1. QUÉ ES LA DESOBEDIENCIA CIVIL
John Rawls nos da la siguiente repuesta en su “Teoría de la justicia”: “Comenzaré definiendo la desobediencia como un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”, Señalando también como rasgo específico que el desobediente civil actúa “dentro de los límites de fidelidad a la ley”.
Desarrollar brevemente alguno de los rasgos del fenómeno señalados por Rawls puede ayudar a hacerse una idea de la dimensión del mismo.
Se trata de actos de desobediencia consciente y deliberada a la ley que se realizan de modo notorio con el propósito de provocar un cambio. Puede pretenderse cambiar la misma ley que se desobedece o bien otra ley o una política gubernamental. En el primer caso se habla de desobediencia civil directa (...). En el segundo de desobediencia civil indirecta. Que no coincidan la ley que se desobedece y la medida normativa que se pretende que cambie, suele venir determinado por la imposibilidad de infligir directamente esta última. Así, los jóvenes norteamericanos que se negaron a ir a la guerra del Vietnam no infringieron la decisión de iniciar la guerra (¿cómo podrían haberlo hecho?), sino las leyes de reclutamiento contra las cuales no iba dirigida la protesta en principio.
Que la desobediencia se realiza “dentro de los límites de fidelidad a la ley”, lo formula Garzón Valdés diciendo que “el desobediente civil no pone en cuestión el sistema sociopolítico en el que actúa”. En definitiva, se pretende conseguir “un cambio en la ley o en los programas de gobierno”, pero ese cambio debe tener lugar sin alterar los mecanismos formales de toma de decisiones estatales. Todo lo contrario de una acción de tipo revolucionario que pretendiera conquistar o quebrar esos mecanismos.
2. ¿CARÁCTER MORAL O POLÍTICO DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL?
Los teóricos que se han ocupado del problema suelen reconocer formalmente el carácter político de la desobediencia civil. Sin embargo, limitan los argumentos que el desobediente puede utilizar a aquellos de carácter moral-individual. La consecuencia es dejar al desobediente absolutamente indefenso frente a las represalias legales. En este apartado se pondrán en evidencia las razones por las que el desobediente confinado a la argumentación moral individual pierde toda posibilidad de defenderse. Por otro lado, se intentará demostrar que las motivaciones morales del desobediente son insuficientes para dar cuenta de los rasgos más destacados del fenómeno.
La perfección moral individual de un acto consiste en la coherencia entre los principios de la conducta (la “conciencia”) de un determinado individuo y su actuación. La conducta debe ajustarse a las propias convicciones incondicionalmente. Es decir, no valen excusas: las consecuencias desagradables que la actuación pueda tener para el propio individuo no deben ser tenidas en cuenta.
Al limitar los argumentos del desobediente a aquellos de naturaleza estrictamente moral, se le obliga a presentarse ante el tribunal y poder alegar únicamente; “desobedecí porque obedecer hubiera significado obrar contra mi conciencia”, Esta afirmación puede llegar a emocionar al juez, pero es incapaz de hacer mella en la lógica de la aplicación de la ley. El juez y el desobediente hablan lenguajes distintos. Cada uno basa su actuación en argumentos diferentes y no llegan nunca a encontrar una base común que permita una discusión. Es más, a medida que cada uno profundiza en su argumentación se aleja más del otro. El juez irá ascendiendo por leyes cada vez más generales hasta llegar a la más general de todas y al pueblo que la aprobó. El desobediente iniciará una introspección cada vez más profunda para descubrir sus autenticas convicciones y su autentica voluntad. El resultado final será que a cada uno de ellos le traerán sin cuidado las razones del otro. El desobediente puede despreciar como irrelevante el hecho de violar la ley y la ley castigar una conducta que al desobediente pueda parecer moralmente aceptada. La diferencia está en que es el desobediente quien va a la cárcel.
La coherencia entre las propias convicciones y la propia conducta no es, sin embargo, suficiente para explicar por qué pretende cambiar la ley, en algunos casos, ni siquiera puede explicar la propia desobediencia.
El carácter abierto de la desobediencia es presentado como un requisito para la perfección moral del acto. Las propias convicciones deben estar por encima de cualquier otra consideración. Por ello, uno no debe intentar huir del castigo manteniendo oculta su desobediencia. Es más, debe aceptarlo sumisamente.
Esta argumentación es absolutamente falaz. Que uno mantenga sus convicciones aun cuando puedan acarrearle consecuencias desagradables, no significa que tenga que ir a buscarlas. Simplemente significa que esté dispuesto a no cambiar su modo de actuar aunque se den esas consecuencias.
En realidad, el hecho de que el desobediente no intente ocultar su desobediencia, sino que la haga notoria, no demuestra que sus convicciones estén por encima de cualquier otra consideración. Al contrario. Demuestra que considera la ley incluso por encima de sus convicciones. El carácter abierto de la desobediencia no es una consecuencia del carácter absoluto del imperativo moral que la impulsa, sino una consecuencia del respeto a la ley.
Si el desobediente desobedeciera impulsado por una repugnancia moral individual, bastaría como objetivo la consecución de una excepción para el caso concreto. No tendría explicación que el objetivo de la desobediencia fuese cambiar la ley o política contra la que se protesta. Del mismo modo, la repugnancia moral individual no explica la desobediencia cuando el desobediente no se encuentra ante el dilema de desobedecer la ley u obrar contra su conciencia. Quienes, violando las leyes que regulan las exportaciones norteamericanas, enviaron alimentos y medicinas a los vietnamitas no se encontraban ante tal dilema.
Estas consideraciones parecen indicar que las razones por las que el desobediente viola la ley no se agotan en sus convicciones personales, en su conciencia. El desobediente desobedece una ley porque considera que en sí o por su conexión con otras leyes o con una determinada política gubernamental esa ley no debe ser obedecida. Su crítica se mueve en el plano de la legitimación de las normas jurídicas. Y esa crítica sigue una estrategia que sí coloca al Estado ante el dilema en que algunos teóricos parecen colocar al desobediente: al desobedecer la ley aduciendo razones de legitimidad, el desobediente coloca al estado ante la alternativa de reafirmarse en su política o cambiarla. Desde el momento en que el Estado se encuentra ante la violación de una ley se ve obligado a adoptar una decisión jurídico-institucional. Si absuelve al desobediente debe modificar la ley o política que motivo la protesta. Si le condena, está reafirmándose en esa ley o política. Sin embargo, algunos teóricos piensan que la condena se agota en el campo legal y no exige otras consideraciones. Es el tema de la imposible justificación legal de la desobediencia civil, que se va a tratar a continuación.
3. LA IMPOSIBLE JUSTIFICACIÓN LEGAL DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL.
Los teóricos suelen estar de acuerdo en que es imposible justificar legalmente la desobediencia civil. Así, por ejemplo, Carl Cohen afirma: “de la naturaleza de un acto cualquiera de desobediencia civil se sigue que no puede dársele una justificación legal. En un sistema jurídico dado, la ley no puede justificar la violación de la ley”.
Esta postura, que también mantiene ele profesor Garzón Valdés, viene a significar lo siguiente: es lógicamente imposible que una conducta esté, a la vez,, prohibida y permitida por un determinado sistema normativo. Independientemente de los problemas lógicos-normativos que una afirmación de este tipo da por resueltos sin más, lo que resulta sorprendente, casi aterrador, es la consecuencia final que esta postura tiene: la causa de que el desobediente tenga que ser castigado resulta ser la imposibilidad lógica de que una conducta esté a la vez prohibida y permitida en un sistema normativo determinado. Es decir, es la lógica quien envía a la cárcel al desobediente.
Unas mínimas nociones de esa rama del saber que es la lógica son suficientes para darse cuenta de que no encierra en absoluto la agresividad suficiente como para privar a alguien de su libertad. La lógica es absolutamente inofensiva. Hay que intentar averiguar que mecanismos permiten presentarla como principal responsable en este caso.
Lo que hacen los teóricos al argumentar así es formular una verdad sólo a medias. “En un sistema jurídico dado, la ley no puede justificar la violación de la ley.” Es decir, el desobediente no puede tener defensa legal alguna. De esta verdad a medias se deduce la consecuencia: por consiguiente, desde el punto de vista legal, el desobediente debe ser castigado (¿qué otro sentido podría tener la expresión “imposible justificación legal”?).
“La ley no puede justificar la violación de la ley” es una verdad a medias, porque debe ser completada por otra: “ la ley no puede justificar la aplicación de la ley”. Del mismo modo que la ley no puede encontrar en sí misma la justificación para cambiar, tiene que salir de sí misma para encontrar las razones por las que debe regir.
Presentar sólo la primera mitad de la verdad supone presentar como autónomo un ámbito que en realidad no lo es. El desobediente civil no tiene defensa legal posible; por lo tanto, desde el punto de vista legal, debe ser castigado. Esta argumentación implica que pueden encontrarse en la ley razones suficientes y completas para castigar a alguien. Desde luego, la ley es la base en función de la cual se impone el castigo. Pero si la argumentación se detiene ahí, se olvida el hecho de que la ley tiene que buscar su propia base y de que ésta está fuera de ella. Si se consideran suficientes y completos los argumentos legales, entonces se está ahorrando a la ley el tener que salir fuera de ella a buscar las razones de su obligatoriedad. En definitiva, se está considerando autolegitimada a la ley.
Es un hecho que si el desobediente civil no tiene una buena defensa legal va a ser castigado. Cabalmente el argumento de la imposible justificación legal de la desobediencia civil tiene de cierto sólo eso. De hecho extrae todo su poder de convicción. Sin embargo, los teóricos no dicen simplemente “el desobediente civil va a ser castigado porque no tiene defensa legal”, sino que dicen “desde el punto de vista legal, la conducta del desobediente no tiene justificación”. ¿De dónde ha surgido el término “justificación”? ¿Cómo se ha dado el salto de la argumentación fáctica a la argumentación moral? De ningún modo. El hecho sigue siendo el mismo, sólo que ahora se le llama de otra manera. Al hacerlo así se presenta como legítimo, pero sin ofrecer ninguna razón para ello. La ley sólo se autolegitima porque rige, porque es aplicada, porque es efectiva, sin necesidad de ninguna otra razón. Este es el verdadero alcance del argumento de la imposible justificación legal de la desobediencia civil.
4. DESOBEDIENCIA Y ORDEN.
Las anteriores consideraciones habrán servido para poner de manifiesto que el terreno de la discusión no es de la moral (entendida como moral individual) ni el de la legalidad, sino el de la legitimidad. En definitiva, la cuestión que se plantea es la de si y en caso la desobediencia civil es un medio legítimo de influir en la toma de decisiones estatales.
Los teóricos han utilizado dos argumentos contra la posibilidad de considerar la desobediencia civil como un modo legítimo de participación política: la necesidad de un orden para que la convivencia sea posible y el carácter democrático de la ley o política contestada. En este apartado se intentará demostrar que es una falacia presentar la preservación del orden en abstracto como una razón a favor de la desobediencia a las leyes (o en contra de su desobediencia).
El argumento relativo al peligro que la desobediencia puede suponer para el orden suele presentarse del modo descrito por Howard Zinn:
“Un argumento habitual es que la desobediencia, incluso de leyes malas, está mal porque propicia una falta general de respeto por las leyes, incluso por las buenas leyes.”
Tanto en ésta como en otras versiones al argumento se basa en un mismo temor: que se propicie que el cumplimiento de las leyes pueda quedar al arbitrio de los ciudadanos. Con ello se volvería al reino de la arbitrariedad individual, de la ley del más fuerte, y cualquier convivencia ordenada resultaría imposible.
La falacia de presentar el argumento del orden como un argumento válido autónomamente estriba en que se identifica inmediatamente el hecho de que los ciudadanos en su gran mayoría ajusten sus conductas a unos cánones preestablecidos con el hecho de que este orden constituya una garantía contra la arbitrariedad individual (y, por consiguiente, cualquier reacción contra él sea necesariamente arbitraria).
Lo único que no es arbitrariedad individual es la voluntad general (eliminada la hipótesis de una instancia extramundana que sirva de punto de referencia). Si se considera que ningún individuo o grupo de individuos puede encarnar de algún modo místico esa voluntad general, entonces sólo la voluntad de la mayoría es la instancia real capaz de determinar ese interés general. Por consiguiente, sólo la voluntad de la mayoría no es arbitrariedad individual.
El hecho de que una gran mayoría de los ciudadanos e, incluso, que una gran mayoría de los funcionarios y dirigentes estatales ajusten sus conductas a patrones preestablecidos, no significa, sin embargo, necesariamente, que están actuando de acuerdo con el interés general. Si se piensa en una dictadura, se entenderá rápidamente lo que quiero decir. En un régimen autoritario los ciudadanos y una gran parte de los funcionarios observan conductas ordenadas, quizás más ordenadas (= mejor ajustadas a patrones preestablecidos) que las conductas que observan los ciudadanos de regímenes democráticos. No obstante, el modo cómo se adoptan las decisiones en la cúspide no permite descubrir ningún mecanismo de control real que constriña a tomar esas decisiones de acuerdo con la voluntad de la mayoría. Esas decisiones deben ser calificadas de arbitrarias y el orden que generan como un orden que no sólo no es garantía contra la arbitrariedad individual, sino que es garantía de la arbitrariedad individual. Ese orden jerárquico es simplemente un mecanismo para eliminar las resistencias que autoridades, funcionarios y ciudadanos pudieran oponer a los designios de un grupo de individuos o, incluso, de un individuo solo.
El orden es necesario para la convivencia, pero lo es en la medida en que pone freno a la arbitrariedad individual. Si uno se queda sólo en la necesidad del orden sin indagar acerca de sus razones y de sus requisitos, cualquier orden le servirá. El hecho de que los ciudadanos ajusten sus conductas a las normas será suficiente para él. De este modo, presentará como legítimo cualquier orden con el único requisito de que rija, de que tenga fuerza. Y éste es precisamente, como señala Howard Zinn, el mejor camino para que los ciudadanos pierdan el respeto a las leyes y se enfrenten abiertamente a las mismas:
“El peligro viene del otro lado. Cuando se mantienen normas que violan el espíritu humano (como las normas de segregación racial), o el imperio de la ley protege situaciones intolerables (como la pobreza de Harlem en medio de la riqueza de Manhattan), y al víctimas no han encontrado un camino de protesta organizado vía desobediencia civil, algunos se sentirán tentados a cometer crímenes a modo de desquite.”
5. DESOBEDIENCIA Y DEMOCRACIA.
El orden considerado en abstracto no puede ser presentado, por consiguiente, como un argumento en contra de la desobediencia. La verdad del orden está en su papel de ser el garantizador de que aquellas actuaciones relativas a asuntos de interés general no se realicen siguiendo criterios particulares. La verdad del orden está en la democracia.
Algunos teóricos consideran que los mecanismos del moderno Estado democrático son suficientes para<garantizar que todas sus decisiones se ajusten al interés general expresado por la voluntad de la mayoría. Precisamente éste es uno de los argumentos que manejan quienes consideran injustificable la desobediencia civil. Así, Abe Fortas afirma:
“[...] nuestros mecanismos democráticos funcionan realmente [...] pueden dar respuesta a las demandas esenciales y pueden hacerlo sin revolución”.
Esta postura sería una manifestación de la tendencia teórica a la progresiva des-problematización de la autoridad del Estado a que hace referencia Carole Patermen. La autora señala ésta como una de las características diferenciales de los argumentos contemporáneos frente a teorías “clásicas” como la de Locke. En concreto; escoge el ejemplo de la “Teoría de la justicia” de Rawls y el análisis que hace del modo en que este autor elude el problema resulta ampliamente revelador:
“Rawls, en la “Teoría de la justicia”, admite que el Estado liberal-democrático ejerce una autoridad política justificada sobre sus ciudadanos. Su “posición original” y las elecciones de sus “partes”, es un mecanismo para demostrar por qué unos supuestos juicios “nuestros” acerca de la democracia liberal son racionales y aceptables. Nos demuestra por qué estamos en lo justo al considerar la relación entre los ciudadanos y el Estado del modo como lo hacemos - como una relación que incorpora una obligación política. El contrato de Rawls muestra la racionalidad del Estado; a diferencia de la teoría clásica dl contrato social si admite ni parte de la postura de que la autoridad del Estado plantee algún problema. En otras palabras, el Estado liberal-democráitco es hoy día completamente dado por supuesto como si fuera un rasgo natural del mundo.”
Es decir, lo que hace Rawls es presentar al Estado como una parte de la relación y al individuo como la otra parte; a partir de ahí, demuestra que es racional por parte de los ciudadanos admitir la obligación política. Deja por consiguiente de lado la cuestión de cómo ha llegado el Estado a constituirse en parte, de cómo ha adquirido la autoridad suficiente para ello. Deja de lado que los medios materiales necesarios para hacer valer su autoridad son producidos por la sociedad y, por tanto, el problema de quién y de qué modo se ha apoderado de esos medios. El hecho de que el Estado tenga autoridad y poder se presenta como un dato natural. A diferencia del caso de Locke, pues éste explica (aunque pueda considerarse que lo hace de modo inadecuado) por qué procedimiento llega a tener autoridad y poder el Estado: mediante la renuncia de todos los ciudadanos a su derecho-poder de castigar y su transmisión a la comunidad y al Estado.
El sentido de la desobediencia civil es, precisamente, el de replantear esa problemática. Explícitamente los desobedientes civiles no llegan hasta el punto de presentar como problemático el hecho de que el Estado tenga poder. Tampoco cuestionan en términos generales el funcionamiento de la democracia representativa como mecanismo de control de ese poder (éste sería el sentido en que Rawls dice que los desobedientes actúan dentro de los límites de “fidelidad” a la ley). Lo que sí cuestionan es que la aplicación de la formula escolástica del Estado liberal sea suficiente siempre para resolver la cuestión de si una determinada ley o política es legitima. Determinar si una medida normativa responde o no a la voluntad de la mayoría es una cuestión empírica. Resolverla en sentido afirmativo implica demostrar que efectivamente la mayoría ha tenida posibilidad de controlarla. Y los mecanismos del Estado liberal-democrático no son absolutamente infalibles.
Así, Bertrand Russell pone de relieve cómo la “democracia, aun cuando menos proclive a los abusos que la dictadura, no es de ningún modo inmune a los abusos de poder por parte de las autoridades o de corruptos intereses”. Y señala como principal método para lograr llevar a cabo estos abusos la distorsión de la información y el silenciamiento de los órganos de prensa bajo el pretexto de la “razón de Estado”, especialmente en asuntos relativos al armamento nuclear. Estos métodos tienen como consecuencia ocultar a los ciudadanos cuáles son las verdaderas decisiones y cuáles son las razones que las apoyan e impedirles, por consiguiente, que puedan censurarlas.
Los desobedientes civiles ponen de manifiesto, pues, que en ciertos casos una decisión puede ser formalmente irreprochable aun en el seno de un sistema liberal-democrático y sin embargo ilegítima. Existen puntos negros en el funcionamiento de las instituciones que no permiten quedarse tranquilos penando simplemente en las garantías formales del Estado de derecho. Por eso, el examen de la legitimidad de una decisión debe realizarse en cada caso, comprobando hasta qué punto ha podido ser controlada por la mayoría.
6. LA JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL.
De acuerdo con este planteamiento del problema resulta imposible que el desobediente pretenda que su acción esté a priori justificada. Si lo pretendiese, se estaría presentando a sí mismo como encarnación de la voluntad de la mayoría. Lo cual iría en contra de toda la lógica de la protesta: por un lado, el desobediente considera que, en términos generales, los órganos representativos llegan a decisiones que coinciden con la voluntad de la mayoría. Por otro lado, tiene conciencia de que, en determinados casos, se producen fallos en el mecanismo representativo que no garantizan el control por parte de la voluntad de la mayoría, de las decisiones institucionales. El sentido de su protesta es conseguir que éstas se ajusten a aquellas. Es la voluntad de la mayoría la que debe tener la última palabra, no el desobediente.
Ha sido precisamente el situar el problema de la justificación en el momento de la desobediencia lo que ha dado mayor fuerza a la postura contraria a la misma: “Sí, puede que esta ley sea injusta, pero ¿quién es usted para juzgarlo?”, es, en síntesis, lo que se le dice al desobediente.
Sin embargo, si el problema de la justificación se traslada al momento de la reacción de la opinión pública, esta postura pierde gran parte de su fuerza. Ya no es el desobediente quien juzga la legitimidad de una ley, sino la instancia real depositaria de la legitimidad. En el caso de que esa instancia fuera favorable al cambio propugnado por el desobediente, ¿a quién habría que dar la razón? Dar la razón a las instituciones sería lo mismo que afirmar que son ellas las depositarías de la legitimidad y no el pueblo.
La legitimación de un acto concreto de desobediencia civil tiene que venir medida por la aprobación por parte de la comunidad de sus objetivos. Pretender que un acto de desobediencia civil pueda estar justificado de antemano, puede conducir fácilmente a la desfachatez que rezuma un libro aparecido recientemente en Italia, donde el interés más particular se convierte en legitimación suficiente para desobedecer cualquier tipo de ley o mandato. Con ello sólo se consigue desprestigiar y trivializar este modo de protesta. Por otro lado, el no darse cuenta del significado de esta mediación impide a quien es honesto dar al desobediente otro trato distinto del que se da a quien obra movido por sus ideales o su conciencia. Este sería el caso del profesor Acton. En síntesis, este autor nos viene a decir lo siguiente: aquella persona que obra según su propia conciencia debe merecer nuestra aprobación moral aunque no compartamos sus puntos de vista. Esta aprobación debe traducirse en un respeto y el profesor Acton lanza la final de su artículo un llamamiento con el fin de que se creen los, mecanismos necesarios para garantizarlo.
“La cuestión que me gustaría dejar clara aquí es la de que si este tipo de respeto ha de ser posible, deben existir modos establecidos de manifestarlo; deben existir normas de cortesía o rituales que todas partes entiendan y usen.”
Después de lo que se ha expuesto aquí, creo puede afirmarse que la verdadera razón por la que el desobediente civil merece respeto es que la única arma con la que cuenta es su capacidad de convicción. No se trata tanto de que obre de acuerdo con su conciencia como de que esté dispuesto a someter sus propuestas al juicio de los demás. Alguien que obra por motivos de conciencia puede ser un fanático. El desobediente civil no lo es. No cree estar de antemano en posesión de la verdad ni tampoco pretende imponerla por la fuerza. Por eso sí merece respeto. Pero en caso de que su protesta ponga de manifiesto que exista verdaderamente una fractura entre la voluntad institucional y la voluntad de la mayoría, no sólo merece respeto. Ante todo merece que no se le castigue. Castigarle sería aplicar la ley por la ley.