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El arabista y escritor Santiago Alba Rico analiza el déjà vu experimentado ante el discurso de la Administración Bush frente a una posible intervención en Irán. El recuerdo de los momentos previos a la intervención en Iraq se hacen inevitables.
Desde que en enero de 2006 el sobrio investigador canadiense Michael Chossudovsky anunciara una inminente agresión militar estadounidense contra Irán, la mayor parte de los análisis internacionales, durante el último año y medio, no han hecho otra cosa que aplazar la fecha sin descartar jamás el ataque. Incluso el siempre prudente Wallerstein, tan atento a los detalles, ha acabado por aceptar recientemente esta posibilidad. Hasta tal punto la escenografía de la tensión reproduce milimétricamente la que precedió a la invasión de Iraq -forcejeo a través de la ONU, amenaza de sanciones, criminalización mediática del régimen de Teherán- que también este coro de Casandras, y la indiferencia que les responde, parecen hacer inevitable el desenlace. La discusión se centra más bien en si EE UU se limitará -elocuente paradoja- a lanzar bombas nucleares sobre las centrales nucleares iraníes o desencadenará también una ofensiva terrestre.
¿Pero es en verdad tan evidente? ¿No podría ser por una vez engañoso este déjà vu? Lo cierto es que, examinados los indicios, la certeza se desprende de una cascada de peros que en realidad disuelve toda conclusión fehaciente. Irán molesta a EE UU desde 1979, pero éste nunca ha tenido menos recursos contra Teherán. Para acabar con Sadam Hussein, EE UU ha entregado Iraq a su enemigo y ahora tiene que arrebatárselo, pero Irán tiene 141.000 rehenes estadounidenses en Iraq. EE UU está empantanado en Iraq, pero no puede reconocer su derrota sin ceder terreno en el marco de una nueva Guerra Fría con Rusia y con China. EE UU está pendiente de un contexto geoestratégico más amplio que impone gestos temerarios, pero se enfrenta a una oposición interna cada vez mayor, incluso entre los militares.
La debilidad de la Administración Bush y el rechazo ciudadano a la guerra en EE UU aumentan todos los días, pero un nuevo avispero de hecho comprometería a un eventual gobierno demócrata, dentro de dos años, en las políticas imperialistas de los neocon. Bush quiere fijar de antemano el gobierno de una eventual administración demócrata, pero para ello tiene que contar con el apoyo incondicional del Pentágono. El Pentágono tiene planes de intervención en Irán desde al menos noviembre de 2003, pero tiene también planes muy minuciosos para la mayor parte del mundo, incluso para Canadá. EE UU tiene planes muy esquemáticos para enfrentar un buen número de amenazas potenciales, pero manda 20.000 soldados más a Iraq y tres porta-aviones al golfo Pérsico. EE UU refuerza su presencia militar en la zona -mientras Siria e Irán responden con maniobras y ejercicios muy aparatosos-, pero los tres países citados se preparan para negociar en la cumbre de Bagdad (iniciada el pasado 10 de marzo). La situación de EE UU en Iraq es tan difícil, y su dependencia de Irán tan estrechamente perversa, que uno tiene la impresión de que el gesto de sacudírsela sería más bien suicida, o al menos tan atroz que nadie podría gestionar sus consecuencias.
No digo que el Gobierno Bush no sea capaz de un disparate; y no digo que nuestra incapacidad para imaginar disparates tan colosales no alimente al mismo tiempo nuestra indiferencia y su temeridad. Pero cabe pensar también que EE UU -que lleva haciéndolo mucho tiempo en secreto- quiere negociar con Irán y que se prepara realmente para la guerra porque, en términos militares, la realidad es el teatro de toda negociación.
Las sanciones y los portaviones (y las filtraciones a la prensa del uso posible de armamento nuclear) forman parte de la escenografía de unas conversaciones en las que cada parte exhibe su capacidad para presionar. En este sentido, quizás la reproducción mecánica del esquema de Iraq, con su sensación de déjà vu, está orientada sobre todo a dar credibilidad a una amenaza que, al contrario de lo que ocurría en Iraq, EE UU tiene mucho más complicado materializar en Irán.
La conclusión, en definitiva, es que el ataque a Irán se puede producir y se puede no producir. Parece poco, pero en realidad debería ser suficiente para mantenernos muy preocupados. En primer lugar porque esta acumulación de peros en suspenso demuestra que vivimos ya en un mundo tan volátil y tan complejo que ni siquiera podemos contar con la providencia de un plan o de un proyecto, aunque fuera perverso. Ojalá los EE UU tuvieran un plan, porque siempre es preferible una conspiración al desorden puro. Pero mucho me temo que la decisión del suspense iraní dependerá de factores muy inmediatos, muy aleatorios, muy idiosincrásicos, la capacidad de Israel para persuadir a un subsecretario, la ocasión de un negocio millonario privado, el delirio ideológico de una noche de juerga en un tugurio de Washington.
Pero debemos preocuparnos, además, porque la propia preocupación se ha naturalizado como un dato más, inseparable de esa potencia hegemónica cuya legitimidad nadie se atreve a cuestionar y casi como aliciente intelectual de un mundo que oscila entre la supervivencia y la desaparición. La sola posibilidad de lo que podría ocurrir en Irán no debería preocuparnos. Debería movilizarnos.