http://www.guerraeterna.com/archive...
Algunas historias del frente de batalla en la "guerra contra el
terrorismo", más conocida como la era de la paranoia. Un camión de
bomberos canadiense que acudía a colaborar en la extinción de un fuego
en el estado norteamericano de Nueva York fue detenido en la frontera
durante siete minutos hasta que los policías comprobaron la matrícula
del vehículo.
Un hombre que estaba sufriendo un coma diabético en un autobús en la
localidad británica de Leeds recibió dos disparos de una
pistola eléctrica ante el temor de la Policía de que supusiera un riesgo
para la seguridad de los viajeros.
La zona de equipajes del aeropuerto norteamericano de Portland quedó
sellada durante seis horas
al aparecer una sustancia blanquecina: resultó ser una mezcla de harina
y azúcar.
Un guardia de seguridad expulsó a un hombre de un pub en Cairns,
Australia, porque estaba leyendo. No es
necesario llevar una camiseta con la leyenda «Bush es un terrorista»
para que te saquen de un avión (ha sucedido en EEUU) o hablar en árabe
para que te ocurra lo mismo (ha sucedido en EEUU y también en España).
La paranoia exacerbada de las autoridades, unida a los efectos del miedo
inoculado en la gente corriente, han terminado por crear el cóctel
perfecto: todos somos sospechosos y la Policía tiene todo el derecho del
mundo a obrar en consecuencia. Y si te resistes, eso confirma que la
Policía tiene razones de peso para actuar.
Esta semana, hemos sabido que el Ministerio británico de Hacienda ha
perdido los datos personales y bancarios de 25 millones
de contribuyentes. Estaban incluidos en dos discos que un organismo
oficial envió a otro departamento a través de los servicios regulares de
una empresa de correo. Ni siquiera iban en correo certificado. Los
metieron en un sobre y anotaron la dirección. Tres semanas después,
descubrieron que habían desaparecido. El Gobierno tardó otros diez días
en hacer pública la noticia. Si los datos habían caído en manos de
delincuentes, era necesario darles tiempo para que pudieran rentabilizar
el hallazgo.
Todas las medidas puestas en práctica por los Gobiernos de EEUU y Europa
desde el 2001 incluían el mismo mantra: lo hacen por nuestra seguridad.
En países como España, todo esto no ha provocado una alarma especial. A
fin de cuentas, aquí vamos a todos los sitios con el DNI en la boca.
Hasta para pagar la gasolina hay que mostrarlo.
Dentro de no mucho tiempo, nos harán un escaneo rápido del iris del ojo
para que podamos demostrar que somos quienes decimos que somos. Y al
final todos esos datos personales acabarán en un sobre que se perderá en
algún lugar recóndito de la geografía de la burocracia.
Es una constante de la historia de la humanidad desde que los hombres
empezaron a agruparse en ciudades. El miedo es el mejor factor
cohesionador para que los ciudadanos terminen haciendo lo que las
autoridades quieren que hagan. El rostro del enemigo va cambiando, la
necesidad que siente el Estado por controlarnos, no.
Sin embargo, cuando llega el momento de la verdad, cuando alguien
especialmente peligroso quiere hacernos daño, aparece ese burócrata que
tiene ganas de volver pronto a casa o ese policía que aplica el manual
con la misma espontaneidad de un robot.
Y se desata la tragedia. Los del 11-S pudieron aprender a pilotar un
avión de pasajeros. Cuando les dijeron que tenían que saber cómo
aterrizar el avión, respondieron que no estaban especialmente
interesados en la maniobra. Y no pasó nada. O en Asturias un delincuente
con un historial de esquizofrenia paranoide consiguió vender 100 kilos
de dinamita sin que la Guardia Civil se enterara de nada.
Los zapatos se han convertido en un objeto sospechoso en los vuelos. Los
líquidos, en un arma potencialmente letal. Los estrategas de la lucha
antiterrorista piensan siempre en conjurar el último atentado producido,
no el que está por venir.
Como dice Schneier, el objetivo del terrorismo no es matar gente, sino
crear terror. Lo primero es el medio. Lo segundo, su auténtico fin. Los
objetivos de sus acciones no son los que mueren, sino los aterrorizados
por esas muertes.
Su única victoria se la podemos conceder nosotros. Si nuestra vida no se
parece mucho a lo que era antes de los atentados, ellos han vencido. Si
consiguen paralizar estaciones, puertos y aeropuertos, ellos han
vencido. Si desconfiamos de los que tienen un color distinto, hablan
otro idioma o rezan a otro Dios, ellos han vencido.
¿Llegarán a entenderlo algún día los imbéciles?
Iñigo Sáenz de Ugarte