciones llevadas al absurdo. Saludos.

      • 27 de agosto de 2009 00:47, por Francisco

        A ver, no quise decir que «es una parte del cuerpo de la mujer» literalmente, sino más bien que todo lo referente al mismo está bajo la órbita de la madre y que la misma tiene pleno derecho de interrumpir su vinculación.

    • 31 de marzo de 2012 14:51, por Alvaro

      Yo creo que las analogías no son válidas porque, según el artículo, en un caso la tecnología estaría aplicada para sostener algo que “no alcanzó el estado vivo” y según tu comentario se aplicaría para “mantener el estado vivo”.
      Por otra parte percibo una particular preocupación por quién escribió el artículo, lo que podría conducirte a un prejuicio sobre el contenido del mismo.

  • 2 de marzo de 2008 20:44
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