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Lógica y dinero militar en el desarrollo de la psicología

Psicología y militarismo (Félix Díaz)

Psicología y militarismo (Félix Díaz)

«Siempre vieron al pueblo con el ojo de afinar la puntería y entre el pueblo y el ojo la mira de la pistola o la del fusil.»
Roque Dalton

La implantación de la psicología como práctica profesional y como empresa de investigación positivista a lo largo de este siglo se ha desarrollado a menudo con el apoyo material de la institución militar, y casi siempre incorporando formas militaristas de entender, manipular, supervisar y evaluar la vida social de sus individuos. Al hacer esto, la vida social se convertía en una cuestión de sumas o integraciones de individuos, o de relaciones entre ellos. No es que la psicología haya funcionado como un corpusideológico sistematizado que dirigiera proyectos militaristas de control; más bien, la disciplina psicológica desarrolla lenguajes y procedimientos especialmente aptos para una sociedad militarizada, marcada por relaciones mutuas de autoridad-sometimiento, estrategias individualistas de coacción o persuasión, disciplinamientos individuales de purificación y sistematización de la conducta y el pensamiento.

En buena medida, estos lenguajes y procedimientos se reconocen en los desarrollos de la Moderna Ciencia Cognitiva (como gustan denominarla sus entusiasmados defensores) desde los años 60. Los orígenes de esta disciplina, desarrollada en una retórica de potencia y solidez, fueron posibles gracias a las subvenciones de los ministerios de «defensa» de EE UU y Gran Bretaña, y más tarde (también hoy en nuestras universidades) con las de la Alianza Atlántica [1].

No es casualidad que el cuerpo de la psicología cognitiva promocione un razonamiento organizado, sin fisuras ni lugar a la objeción, en el que la diversidad es error y cuyo principio supremo es la relación entre medios y fines [2]. Sus sujetos (individuos racionales, idealmente fríos y secos, agraciados por sistemas innatos de procesamiento) ya saben lo que quieren; se sientan frente a una tarea estructurada y meticulosamente diseñada; hacen lo que se les manda, o sea, ponen sus sistemas de procesamiento al servicio de la tara; y una autoridad distal y objetiva (básicamente plana) les recompensa con puntos en la jerarquía de distinciones educativas o retribuciones económicas.

El razonamiento medios-fines conlleva una moralidad, una forma de estar y manejarse en el mundo social. El sujeto de la psicología positivista [3] razona y funciona estratégicamente. Es un individuo en un mundo de individuos, que se atiene a tinos objetivos con una identidad estable y los va persiguiendo. Para ello tiene que confrontarse con otros individuos a los que atribuye otros objetivos, y ahí negocian, se manipulan unos a otros, se alían o compiten según resulte el cálculo de contabilidad de costes y beneficios.

El vocabulario de la estrategia militar, psicologista en su sentido común, aporta el entorno moral en el que debe actuar el individuo sujeto de/por la psicología cognitiva. En la estrategia (sinónimo de «inteligencia» para cl militar) lo que importa es la efectividad de la acción en función del beneficio para el patrocinador, que suele reivindicar una identidad con «el interés nacional». El sujeto estratégico es un mercenario que funciona con criterios técnicos. «Si no sabes lo que quieres hacer, no puedes planificar cómo hacerlo [...]. Las prioridades son imperativas» [4]. «Lo que quieres hacer» lo establece quien te paga. Atente y componte para hacerlo bien.

En este esquema de acción, «los otros» aparecen normalmente como aliados u obstáculos. La cooperación y el altruismo quedan relegados al estado de «problemas interesantes», desviaciones de la norma individualista de las que la psicología social experimental intentará dar cuenta. El individualismo no necesita explicación, es la impronta hobbesiana del hombre.

Puesto en frente de otros, y como quiera que el sujeto de la psicología sabe bien lo que quiere y vive en un mundo de desacuerdos y conflictos, este individuo debe saber argumentar para convencer. La psicología de la comunicación se inunda así de estudios sobre persuasión, destinados a capacitar a sus individuos para controlar adecuadamente la voluntad de otros [5]. En estos estudios, la diferencia significa conflicto, el conflicto lucha, y la lucha sólo se puede resolver cuando una parte, la que gana, convence a la otra, que pierde. Esta forma de plantear las diferencias de opinión se refleja análogamente en aquellas perspectivas pragmáticas sobre la argumentación que se atienen más obedientemente al espíritu del positivismo [6].

Sin embargo, esto no quiere decir que las formas en que se manejan normalmente las situaciones de conflicto conversacional o toma de decisiones se remitan a las categorías de competición individualista que permean el paradigma positivista de la argumentación. En otro lugar, hemos reivindicado una atención detallada a la producción de argumentos en contextos cotidianos para reconocer en ellos que los miembros de nuestra cultura también producen argumentos de forma colectiva, adaptan sus objetivos a lo largo del diálogo y pueden menoscabar las estrategias individuales en favor del consenso. El problema es que a mentido falta entre los científicos sociales la capacidad analítica para reconocer estas competencias en sus «sujetos» [7].

La subvención militar potenció la psicología social y de la comunicación en EE UU después de la Segunda Guerra Mundial, con programas en Harvard, Yale y Michigan que iniciarían una línea de investigación fundacional [8]. La tarea ante la que se sienta el persuasor o comunicador consiste en encarrilar a otros individuos (o a un paquete de individuos: una masa) dentro de su estrategia.

Los estudios posteriores sobre sumisión a la autoridad de Stanley Milgram y sobre comportamiento en entornos institucionales coercitivos de Philip Zimbardo ganaron prestigio al presentarse retóricamente como ilustraciones de hasta dónde puede llegar «el hombre» en su degradación, una degradación que se define como eminentemente social. Pero, aparte de poner el grito en el cielo por lo terrible de «nuestra naturaleza social», y precisamente por atribuir el problema a algo tan genérico, estos estudios no pueden ofrecer vías de solución. Se trata de ejercicios experimentales de producción de entornos represivos (laboratorios de tortura avalados por la institución académica) que vienen a reproducir el trabajo de los aparatos militares de destrucción humana, no sólo en sus procedimientos, sino también en la concepción de persona que legitiman y promueven.

La pedagogía de la represión de la Escuela de las Américas, donde se ha entrenado durante años a los oficiales latinoamericanos que ejecutan las políticas de contrainsurgencia, está construida sobre el mismo modelo de persona [9]. La implementación de procedimientos de tortura física y psicológica no sólo es terrible, también demuestra un entrenamiento práctico y teórico en técnicas elaboradas que se apoyan en los hallazgos de la psicología social experimental, además de la medicina y la psicofísica.

El utilísimo trabajo de Carlos M. Beristain y Francesc Riera Salud mental: la comunidad como apoyo nos ofrece una ilustración de cómo, en la práctica de la represión política a través de la tortura, en Latinoamérica se encuentran (de nuevo) dos mundos: el mundo de las estrategias de manipulación para poner la individualidad de las personas a disposición del poder militar y político, frente a un mundo de personas humanistas orientadas por proyectos comunitarios y flexibles. Beristain y Riera se apoyan en parte en el relato y las reflexiones de Herbert Anaya, coordinador de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador, escritas después de su interrogatorio y tortura en 1986, y un año antes de su asesinato.

Como en cualquier paradigma de control experimental, los torturadores de Anaya le han aislado del mundo exterior, controlando lo que come, bebe y duerme, sus parámetros espaciales y temporales, a quién puede ver, qué puede oír y decir. Y controlando todo ello desde un paradigma mínimo en el que todo son limitaciones gravosas para su integridad física y psíquica. Cualquier cosa que hagan con él está operativizada en función de los objetivos de agradarle o dañarle para conseguir de él ciertas respuestas. No sólo respuestas concretas, como nombres de otras personas o gestos de reconocimiento de la autoridad de la fuerza, sino también respuestas «interiores» generalizadas, como someterse a la posición de colaborador, cambiar de forma de ser, perderse en la confusión o arrepentirse para así dar un trágico ejemplo a personas como él.

Frente a esta operación calculada de control de la conducta y de reconstrucción del yo, Anaya se esfuerza por mantener sus referentes comunitarios de Ios que ha sido aislado espacial y temporalmente y por seguir tratando a sus carceleros como personas con derechos y sometidas a circunstancias institucionales. A las estrategias de persuasión calculada, él opone la sinceridad y flexibilidad de quien se conoce libre a pesar de las limitaciones impuestas. Este diálogo de sordos llega a resultar más desesperante para los torturadores que para el torturado. En este caso, el ejercicio de tortura fracasa parcialmente como ceremonia de degradación [10], al limitarse a la destrucción física del cuerpo de Anaya.

No es difícil identificar una relación entre estas técnicas de represión política y los procedimientos y esquemas de indagación habituales en la institución psicológica [11]. Su mutua afinidad está en la selección de individuos sobre los que se ejecuta un programa de intervención; la individualización de «problemas» como paso primero para el diseño de ese programa; la organización de la intervención a base de establecer, desde la autoridad de la institución, un sistema de objetivos que hay que conseguir, y, a partir de él, un sistema de premios y castigos dirigidos al cambio personal. La téchne de la psicología, corno la téchne de la represión militar, se organiza en torno a un individuo problematizado, incapaz o incapacitado para salir adelante solo y sometido a un programa de inoculación de medios para alcanzar fines definidos por la institución.

¿Tiene que funcionar así la psicología? Por supuesto que no es así en todas partes ni en todo momento; más bien, estas formas de trabajar con problemas se han desarrollado en la profesionalización y cientificación de una disciplina que opera sobre individuos y que distingue radicalmente entre pobres individuos con problemas y carismáticos expertos que pueden solucionarlos con la autoridad de una institución tecnológica. Pero en el seno de la psicología, en sus márgenes y en las celdas de sus correccionales, también habitan y crecen otras formas de concebir y tratar Ios problemas. Aquí sólo voy a mencionar dos aspectos de estas formas alternativas, remitiendo a quien se deje seducir por mis sugerencias a la guía bibliográfica que hemos incluido en este dossier. Uno de ellos supera la individualización de los problemas y consiste en concebir a las personas como sujetos constitutivamente relacionales y producidos por discursos compartidos; entidades provisionales que duran lo que dura su consideración como sujeto moral y, en cualquier caso, identidades que dependen de su agencia individual o colectiva; personas libres para disponer del sujeto individualista estratégico que se nos imputa y atentas al carácter problemático de esa sujeción. En otras palabras, se trataría de desarrollar la teoría y práctica psicológica que respalde a personas en comunidades, frente a la tradición que sólo se preocupa por localizar y controlar a individuos en maquinarias.

La segunda propuesta se deriva directamente de la primera. Consiste en disolver la segregación entre objetos pacientes y expertos agentes de la psicología, invitar a los expertos a entrar en este mundo y compartir planteamientos con las comunidades. O, más bien, invitarles a reconocer que siempre han estado compartiendo esos planteamientos, pero su forma distal y jerárquica de desarrollarlos viene a estancar los procesos y a la larga produce más problemas para la comunidad. La propuesta no consiste en renunciar a la posibilidad de especializarse en tareas técnicas o académicas, sino en incorporar esas tareas a la vida práctica, ofreciendo los recursos técnicos que se soliciten y apreciando los que la comunidad, con técnicos o sin ellos -a veces a pesar de ellos-, ha sabido desarrollar.

Félix Díaz


NOTAS

1. Sobre la financiación militar de la psicología cognitiva y de la percepción, véase T. Shallice, «Psychology and Social Control», Cognition, 1984, n° 17, pp. 29-48; G.M Lyons, The Uneasy Partnership ship: Social Science and the Federal Government in the Twentieth Century, Russell Sage Foundation, Nueva York, 1969; C.W. Bray, «Toward a Technology of Human Behavior for Defense Use», The American Psychologist, 1962, 17 (8), Pp. 527-541.

2. Véase J. Bowers, «All Hail the Great Abstraction: Star Wars and the Politics of Cognitive Psychology», en I. Parker y J. Shorter (eds.), Deconstructing Social Psychology, Routledge, Londres, 1990.

3. En el concepto de positivismo incluyo el positivismo difuso y otras formas de positivismo arrepentido que en ciencias sociales tienen los mismos efectos morales que el positivismo explícito.

4. J.M. Collins, United Stares Defense Planning, Westview Press, Bolder, 1982, p. 6. Ver también J.M. Collins, Grand Strategy, United States Naval Institute, Annapolis, 1973.

5. Véase M. Cody y M. McLaughlin (eds.), The Psychology of Tactical Communication, Multilingual Matters, Clewdon (Avon), 1990.

6. Ver F. van Eemeren, «The Study of Argumentation as Normative Pragmatics», Text, 1990, nº 10, pp. 37-44.

7. Ver J. Smithson y F. Díaz, «Arguing for a Collective Voice», Text, 1996, nº 16, pp. 251-268

8. Probablemente la muestra más significativa de estos programas sea la que se refleja en C.I. Hovland, A.A. Lumsdaine y P.D. Sheffield (eds.), Experiments in Mass Communication. Studies in Social Psychology in World War 11, vol. 3, Princeton University Press, Princeton, 1949. Para conocer más de cerca esta historia puede consultarse R. Farr, The Roots Modern Social Psychology, Blackwell, Londres, 1996.

9. Ver T. Barry y D. Preusch, The Soft War, Grove Press, Nueva York, 1938; D. Kyvig (ed), Reagan and the World Greenwood, Nueva York, 1990.

10. Recojo esta expresión con el sentido analítico que le confiere Harold Garfinkel en su artículo de 1956 «Conditions for Successful Degradation Ceremonies», American Journal of Sociology, nº 61, pp. 420-424. Por supuesto, es común que estas ceremonias de degradación tengan un éxito relativo. Los tecnólogos que las implementan no invertirían recursos en un negocio que no da un buen saldo. Pero recordemos que en algunas sociedades el sufrimiento y la muerte de miles de personas puede resultar relativamente barato; para la inteligencia militar, el valor de la vida y la dignidad humana dependen de su operativización en tablas de contabilidad.

11. Véase D. Silverman, «Telling Convincing Stories», en B. Glassner y J.D. Moreno (eds.), The Qualitative-Quantitative Distinction in the Social Sciences, Klwuer Academic Pub, Dordrecht, 1989.


Publicado en la revista Archipiélago, nº 34-35, 1998

  • 21 de septiembre de 2005 08:09, por Crates rompetechos

    Sobre las relaciones entre ejército y psicología (y no sólo eso) es muy interesante leer «La falsa medida del hombre», de Stephen Jay Gould (ed. Crítica)

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