Cuatro amig@s en una charla encendida, una terraza y un café. Fútbol en la gran pantalla y la multitud siguiendo a Marruecos. Mustafa nos avisa de que no podemos seguir hablando de política, un policía de paisano ocupa la mesa de al lado. Cambiamos de conversación pero no de ideas; mantenemos la postura digna de quien se sabe en su casa con la presencia del nunca invitado. Nuestros ojos buscan un pretexto para la huída; la calle llena de gente paseando, de patrullas antidisturbios; no hay entrada ni salida; una masa densa se respira como atmósfera, la misma, que puede convertirnos en testigos de otra tarde de Intifada.
Es la estrategia de la ocupación de 32 años de edad; que oprime y reprime, deniega y tortura, machaca y maltrata, asesina y persigue, acosa y aprieta la soga, que heredó el pueblo saharaui, de otro que empezó a ser libre, tras la llegada de una muerte deseada.
Caminamos por las calles de Smara; oímos un “Sáhara libre” en la lengua de Cervantes; observamos dedos que se alzan, en forma de V, a nuestro paso; pintadas en castellano y en árabe con el mismo significado; amplias sonrisas, de dientes blancos, al reconocer en nuestro acento mejores años.
Pego la oreja al silencio del desierto, a la hospitalidad sin límites, a los ojos de esperanza de Oufa, a la pacífica estampa de Hamadi, a la quietud repleta de tiempo, de historia, de personas, de mundos cercanos.
Me conmuevo al adivinar un sonido de sus bocas, familiar por hacerlo yo misma; una afirmación sin palabras que confirma el hilo humano que nos une.
Me despierta el estruendo del horizonte sin futuro, de las Naciones Unidas en la nada; sordas, ciegas y mudas, prostituyendo, traficando y atentando contra ell@s. Comiendo y bebiendo de su agua y de la mía, paseando con enormes coches y simulando informes, que no son sino blanco.
Zapatero promete a su pueblo bandejas de pulpo, de calamares y gambas, arenas para las playas y beneficios de armas, pero yo sigo en Smara; mantengo mi oreja bien pegada, escuchando el eco del desierto, de la pausa, de la injusticia cometida y mantenida por tantos años de olvido por los gobiernos coloniales.
Y ahí siguen El Aaiún, Dakha y Smara, con sus escuelas hechas cárceles, universidades inalcanzables, trabajo inexistente, juventud desesperada, comunicaciones con el exterior ralentizadas, pateras pagadas por Marruecos, inmigrantes en su propia tierra; la marcha negra ataca.