¿Por qué falla la guerra?
Howard Zinn
La Jornada
Me parece que hay algo importante que aprender de la reciente
experiencia de Estados Unidos e Israel en Medio Oriente: los ataques
militares masivos no son sólo moralmente reprensibles, sino también
inútiles en lograr los objetivos expresos de quienes los llevan a
cabo. En los tres años de guerra en Irak, que comenzó con bombardeos
para conmocionar y atemorizar, y que continúa con violencia y caos
día tras día, Estados Unidos no ha podido cumplir su objetivo
declarado de brindar democracia y estabilidad a esa nación. Los
soldados y los civiles estadunidenses, temerosos de ir a los barrios
de Bagdad, se apretujan en la Zona Verde, donde se construye la
embajada más grande del mundo, pues cubre 104 acres y está escindida
del mundo de afuera por enormes muros.
Recuerdo la novela de John Hershey, The War Lover, en la cual un
piloto estadunidense y machista, al que le gusta arrojar bombas a la
gente y alardea de sus conquistas sexuales, resulta ser impotente.
George W. Bush, ataviado con su chaqueta de vuelo en un transportador
aéreo, mientras anuncia su victoria en Irak, se ha convertido en la
encarnación del personaje de Hershey: sus palabras son igual de
ostentosas; su maquinaria bélica, igualmente impotente. La invasión
israelí de Líbano no le trajo seguridad a Israel. De hecho, ha
incrementado el número de sus enemigos, sean de Hezbollah o de Hamas,
sean árabes que no pertenecen a ninguno de estos grupos.
El fracaso de una fuerza masiva se remonta tan atrás a lo profundo de
la historia que los líderes israelíes deben ser extraordinariamente
obtusos, o ciegamente fanáticos, para no verlo. Pero la memoria no se
ha perdido para el profesor Ze’ev Maoz de la Universidad de Tel Aviv.
Hace poco escribió en el periódico israelí Ha’aretz acerca de las
previas invasiones israelíes a Líbano: "Cerca de 14 mil civiles
murieron asesinados entre junio y septiembre de 1982, según un
cálculo conservador".
El resultado, aparte de la devastación humana y física, fue el
surgimiento de Hezbollah, cuyos cohetes provocaron otro desesperado
ejercicio de fuerza masiva. La historia de las guerras que se han
combatido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial revela la
futilidad de la violencia a gran escala. Estados Unidos y la Unión
Soviética, pese a su enorme potencia de fuego, fueron incapaces de
derrotar los movimientos de resistencia surgidos en naciones pequeñas
y débiles. Aun cuando Estados Unidos arrojó más bombas sobre Vietnam
que en toda la Segunda Guerra Mundial se vio forzado a retirarse.
La Unión Soviética, que intentó durante 10 años la conquista de
Afganistán, en una guerra que ocasionó un millón de muertes, se fue
empantanando hasta que tuvo que retirarse. Inclusive los supuestos
triunfos de las grandes potencias militares resultaron elusivos.
Después de atacar e invadir Afganistán, el presidente Bush alardeaba
que los talibanes habían sido derrotados. Cinco años después,
Afganistán está hundido en la violencia y los talibanes son activos
en buena parte del país.
En mayo pasado hubo motines en Kabul, después que un camión militar
sin control mató a cinco afganos. Cuando los soldados estadunidenses
dispararon a la multitud, otras cuatro personas fallecieron. Tras una
breve guerra aparentemente victoriosa contra Irak en 1991, George
Bush padre declaró (en un momento de rara elocuencia): "El espectro
de Vietnam fue enterrado para siempre en las arenas del desierto de
la península arábica". Esas arenas están llenas de sangre una vez más.
El mismo George Bush presidió un ataque militar a Panamá en 1989 que
mató a miles y destruyó vecindarios completos, y se justificó como
parte de la «guerra contra las drogas». Otra victoria, pero en pocos
años el tráfico de drogas en Panamá bullía de nuevo. Las naciones de
Europa oriental, pese a la ocupación soviética, desarrollaron
movimientos de resistencia que eventualmente empujaron a los
militares soviéticos a irse. Estados Unidos, que durante cien años
hizo lo que quiso en América Latina, fue incapaz de controlar los
sucesos en Cuba, Venezuela, Brasil o Bolivia, pese a la larga
historia de intervenciones militares.
El apabullante poderío militar israelí, aunque ocupa Cisjordania y
Gaza, no ha sido capaz de impedir el movimiento de resistencia
palestino. Israel no es más seguro por utilizar continuamente su
enorme fuerza. Pese a dos guerras sucesivas (en Irak y Afganistán),
Estados Unidos no es tampoco más seguro.
Algo más importante que la futilidad de la fuerza armada, y en última
instancia lo más importante, es el hecho de que la guerra de nuestro
tiempo resulta siempre en matanzas indiscriminadas de grandes
cantidades de personas. Para ponerlo en palabras más abruptas: la
guerra es terrorismo. Por eso una «guerra contra el terrorismo» es
una contradicción de términos. El repetido pretexto para la
confrontación, y para su cuota de civiles muertos y esto lo repiten
los voceros del Pentágono y los funcionarios israelíes es que los
terroristas se esconden entre los civiles. Entonces, la matanza de
personas inocentes (en Irak, en Líbano) es «accidental», mientras las
muertes causadas por los terroristas (como en el 11 de septiembre o
con los cohetes de Hezbollah) son deliberadas. Esta es una distinción
falsa. Si se lanza deliberadamente una bomba sobre una casa o un
vehículo con el pretexto del que había dentro un "sospechoso de ser
terrorista«(nótese la frecuencia con que se usa la palabra»sospechoso" como evidencia de la incertidumbre que rodea a los
objetivos militares), se arguye que el fallecimiento de mujeres y
niños resultantes no es intencional, y por tanto es «accidental».
Las muertes de gente inocente en esos bombazos pueden no ser
intencionales. Pero ninguna es accidental. La descripción apropiada
es «inevitable». Así que si una acción matara inevitablemente a
personas inocentes, es tan inmoral como el ataque «deliberado» a
civiles. Y cuando se considera que el número de personas que perecen
inevitablemente en eventos «accidentales» ha sido mucho mayor que las
muertes de inocentes causadas deliberadamente por los terroristas,
uno debe reconsiderar la moralidad de la guerra, cualquier guerra de
nuestro tiempo. Es una ironía suprema que la "guerra contra el
terrorismo" conlleve una cuota de muertos mucho mayor entre los
civiles inocentes que los ataques del 11 de septiembre de 2001,
cuando 3 mil personas perdieron la vida. Estados Unidos reaccionó
invadiendo y bombardeando Afganistán.
En dicha operación fallecieron, por lo menos, 3 mil civiles, y
cientos de miles se vieron forzados a huir de sus hogares y
comunidades, aterrorizados por lo que, supuestamente, era una guerra
contra el terrorismo.
La ofensiva de Bush en Irak, que el presidente sigue vinculando con
la «guerra contra el terrorismo», ha matado entre 40 mil y 140 mil
civiles. En Vietnam, más de un millón de civiles fallecieron a causa
de las bombas estadunidenses, supuestamente, por «accidente». Si se
suman todos los ataques terroristas por todo el mundo en el siglo XX,
éstos no igualan la terrible cuota que señalamos. Si reaccionar
contra los ataques terroristas mediante una guerra es inevitablemente
inmoral, entonces debemos buscar otros modos, distintos de ésta, de
ponerle fin al terrorismo. Y si la represalia
militar contra el
terrorismo no es sólo inmoral sino fútil, entonces los líderes
políticos (no importa qué tan de sangre fría sean sus cálculos) deben
reconsiderar sus políticas. Cuando a tales consideraciones prácticas
se les sume la repulsa popular contra la guerra, tal vez podremos
ponerle fin a un largo periodo de asesinatos masivos.
Traducción: Ramón Vera Herrera
Este artículo se publicó originalmente en The Progressive (http://
progressive.org/), noviembre de 2006. Lo publicamos con permiso del
autor.
Howard Zinn es coautor, junto con Anthony Arnove, de Voices of a
People’s History of the United States.