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Pedro Oliver Olmo.

De la deserción de mi padre a mi insumisión

De la deserción de mi padre a mi insumisión

Este no es un artículo de historia. Es una historia particular sobre la guerra y la mili. Habla de 1993, cuando se encontraron los recuerdos de mi padre, como combatiente, y mis expectativas pacifistas, como insumiso a la mili. Quizás fuera inevitable. A fin de cuentas, luchábamos contra la mili los hijos y los nietos de quienes habían sufrido una guerra.

Las historias familiares de la guerra me importaron desde niño, aunque poco supiera de la Guerra Civil. Era la guerra de mi padre (veinteañero entonces), de mi madre (adolescente) y de mis abuelos (uno de la “quinta del saco” y el otro ya muy mayor para ser reclutado). Mi padre, soldado conscripto de la República, terminó ubicado en Granada, por Moclín y Limones, una línea estabilizada del frente. Mis abuelos iban a verlo, andando, con una mula de carga, desde Balazote, en la provincia colindante de Albacete. ¡250 kilómetros para abrazar al hijo! Y no fueron los únicos. Padres y madres de soldados republicanos se desplazaban desde la retaguardia albacetense hasta el frente para verlos vivos y dejarles comida antes de regresar con un extraño alivio.

Creía conocer la guerra de mi padre, pero había una novedad que decidió contarme aquella tarde de otoño de 1993, antes de mi ingreso en prisión por insumiso. Me recuerdo frente a mi madre (y su miedo insuperable a “todo lo malo” que iba a pasarme en la cárcel), al lado de mi padre, callado pero sonriente, comprendiendo bien la desazón de mi madre. Me afanaba por sosegarlos hablándoles de nuestros apoyos sociales: muchos periodistas iban a entrevistarnos antes de entrar en prisión, ¡algún día acabaríamos con la mili! Pero lo que más intentaba, en vano, era que mi madre comprendiera que no me iba a pasar nada. Fue entonces cuando mi padre se puso serio.

Él, que nunca dijo ni una palabra sobre mi compromiso con la objeción de conciencia, empezó a hablar remarcando: “Si tengo que decir algo a algún periodista para apoyarte me lo dices”. No me lo esperaba, y menos lo que continuó diciendo: “Voy a decir que haces bien, que no haces la mili porque no quieres la guerra y que yo sé bien que no hay nada peor que la guerra. Vi cosas tan malas en ella que no quiero contarlas. Pero te voy a contar lo que hicimos al final de la guerra… Se lo tomaron como una deserción y casi nos matan”. Mi cárcel no podía ser peor que su guerra, percibí al instante. Y me empequeñecí. No tenía palabras.

Su relato no era históricamente preciso, pero me daba igual. Me hizo recrear la angustia de las trincheras a la altura de marzo del 39, tras el golpe de Casado. En el frente había otros mozos del pueblo. Sintiendo que la República estaba sentenciada, mi padre y sus paisanos decidieron irse a casa. Les habían dicho “que todo estaba perdido para la República, que socialistas y comunistas andaban a tiros en Madrid, que el enemigo avanzaba sin parar, y que ya no había nada que hacer”. Se fueron andando. Hacia Balazote. Con más discreción que sus padres cuando iban a verlos, pero por los mismos parajes, los que ahora contemplo yo desde mi coche (las cosas de la vida me han llevado a recorrer frecuentemente el trayecto de Albacete a Granada y viceversa, siendo la ruta de Jaén la que más me gusta y me hace recordar lo que les cuento).

Mi padre y sus amigos llegaron al pueblo. Creyendo que los entenderían se presentaron ante las autoridades republicanas para decirles que “en el frente ya no había nada que hacer…”. Fueron inmediatamente detenidos y devueltos al frente de Granada. Eran desertores. Con todo, y con todo el miedo en el cuerpo, mi padre creía que la pesadilla acabaría pronto. En muy pocos días Franco ocuparía todo el territorio.

Terminaba marzo, pero la pesadilla no parecía tener fin. Aún era posible que los desertores fueran víctimas de “una operación punitiva” extralegal, otra temible maldad de las guerras, la que quisieron llevar a cabo “los más lanzados de las juventudes comunistas”. Una noche fueron a por ellos. Los llevaban atados y encañonados cerca de las calles de la población, cuando, de repente, desde una ventana empezó a gritar con fuerza una mujer: “¡los van a matar!”. El escándalo alertó a la gente y a los mandos. La operación de castigo quedó abortada.

El encierro disciplinario duró muy poco. La gente huía: “ya no había guerra”. Y de nuevo se vieron por los mismos caminos. Si larga y peligrosa mili había sido la suya, ahora les esperaban las detenciones, el campo de concentración, los informes sobre su conducta pasada - ¿serían considerados desafectos? - y otra vez el reclutamiento, la imposición de aquel viejo servicio militar obligatorio que aún iba a durar otros sesenta años más, hasta la insumisión (mi insumisión).

PEDRO OLIVER OLMO (profesor titular de Historia Contemporánea en la UCLM).

Fuente: https://www.elcorreo.com/opinion/tr...

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