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Extracto de «Miseria del Militarismo», de Fernando Hernández Holgado

Una Ficción Muy Real. Extracto de Miseria del Militarismo.

Una Ficción Muy Real. Extracto de Miseria del Militarismo.

Una ficción muy real.

En 1729, Jonathan Swift publicaba una obrita titulada Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público. Su forma era la de una propuesta elevada a los gobernantes ingleses de Irlanda, con el fin de aliviar el problema que para los poderosos representaba la realidad de la mendicidad infantil en la isla, siguiendo un estricto criterio de utilidad económica. Para acabar con el exceso de población infantil molesta e improductiva, beneficiando al mismo tiempo a la sociedad, el autor proponía vender a los bebés de mendigos y otras gentes empobrecidas,

(...) a las personas de calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa”.

De esta manera, y calculado el costo de cría de un hijo de mendigo en unos dos chelines al año, “harapos incluidos”,

“(...) creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual (...) sacará cuatro fuentes de carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el caballero aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios, y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.”

“Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo, cuya piel, artificiosamente preparada, constituirá admirables guantes para damas y botas de verano para caballeros delicados”.

La sátira de Swift se apoyaba en un sencillo recurso: el de llevar a sus últimas consecuencias la misma lógica que pretendía criticar, esto es, la del poder británico dominante en la empobrecida Irlanda del siglo XVIII, basada en los principios del utilitarismo económico -los del naciente liberalismo- más descarnado y ajeno a toda consideración ética o social. Lo mismo hizo Leonard Lewin en su Informe de la Montaña de Hierro, y en su caso lo que terminó describiendo fue el complejo mecanismo del militarismo estadounidense durante el período central de la guerra fría. Para ambos, el formato de falso documental, o de ficción emboscada, representaba el medio más efectivo de multiplicar el alcance de su crítica de la realidad actual.

Cuando en su ficticio informe Lewin describía “la utilidad de la amenaza” como eje vertebrador de todo sistema social fundamentado en la guerra, estaba aludiendo de hecho a realidades muy concretas, referidas a la historia del propio militarismo estadounidense. Una de ellas era la propia configuración del imaginario de “enemigo soviético” una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos se habían erigido en la primera potencia económica y militar del planeta. En 1946 o en 1947 habría sido difícil identificar una amenaza exterior para la sociedad estadounidense lo suficientemente creíble y poderosa -según la descripción de Lewin- como para generar un efecto de firme cohesión social interna en torno al proyecto político de turno. Pero si de lo que se trata es de diseñar o perfilar una amenaza de estas características, existen dos vías para hacerlo, perfectamente complementarias: la magnificación del presunto peligro exterior y la exageración de la debilidad de la posición propia, inerme ante dicho enemigo. Esto último fue lo que hizo el sovietólogo George Kennan, uno de los grandes valedores del discurso estadounidense de la guerra fría, al justificar de esta forma la novedosa “doctrina de contención” del enemigo soviético:

“En la actualidad los Estados Unidos somos una potencia sola y amenazada en el mundo. Nuestros amigos se han agotado y han sacrificado su potencial en la causa común. Fuera de ellos -fuera del círculo de quienes comparten nuestra lengua y tradiciones-, nos enfrentamos con un mundo hostil, resentido en el mejor de los casos. Una parte de este mundo está subyugado al servicio de una gran fuerza política que busca nuestra destrucción. El resto es por naturaleza celoso de nuestra abundancia natural, ignora o menosprecia los valores de nuestra vida nacional y se muestra escéptico respecto a nuestra capacidad para gobernar nuestro propio destino y hacer frente a las responsabilidades de la grandeza nacional”.

Kennan pronunciaba estas palabras en 1947, cuando las tropas estadounidenses ocupaban gran parte de Europa Occidental y el país no poseía colonias -al menos del mismo tipo que las del Imperio francés o británico- que defender de los procesos de independencia en curso. Los bombardeos nucleares realizados un par de años antes en Japón habían escenificado convenientemente su absoluta primacía militar, tal y como se ha mencionado en el primer capítulo. Aquella presunta condición de los Estados Unidos como potencia sola y amenazada, enfrentada a un mundo hostil, no parecía corresponderse con su verdadera situación en el mundo, sino con un discurso artificioso y alambicado: aquel que, según el informe de Lewin, servía para fines muy distintos de los que decía perseguir.

Pero la amenaza exterior podía ser también magnificada de una manera directa, sin necesidad de recurrir a la exageración de la propia debilidad. Hoy se sabe que los datos oficiales estadounidenses sobre la existencia de 175 divisiones soviéticas y 75 de los países satélites de Europa Oriental, prestas a echarse encima de los indefensos aliados europeos, no eran ciertos. Fue precisamente su falsedad lo que contribuyó a crear el clima de amenaza necesario que justificó el rearme estadounidense y la propia fundación de la OTAN en 1949. Stalin, pese a lo que entonces sostenía la propaganda oficial aliada, había empezado a desmovilizar gran parte de sus tropas del escenario europeo ya desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Sus ejércitos no eran ni mucho menos tan numerosos ni estaban tan bien pertrechados como denunciaban los servicios de información estadounidenses, es de suponer que con conocimiento de los datos reales que pretendían ocultar. Aparte de esto, esas tropas tenían una función propia que nada tenía que ver con una hipotética y no menos delirante invasión de Europa Occidental: la de asegurar el orden en los territorios ocupados en Europa Central y Oriental y reprimir a las minorías nacionales de la Unión Soviética, entre ellas al pueblo checheno, que en febrero de 1944 había sido deportado a la república de Kazajstán. Por no hablar de su uso como fuerza de trabajo y de reconstrucción en el Estado que más coste humano y económico había sufrido en su enfrentamiento con las fuerzas del Eje.

El mito de la marea humana del Ejército Rojo amenazando Europa, que durante los cuarenta años de guerra fría serviría de coartada y acicate para el rearme de Estados Unidos y de la OTAN, respondía cabalmente a los requisitos de la amenaza exterior que había perfilado Lewin: creíble, poderosa y como pesando sobre la sociedad entera. Pero la imagen de la oposición irreconciliable entre las dos potencias alcanzaría su máxima simplificación en 1950 -vísperas de la Guerra de Corea- de la mano de Paul Nitze, sucesor de George Kennan en la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado. En el documento NSC68 -considerado una especie de texto fundacional del discurso de la Guerra Fría, desclasificado en 1972- Nitze terminaba reduciendo el enfrentamiento entre bloques a un combate a muerte entre dos Ideas, con mayúsculas:

“Hay un conflicto básico entre la idea de libertad bajo un gobierno de leyes y la idea de esclavitud bajo la siniestra oligarquía del Kremlin (...). La idea de libertad, por otra parte, es característica e insoportablemente subversiva de la idea de esclavitud. Pero la conversión no es cierta. El implacable propósito del Estado esclavo de eliminar el desafío de la libertad ha situado a los dos grandes poderes en polos opuestos (...) Ningún otro sistema de valores es tan irreconciliable con el nuestro, tan implacable en su propósito de destruir el nuestro, tan capaz de aprovechar en su propio beneficio las más peligrosas y divisionarias tendencias de nuestra propia sociedad, ninguno evoca tan hábil y poderosamente los elementos de irracionalidad en la naturaleza humana por doquier, y ninguno tiene el apoyo de un gran y creciente centro de poder militar”.

Si la doctrina de contención de Kennan había apuntado hacia la última “conversión” del enemigo soviético, en lo que constituía el horizonte final de victoria de Estados Unidos y sus aliados, Nitze daba un paso más allá al negar incluso esa misma posibilidad, más o menos remota. Frente a la Unión Soviética, la única relación posible era la de destrucción. La oposición devenía absoluta, los términos incompatibles. Frente a la Libertad, la Esclavitud; frente al Interés Nacional de Estados Unidos, el Plan Maligno -Evil Design- del Kremlin. Se había gestado no sólo un enemigo, sino toda una mitología, un cuerpo de pensamiento simplista que reducía el mundo a dos fuerzas, dos entes vehiculados por una relación de violencia y destrucción. Un Nosotros y un Ellos -el Enemigo- que quedaba satanizado y deshumanizado a la vez, reducido a una pura idea de maldad: los rasgos básicos del proceso de militarización mencionado en el capítulo anterior.

Proyectar en el otro una imagen del Mal absoluto generaba el efecto paralelo e indirecto de absolutizar la posición propia en la idea del Bien. Como si se tratara de un juego de espejos, cuanto más demonizada quedaba la imagen del enemigo, más se encumbraba e idealizaba simultáneamente la propia, la de la sociedad supuestamente amenazada. De hecho, ese mismo acento en la idea de Libertad, encarnada en la Nación estadounidense, resultaba una virtud tan excelsa que, como los bienes más preciados, conllevaba al mismo tiempo una peligrosa debilidad. Nitze era bien consciente de ello cuando afirmaba que...

“Una sociedad libre es vulnerable cuando resulta fácil para la gente caer en excesos: los excesos de una mente permanentemente abierta esperando con nostalgia la prueba de que el Plan Maligno -Evil Design- pueda llegar a convertirse en noble propósito, el exceso de la fe convirtiéndose en prejuicio, el exceso de la tolerancia degenerando en indulgencia con la conspiración...”

Incluso la esperanza de que el Enemigo pudiera llegar a reformarse se convertía en un exceso que podía causar la derrota de la posición propia, y era, por tanto, punible. No por casualidad fue este mismo discurso el que legitimó la caza de brujas de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, cuando el senador McCarthy y el secretario de Estado Acheson aireaban el espantajo de la Marea Roja -the Red Tide- el enemigo interior que infectaba el cuerpo social estadounidense. Paradójicamente, la defensa de la Libertad en abstracto exigía el recorte de las libertades civiles tan duramente conquistadas, por medio de leyes tan restrictivas como las de Seguridad Interna y de Inmigración, aprobadas al calor de la nueva Guerra de Corea. La imagen esgrimida del Enemigo servía así a los gobiernos para cohesionar la sociedad en torno al proyecto político propio, asegurarse la lealtad de sus ciudadanos en un siempre oportuno clima patriótico y librarse al mismo tiempo de los elementos menos leales y más críticos con el orden establecido.

Por cierto que, al otro lado del Telón de Acero, el clima de guerra servía asimismo al poder soviético para apuntalar sus prácticas represivas y de control social. Una nueva oleada de purgas estalinianas recorrió a los países satélites de la URSS durante este mismo período: desde el proceso Rajk, en Hungría -1948- hasta el proceso Husak-Slansky, que se prolongaría hasta 1952. Todo indicaba que detrás de la imagen deformada del Enemigo Soviético -la que aparecía a los ojos del “mundo libre”- habitaba otro militarismo no menos sombrío, que esgrimía a su vez, en su propio beneficio, una amenaza de rasgos igualmente grotescos y magnificados. La “utilidad de la amenaza” como vertebrador de un orden social y político dado -al margen de su ideología- parecía ilustrar en los hechos históricos las llamadas funciones políticas y sociológicas del sistema fundamentado sobre la guerra, pergeñadas en el Informe de la Montaña de Hierro(*).

* He utilizado la versión española de Una modesta proposición y otras sátiras, Editorial Brújula, 1967, traducción de Elías Gallo y notas de Eduardo Stilman. La cita de Kennan está extraída de Memorias de un diplomático, Luis de Caralt, 1972, p. 287. Entre otros muchos estudios, el de Matthew A. Evangelista, “Stalin’s postwar reappraised” (International Security, Harvard University, invierno 1982/1983) ha resaltado el grado de absurdo y exageración de los datos suministrados por los servicios de información estadounidenses acerca de una hipotética invasión de Europa Occidental por las tropas del Ejército Rojo, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Las citas del NSC68 proceden de The Evolution of American Strategic Doctrine: Paul H. Nitze and the Soviet Challenge, de Steven L. Rearden (Westview Press, 1984), que recoge en un apéndice el documento completo, con fecha 14 de abril de 1950. La traducción de las citas es mía.

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